Peter Høeg - La señorita Smila y su especial percepción de la nieve

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La señorita Smila y su especial percepción de la nieve: краткое содержание, описание и аннотация

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Un día, poco antes de Navidad, la señorita Smila de regreso a su casa encuentra muerto en la nieve a su vecino y amigo, el pequeño Isaías. La versión oficial es que debió de resbalar y caerse. Pero Smila, que le cuidaba a veces y sentía especial ternura por él, sospecha que no es así. Los dos pertenecen a la pequeña comunidad de esquimales groelandeses que viven en Copenhague. Y Smila es, además, experta en las propiedades físicas del hielo. La investigación que lleva a cabo en privado acerca de la muerte de Isaías la conduce a la misteriosa muerte del padre de éste en una expedición secreta a Groenlandia, misión encomendada por una poderosa empresa danesa involucrada en una extraña conspiración que se remonta a la segunda guerra mundial.

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Entonces me he levantado y me he acercado al espejo. Me he quitado el jersey y he contemplado mi pecho y mi cuello y he visto que, algún día, todo habrá terminado, incluso aquello que siento por él habrá terminado. Pero, para entonces, él todavía existirá y, después de él, sus hijos y otros niños; una rueda de niños, una cadena, una espiral que se pierde en el infinito.

En estos momentos, cuando experimentaba el final y la continuidad de todo, era muy feliz.

En cierto modo, también lo soy ahora. Me he quitado la ropa y me he puesto delante del espejo.

Si se diera el caso de que alguien estuviera interesado en la muerte, podrían, con provecho, mirarme a mí. Me he quitado las vendas. No tengo piel en las rodillas. Entre las caderas tengo una ancha zona amarillenta y azulada de sangre coagulada, en la zona donde el pasador de Jakkelsen me ha golpeado. En ambas palmas de la mano hay rasguños que supuran y que se niegan a cerrarse. En la nuca me ha salido un chichón del tamaño de un huevo de gaviota, así como una zona donde la piel se ha quebrado, retrayéndose. Y todavía he sido lo bastante humilde como para no quitarme los calcetines blancos, para que no se vea el tobillo hinchado, y tampoco menciono los morados azules y generales y el cuero cabelludo que sigue punzando periódicamente tras la quemadura.

He perdido peso. He pasado de flaca a demacrada. No he dormido lo suficiente, los ojos se me han hundido en el cráneo. A pesar de ello, sonrío a la extraña que hay en el espejo. No existe una matemática sencilla en la distribución de la felicidad y la desgracia de la vida, no existe una repartición estándar. A bordo del Kronos viaja una de las pocas personas sobre la tierra que hace que valga la pena mantenerse con vida.

Me llama a las siete en punto. Es la primera vez que siento cariño por el intercomunicador.

– S-Smila, en la enfermería dentro de un cuarto de hora.

Con los teléfonos le pasa lo mismo que a mí. Apenas le da tiempo a dejar su mensaje y ya ha soltado el auricular.

– Foejl -digo. Nunca antes había pronunciado su apellido. En mi boca, sabe tan dulce como la miel-. Gracias por lo de ayer.

No me contesta. Se oye un clic que proviene del aparato y se apaga la luz.

Me pongo la ropa de trabajo. No se trata de una elección fortuita. No dejo nada al azar cuando me visto. Podría ataviarme con ropas más elegantes, por supuesto. Incluso ahora podría hacerlo. Pero la ropa azul es el uniforme del Kronos , el símbolo de que ahora nos encontramos bajo condiciones diferentes, que tenemos al mundo en contra de una manera muy distinta, distinta a nuestra situación anterior.

Estoy un buen rato escuchando en la puerta antes de decidirme a salir al pasillo.

No puedo imaginarme que pueda llegar a existir algo parecido al infierno cristiano. Pero he estado considerando el antiguo reino de las penumbras groenlandés como una posibilidad. Si se tienen en cuenta las contrariedades con las que una se encuentra a lo largo de la vida, parece poco probable que éstas se extingan por el simple hecho de morir.

Si existen las citas a escondidas con el ser amado en el Reino de las Tinieblas, su preludio será, sin duda, parecido al de hoy. Me deslizo de puerta a puerta. He dejado de considerar el Kronos únicamente como un barco, ahora lo considero más bien como una zona de alto riesgo. Intento calcular de antemano en qué momento este riesgo puede llegar a convertirse en un peligro mortal.

