Peter Høeg - La señorita Smila y su especial percepción de la nieve

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La señorita Smila y su especial percepción de la nieve: краткое содержание, описание и аннотация

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Un día, poco antes de Navidad, la señorita Smila de regreso a su casa encuentra muerto en la nieve a su vecino y amigo, el pequeño Isaías. La versión oficial es que debió de resbalar y caerse. Pero Smila, que le cuidaba a veces y sentía especial ternura por él, sospecha que no es así. Los dos pertenecen a la pequeña comunidad de esquimales groelandeses que viven en Copenhague. Y Smila es, además, experta en las propiedades físicas del hielo. La investigación que lleva a cabo en privado acerca de la muerte de Isaías la conduce a la misteriosa muerte del padre de éste en una expedición secreta a Groenlandia, misión encomendada por una poderosa empresa danesa involucrada en una extraña conspiración que se remonta a la segunda guerra mundial.

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Su mirada parece proceder de unos ojos de cristal, embriagada e incapaz de comunicar nada.

– Muertos y enterrados. También yo, darling . Muy pronto. Anytime .

Sonríe. Lo suelto. Se incorpora y vacía su trompeta de saliva. Entonces, alguien me levanta de la tarima, depositándome en el suelo. El mecánico está detrás de mí.

– Empieza a andar, Smila.

Empiezo a andar. De repente, ha vuelto a desaparecer. Sigo adelante en línea recta. Enfrente de mí está la puerta del vestíbulo.

– ¡Smila Jaspersen!

Recordamos a la gente por sus ropas y por los lugares en que la hemos visto, por lo que, en un primer momento, no lo reconozco. El traje azul marino y la corbata de seda no concuerdan con su cara. Entonces me doy cuenta de que es la Uña. Su voz no tiene nada de estridente, es más bien baja y admonitoria. Dentro de unos instantes, me acompañarán hasta el coche de la misma manera: discreta e inevitable. Empiezo a caminar más rápido. He desconectado el cerebro. De cada lado se me acerca un hombre igual que él, una figura insistente y segura de sí misma.

Salgo al vestíbulo. Detrás de mí, se cierra la puerta. Es una puerta grande, también hecha de manera que parezca la puerta de una caja fuerte; tan alta y pesada que no parece servir para otra cosa que como adorno. Ahora se cierra como si fuera la tapa de una caja de puros. El mecánico está apoyado en ella relajadamente. Ha dejado fuera todos los ruidos. Únicamente nos llegan unos golpes débiles, cuando alguien, al otro lado de la puerta, arrima el hombro contra ella.

– Corre, Smila -me dice-. Corre ya. Lander te está esperando en la calle.

Miro a mi alrededor. No hay ni un solo cliente en el vestíbulo. Detrás del quiosco de revistas, un portero bosteza largamente. Detrás del mostrador de información, una chica está a punto de quedarse dormida delante de su ordenador. Detrás de mí, un hombre de dos metros se apoya con indolencia contra una puerta de acero que se abre a pequeños tirones. Todo está en silencio y reina la tranquilidad en el Casino Oresund. El lugar con clase. Con estilo, tensión y esparcimiento cultivados alrededor del fieltro verde. El lugar apropiado para conocer gente nueva y encontrarse con viejos amigos.

Entonces me pongo a correr. Cuando llego al aparcamiento, ya me he quedado sin aliento.

– Su coche, señora.

Es el mismo guardia que lo recogió cuando llegamos.

– He decidido dejar que lo desguacen. Después de la mirada que usted le echó.

No hay ningún sendero para peatones. No han contado con la posibilidad de que el casino pudiera recibir clientes que llegaran a pie. Taconeo, pues, por la calzada, me agacho al llegar a las dos barreras y salgo a la calle Sund. A cien metros, hay un Jaguar rojo estacionado con las luces encendidas.

Lander no me mira cuando tomo asiento a su lado. Su rostro está pálido y tenso.

Es de noche y está helando duramente. No recuerdo haber visto antes una ciudad cayendo en las garras de la helada. Copenhague parece, de repente, un poco indefensa e impotente, como si se avecinara una nueva era glaciar.

– ¿Qué es un LMC?

Conduce tensa y lentamente, desacostumbrado a la membrana blanca y cristalina que el frío ha depositado en el asfalto.

– Landing Mobile Craft. Vehículos de desembarco en fondo plano, como los que se utilizaron durante la invasión de Normandía.

Le pido que me lleve hasta la calle del Puerto. Aparca entre el atracadero de los hidroplanos y el antiguo muelle de los barcos de Bornholm. Le pido sus zapatos y su gorra. Me los da sin preguntarme nada.

