Carmen Posadas - La cinta roja

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— Has de saber, Thérésia–me dijo pues mi amigo Alex Lameth mientras paseábamos por el Palais Royal-, que he decidido junto a otros amigos colaborar en la redacción de un cahier . Hay tantas cosas que cambiar en este caduco país que lo mejor es hacerlo a fondo.

— Vamos–le interrumpió mi otro amigo, Félix Lepeletier, con claro desdén-, ahora me dirás que estás pensando unirte a esos estrafalarios caballeros que pretenden afiliarse no al Primer Estado de los nobles, tal como les corresponde, ¡sino al del vulgo del Tercero!

Caminábamos, como digo, por los jardines del Palais Royal y yo me interesaba en sus conversaciones políticas pero sólo a medias. Hacía una tarde gloriosa de primavera y mi curiosidad iba por otros derroteros. Como, por ejemplo, por conocer algunas de las nuevas atracciones que recientemente habían llegado al Palais y de las que se hacían eco todas las publicaciones mundanas.

Debo apuntar, por si no lo he dicho antes, que el Palais Royal era uno de los lugares más curiosos y estrafalarios del París de entonces y también, sin duda, el más espectacular centro del placer y de la política en toda Europa. Fue el duque de Orléans, el mismo que, una vez iniciada la Revolución, firmaría la muerte de su primo Luis XVI y al que la historia recuerda con el muy revolucionario nombre de Philippe Égalité, quien abrió sus jardines y galerías al público. Y hay que decir que fue la combinación del talento empresarial del entonces duque con su pródiga, por no decir manirrota, forma de ser la que había logrado crear aquella hermosa fantasía.

Se trataba de una curiosa mezcla de espectaculares jardines con cafés, teatros y tiendas que se alternaban con antros de mucha más dudosa actividad. Una larga galería conocida como Camp des Tartares, por ejemplo, albergaba tanto a prostitutas como a ladronzuelos, y sin embargo era, a su vez, lugar de paseo reservado a grandes damas y elegantes caballeros. En realidad, dependiendo de a qué hora se visitara dicha galería, podía uno topar bien con un tipo de público, bien con otro. Lo más curioso de este lugar era la posibilidad de maravillarse ante una increíble galería de «monstruos» que allí se exhibían. Como el hombre–masa, un alemán de cerca de doscientos kilos que podía verse encerrado en una jaula, o la Belle Zulema, una momia que, según se contaba, tenía más de tres mil años. Por unos sous o céntimos podía el curioso visitante acercarse a comprobar cómo su maravilloso y desnudo cuerpo estaba en perfecto estado de conservación, tal como si acabara de exhalar su último suspiro. Yo sabía por Félix que la Belle, a pesar de su increíble aspecto, no era más que una figura de cera, pero el resto del público lo ignoraba y solía incluso derramar unas piadosas lágrimas ante tan serena belleza. Y es que este tipo de esculturas «casi vivas» hacía furor en el París de entonces. Por otro puñado de sous , el público podía admirar también la fiel réplica en cera de la familia real ricamente ataviada y tomando el té en Versalles; o la imagen de otros personajes muy conocidos de la sociedad de entonces, como nuestro amigo el marqués de La Fayette fumando una entonces muy extraña pipa traída de las Américas.

Recuerdo incluso un día en que allí mismo, en el Palais Royal, Félix me presentó a una amiga suya, una mujer extremadamente tímida, de nombre Marie, que más tarde pasaría a la posteridad como madame Tussaud. En aquellos años se la conocía por su nombre de soltera, Marie Grosholz, y trabajaba a las órdenes del señor Curtius, un médico que era dueño de aquellas figuras casi vivientes. A pesar de su timidez, Marie era ya entonces profesora de dibujo de madame Élisabeth, hermana del Rey, lo que, por cierto, al llegar la Revolución le traería serios, por no decir terribles, problemas: encarcelada por realista en los años noventa, se le encomendó la lúgubre tarea de hacer máscaras mortuorias de las cabezas–a menudo de sus amigos–recién cortadas por la guillotina. Afortunadamente, esta fúnebre maestría suya le permitiría años más tarde abrir un museo de cera en Londres con su nombre, que, según me dicen, se ha hecho muy famoso.

