A nuestro lado está parte del equipaje. Botellas de oxígeno, trajes, aletas, arpones, la caja con explosivos plásticos. Cuerdas, linternas, herramientas. No hay nadie más que nosotros. En una ocasión el hielo se mueve chirriando, como si alguien estuviera moviendo un mueble pesado en una habitación contigua. Pero no hay habitaciones contiguas. Sólo hay hielo, compacto, macizo.
– ¿Cómo sacaréis la piedra?
– Volaremos un túnel -dice.
Se podrá hacer. Tal vez su longitud tenga que ser de cien metros. Pero no tendrán que apuntalarlo. Y la piedra rodará por sí misma a través del túnel si éste tiene la inclinación adecuada. Seidenfaden se hará cargo. Katja Claussen le obligará. Y Toerk les obligará a ella y al mecánico. Es tal como he experimentado el mundo desde que abandoné Groenlandia. Como cadenas de coacciones.
– ¿Está vivo? -pregunta quedamente.
Sacudo la cabeza. Pero es porque no lo quiero creer. Junta las manos alrededor de la linterna. Su cono de luz está ahora dirigido a la nieve que hay debajo de nuestros pies. Desde allí es arrojado hacia arriba. De esta manera, no se aprecian los carámbanos por separado sino una nube de reflejos suspendidos en el aire, como piedras preciosas carentes de gravedad.
– ¿Qué pasará si el gusano escapa?
– Mantendremos la piedra encerrada.
– No podréis detenerlo. Es microscópico.
No me contesta.
– No lo podéis saber -digo-. Nadie puede saberlo. No sabéis sobre él más que lo que habéis aprendido en pequeños ensayos de laboratorio. Pero hay una débil probabilidad de que sea un verdadero asesino.
No me contesta.
– ¿Cuál era la segunda respuesta a la pregunta de por qué todavía no se había extendido?
– Cuando era niño, estuve viviendo en Groenlandia durante un año, en la costa occidental. Allí recogí fósiles. Desde entonces le he dado vueltas y vueltas a la idea de que algunas de las importantes exterminaciones prehistóricas pueden haber sido causadas por un parásito. ¿Quién sabe? Tal vez por el gusano polar. Dispondría de las características necesarias para ello. Puede haber sido el gusano el que exterminó a los dinosaurios.
Su voz es jocosa. De repente le entiendo.
– ¿Pero no es importante, verdad?
– No, no lo es.
Me mira.
– No es importante saber cómo son las cosas realmente. Lo importante es lo que cree la gente. Creerá en esta piedra. ¿Has oído hablar de Ilya Prigogine? Químico belga. Recibió el Premio Nobel en el 77 por su descripción de las estructuras disipativas. Él y sus alumnos han dado vueltas continuamente a la posibilidad de que la vida haya tenido su comienzo en sustancias inorgánicas al haber sido atravesadas por energía. Estas ideas han abierto el camino. La gente está esperando esta piedra. Su fe y su expectación la convertirá en verdad. Le dará vida, sin perjuicio de cuál sea su verdad.
– ¿Y el parásito?
– Ya empiezo a oír las primeras filas de periodistas especulativos. Escribirán que el gusano polar representa un estado significativo en la unión entre la piedra, la vida inorgánica y los organismos superiores. Llegarán a todo tipo de conclusiones que, por separado, no serán importantes. Lo importante son las fuerzas de miedo y de esperanza que se desatarán.
– ¿Por qué, Toerk? ¿Qué esperas que te proporcione?
– El dinero -dice-. La fama. Más dinero. En realidad carece de importancia si está o no viva. Sólo su tamaño es importante. El calor. El gusano a su alrededor. Ésta es la mayor sensación dentro del campo de las ciencias naturales del siglo. No son simples números sobre un trozo de papel. Ni abstracciones que tardan treinta años en ser publicadas en un formato que pueda ser vendido al público. Una piedra. Que puedes ver y tocar. De la que puedes cortar trozos y vender. De la que puedes hacer fotos y películas.