– Espérame durante una hora -digo-. Y ya está, sólo una hora.

El hielo es de color verde botella durante la noche, cubierto de una fina capa de nieve que debe de haber caído hace unas horas. Bajo por una escalerilla vertical de madera que está encajada en la pared del muelle. Sobre el mismo espejo de hielo hace mucho frío. Mi Burberry se vuelve tieso de una manera extraña, tengo la sensación de que los zapatos de Lander son de cáscara de huevo. Pero son blancos. Junto con el abrigo y la gorra me hacen desaparecer sobre el hielo. En caso de que hubiera alguien haciendo guardia en La Incisión Blanca.

Cerca del muelle se han formado pequeñas placas de hielo, estimo que tienen un grosor de más de diez centímetros. Lo suficientemente gruesas como para que las autoridades portuarias abrieran un estadio de patinaje. El problema reside en la franja oscura y cuajada en el mismo canal de navegación.

Se vive tan apretado en Groenlandia del Norte. En una misma habitación duermen varias personas. Oyes y ves constantemente a todos los demás. La comunidad es pequeña. La última vez que estuve en casa había seiscientas personas repartidas entre doce poblados.

Lo opuesto a esto está representado por la naturaleza. Cualquier cazador, cualquier niño es sobrecogido por un delirio salvaje cuando se aleja del poblado, andando o sobre un trineo. Primero, tiene la sensación de un incremento de energías al borde de la locura. Luego, sobreviene una extraña visión de conjunto, tan nítida como el cristal.

Ya sé que resulta cómico. Pero aquí, en este mismo instante, en el puerto de Copenhague, a la dos de la mañana, me sobreviene, de todos modos, la sensación de control de la situación. Como si viniera dada, de alguna manera, por el hielo, el cielo nocturno y, en las circunstancias presentes, el espacio abierto.

Pienso en lo ocurrido desde la muerte de Isaías.

Veo a Dinamarca ante mis ojos como una lengua de hielo. Está de viaje, se mueve. Pero, encerrados en las masas heladas, nos sostiene a cada uno de nosotros en una posición determinada en relación a todos los demás.

La muerte de Isaías ha sido una irregularidad, una explosión que ha abierto una grieta. Esta grieta me ha liberado. Por un corto espacio de tiempo, sin que sea capaz de explicar cómo, me he puesto en movimiento, me he convertido en un cuerpo extraño patinando sobre el hielo.

Tal como ahora me encuentro, patinando en el puerto de Copenhague, disfrazada de payaso y con los pies en unos zapatos prestados.

Desde este ángulo, aparece una nueva Dinamarca ante mis ojos. Una Dinamarca formada por aquellos que han logrado liberarse parcialmente de las garras del hielo.

Loyen y Andreas Licht, movidos por diversos tipos de voracidad y ambición.

Elsa Lübing, Lagermann, Ravn, todos profesionales cuya fortaleza y conflicto reside en la lealtad que sienten hacia una empresa, hacia el estamento médico, hacia el aparato estatal. Pero que, por compasión, por rarezas de cada uno, por razones inexplicables, se han sustraído a esa lealtad por ayudarme a mí.

Lander, el hombre de negocios, el pudiente, el acaudalado, estimulado por las ganas de emoción y por una gratitud misteriosa.

Es el comienzo de un corte transversal en la sociedad danesa. El mecánico es el peón, el trabajador. Juliana es la escoria. Y yo, ¿quién soy yo? ¿Acaso soy el científico, el observador? ¿Acaso soy quien ha tenido la oportunidad de contemplar la vida, en parte, desde fuera? ¿Desde un mirador de soledad y visión de conjunto?

¿O simplemente soy patética?

En el canal de navegación, la masa de hielo está ensamblada por una costra de hielo fina, oscura y opaca que se llama «hielo podrido», deshecho y quebrado desde abajo. Camino a lo largo del borde negruzco en dirección a La Incisión Blanca, hasta que encuentro un témpano lo suficientemente grueso. Me pongo encima del témpano de un salto y, desde allí, doy un salto hasta el siguiente. Hay un suave movimiento, en el sentido de la corriente, que atraviesa el puerto, de medio nudo tal vez, basculante, mortal. Supero la última distancia, saltando de témpano en témpano. No me mojo ni los calcetines.

Las ventanas de La Incisión Blanca están a oscuras. La manzana entera parece descansar en un sueño que también abraza los muros, los columpios, las escaleras, los troncos desnudos de los árboles. Me acerco desde el canal por detrás de los cobertizos para las bicicletas, lenta y sigilosamente. Allí me detengo.

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