El Palais era también el lugar preferido de los oradores. Subidos a una silla, otros a una mesa, se dirigían a las masas hablando de política con voz vibrante y verbo escogido. Fue ahí donde tuve la ocasión de reparar en un joven de rostro pálido, ojos profundos y hermosos cabellos largos y sin empolvar. Según me contó Félix se llamaba Camille Desmoulins y había comenzado a labrarse un nombre entre los partidarios de las reformas. Su padre, que no contaba con muchos medios económicos, había hecho esfuerzos por enviarlo al Lycée Louis–le–Grand de París con la esperanza de que más tarde estudiara leyes, pero a él le atraía más el mundo de la palabra y de la oratoria. ¡Y qué bien hablaba! Recuerdo haberme quedado extasiada oyéndolo desgranar uno de sus discursos.

— ¡Escuchad, escuchad, desde París a Lyon, Ruán y Burdeos, Calais y Marsella! De un confín a otro del país un grito universal se oye: ¡todos quieren ser libres!

Eso dijo y, a continuación, demostrando que era una criatura impulsiva que obedecía a los mandatos de la naturaleza y no a los de la cultura, se volvió hacia las ramas de un castaño cercano y exclamó «¡Adelante!» al tiempo que arrancaba un puñado de hojas del árbol. «¡Hagámonos todos con ellas unas escarapelas del color de la esperanza!».

Me pareció tan apuesto en esa actitud y tan bellas eran sus palabras que sentí un delicioso estremecimiento que recorría mi cuerpo. Si así son los nuevos hommes politiques , yo también deseo vibrar con ellos, me dije, al tiempo que hacía votos para que algún día mi camino volviera a cruzarse con el de aquel joven.

***

En el Palais Royal se podían ver también diversas obras de teatro y espectáculos de todo tipo. Estos establecimientos eran, además, el lugar ideal para constatar el cambio vertiginoso de las modas. Y el más notable por aquellas fechas no concernía tanto a la moda femenina como a la masculina. Muy a mi pesar, porque yo era admiradora de una cierta riqueza o al menos de una cierta imaginación en el vestir, y los caballeros ahora se vestían… como cuervos. O al menos eso parecía.

— No lo entiendo, Blondinet–le dije ese día a Félix mientras paseábamos del brazo por el Palais. Era tan rubio y apuesto mi amigo que yo lo llamaba así, Blondinet-. Sí, tesoro–continué-. Para mí es un misterio que prefieras usar esas levitas negras y medias retintas antes que los trajes de raso bordado que llevabas hasta hace muy poco. No te voy a querer nada vestido de modo tan fúnebre, no te mereces ni un beso.

A Blondinet normalmente le encantaban esos tontos reproches infantiles míos hechos medio en broma medio en serio, pero esa vez ni se rió. Debía de tener la cabeza en otra parte, por lo que me vi obligada a insistir.

— Y tampoco estoy muy contenta con nuestras conversaciones. ¿Acaso creéis Lameth y tú que vengo a pasear por el Palais para que me habléis de política? ¿Qué pensáis, que pueden importarme esos cahiers de los que todo el mundo habla y que ni siquiera sé qué son?

Dije esto mientras miraba de reojo a mis amigos, y me di cuenta de que sus rostros no reflejaban ni la menor sombra de las sonrisas que normalmente solían alumbrarlos. Había, es cierto, una indudable excitación en ellos, pero ésta no parecía tener nada que ver con mi persona.

Mis admiradores más generosos, cuando hablan de mí, suelen atribuirme una inteligencia rápida y una visión bastante acertada de todo lo que se avecinaba en Francia. Yo agradezco sus halagos, pero debo desdecirlos. No creo tener la inteligencia tan aguda como la de otras mujeres notables de mi época. Desde luego, no poseo la de Germaine de Staël; ni siquiera la de madame Roland, futura alma de los girondinos, pero tengo en cambio eso que llaman instinto. Un sexto sentido animal, diría yo, para detectar, por ejemplo, cuándo cambian los vientos. Y sin duda eran muchos los vientos que estaban comenzando a rolar en aquella primavera de 1789. Por eso, esa tarde, mientras paseábamos por el Palais Royal, al ver la expresión de mis dos amigos decidí de pronto dejar a un lado las coqueterías banales que tan buenos resultados me habían dado hasta entonces con los hombres (y que tan buenos dividendos me iban a procurar también más tarde, dicho sea de paso) y cambié de estrategia. Si los tiempos requerían hablar de política, hablaría de política, ¿por qué no?

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