Cuando sale alguien de la sala de pesas, ya me he metido en el baño, antes de que la puerta se haya cerrado tras la persona que se acerca. Desde la puerta del baño que he dejado entreabierta veo pasar a María. Rápida, concentrada. No soy la única que sabe que el Kronos es un mundo de perdición.

No me encuentro con nadie subiendo las escaleras. La escotilla que da al puente está cerrada, el cuarto de derrota, vacío.

Me detengo delante de la enfermería. Pongo en orden la ropa que llevo puesta. Me siento desnuda sin el maquillaje en la cara.

La habitación está a oscuras, las cortinas echadas. Cierro la puerta y me pongo de espaldas a ella. Noto mis propios labios. Estoy deseando que salga de la oscuridad y me bese.

Me llega un fino y fresco aroma a flores. Espero.

No es la luz del techo la que se enciende, es la lámpara que está encima de la camilla, una especie de lámpara de quirófano. Crea unas zonas amarillentas de luz sobre el cuero negro y deja el resto de la habitación en penumbra.

En una silla, con las botas sobre la camilla, está sentado Toerk. Cerca de la pared está Verlaine. Katja Claussen está sentada a los pies de la camilla con los pies colgando por el lado. No hay nadie más en la habitación.

Me veo a mí misma desde fuera. Tal vez porque me duele demasiado permanecer dentro de mí misma. No me importan las tres personas que tengo delante, me importo yo. He hablado con el mecánico hace un momento. Es él quien me ha citado aquí.

Un límite, existe un límite para todos nosotros. Para la perseverancia, para el número de aproximaciones que pueden hacerse a la vida. Para el número de rechazos que pueden soportarse.

– Vacíate los bolsillos.

Es Verlaine. Es la primera ocasión que tengo de ver cómo se distribuyen el trabajo entre los dos. Me imagino que Verlaine se encarga de la violencia física.

Me adelanto hacia la luz y deposito mi linterna y las llaves sobre la camilla. Me pregunto qué estará haciendo la mujer en esta habitación. Lo descubro en ese mismo instante. Verlaine le hace un gesto con la cabeza, como diciéndole que ya puede proceder, y ella da unos pasos hacia mí. Los hombres desvían la mirada mientras ella me cachea. Es mucho más alta que yo, y, sin embargo, ágil. Empieza de rodillas, palpa alrededor de mis tobillos y, desde allí, va subiendo. Encuentra el destornillador y el estuche de agujas de Jakkelsen. Finalmente me quita el cinturón.

Toerk ni siquiera mira lo que ha encontrado la mujer. Pero Verlaine lo sopesa en la mano.

¿Cómo llegará? ¿Me dará tiempo a verlo?

Toerk se levanta.

– Formalmente estás bajo arresto.

No me mira. Ambos sabemos que cualquier referencia a los formalismos forman parte de la misma ilusión que nuestra mutua cortesía. Son los últimos velos que quedan todavía.

Mira hacia abajo. Entonces sacude la cabeza lentamente y algo parecido al asombro cruza su rostro.

– Eres una engatusadora maravillosa -dice-. Preferiría mil veces estar allí arriba en el puesto de vigía oyéndote mentir que pasearme entre todas estas verdades mediocres.

Por un instante se quedan los tres inmóviles. Entonces se van.

Es Verlaine quien cierra la puerta con llave. Se detiene en el vano. Parece cansado. Hay algo sincero en su silencio. Me dice que esto no es una celda y que la situación no es un arresto. Es el comienzo del fin, que llegará muy pronto.

El hielo

I

1

En la escuela dominical nos enseñaron que el sol era Nuestro Señor Jesucristo; en el internado escuchamos por primera vez que, aparentemente, era una bomba de hidrógeno que explosionaba permanentemente.

Para mí siempre será el Payaso Celestial. En el primer recuerdo consciente que tengo del sol, estoy mirando directamente a él con los ojos entornados, a sabiendas de que está prohibido, y pienso que me amenaza y se ríe al mismo tiempo, como la cara del payaso cuando se maquilla con sangre y ceniza y se mete un palillo de través en la boca y, desconocido, aterrante y alegre, viene a nuestro encuentro, al de los niños.

Ahora, justo antes de que el disco solar alcance el horizonte, cuando, por un instante, escapa a la negra capa de nubes arrojando un incendio de luz por encima del hielo y del barco, representa la estrategia del payaso. Escapar de la oscuridad agazapándose. La contundencia peligrosa de la humillación.

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