Vuelvo a pensar en la carta de Victor Halkenhvad. «El niño era hielo», escribió. Sin embargo, no es del todo cierto. El frío es puramente superficial. Detrás de él hay pasión.
De repente, tampoco es importante para mí si vive o deja de vivir. De repente, se ha convertido en un símbolo. A su alrededor se cristaliza, en este mismo instante, la postura de las ciencias naturales occidentales ante el mundo que les rodea. El espíritu calculador, el odio, la esperanza, el intento de instrumentalizarlo todo. Y por encima de todo lo demás, más fuerte que cualquier sentimiento que pueda llegar a sentirse por algo vivo: la codicia.
– No podéis sacar el gusano y llevarlo hasta una parte densamente poblada del mundo -digo-. No antes de que sepáis lo que es. Podríais provocar una catástrofe. Si llega a propagarse a nivel global, no podrá ser hasta que no haya exterminado a sus huéspedes.
Deposita la lámpara sobre la nieve. Imparable, engendra y mantiene un túnel cónico de luz que se extiende sobre el espejo del agua y la piedra. El resto del mundo ha desaparecido.
– La muerte siempre es un desperdicio, una pérdida. Pero, de vez en cuando, es la única cosa que puede despertar a la gente. Bohr participó en la construcción de la bomba atómica y era de la opinión que favorecería la consecución de la paz.
Recuerdo algo que dijo Juliana alguna vez, en un momento en el que estaba sobria. Que no había que tener miedo a la tercera guerra mundial. La humanidad necesitaba una nueva guerra para recobrar la razón.
La sensación que ahora tengo es la misma que entonces. La conciencia de la locura implícita en el argumento.
– No es posible obligar a los seres humanos a amar con sólo envilecerlos lo suficiente -digo.
Desplazo el peso a la otra pierna y agarro un rollo de cuerda.
– Te falta fantasía, Smila. Es imperdonable en un científico especializado en ciencias naturales.
Si consigo abrirme lo suficiente, tal vez pueda golpearle con el rollo de cuerda y conseguir que caiga al agua. Después podré salir corriendo.
– El niño -digo-. Isaías, ¿por qué le examinó Loyen?
Reculo para poder conferirle un arco más amplio al giro.
– Saltó al agua. Tuvimos que traerle con nosotros hasta aquí, tenía miedo a las alturas. Su padre sufrió un colapso en la superficie. Quería llegar hasta él. Nunca tenía miedo al agua fría, solía nadar en el mar. Se le ocurrió a Loyen mantenerlo bajo vigilancia. En él, el gusano se encontraba en la capa subcutánea, no en los intestinos. No lo notaba.
Esto explica la biopsia muscular. El deseo de Loyen de conseguir una última y decisiva prueba. La información sobre la suerte del parásito cuando su portador muere.
El agua tiene un tono verdoso, un color apacible. La idea de la muerte es aterradora, pero el fenómeno en sí llega tan natural como una puesta de sol. En Force Bay vi una vez cómo el mayor Guldbrandsen de la patrulla Sirius obligaba con un fusil automático a tres americanos a alejarse de un hígado de oso infectado con triquina. Era a plena luz del sol, sabían que la carne era venenosa, que todo lo que tenían que hacer era esperar durante los tres cuartos de hora que tardaría en cocerse. A pesar de ello, cuando llegamos hasta ellos, habían cortado finas lonchas del hígado y ya habían empezado a comérselo. Todo era tan trivial y cotidiano. Los matices azules de la carne, su apetito, el rifle del mayor, su sorpresa.
Tiende la mano hacia atrás y me quita el rollo, como cuando se le quita una herramienta afilada a un niño.
– Sube arriba y espera.
Ilumina la pared que está al otro lado. Desde allí se abre un túnel. Camino hacia él. Ahora reconozco el camino. No me llevará hacia arriba, me llevará a la extinción. La entrada siempre ha sido un túnel. Como la entrada a la vida. Me ha conducido hasta aquí. Durante todo el camino, desde el barco, me ha conducido él.
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