Adriana Trigiani - Valentine, Valentine

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Valentine, la segunda de las tres hermanas de una familia de origen italiano afincada en Nueva York, nunca ha sido considerada ni la más guapa, ni tampoco la más lista. Ella es, simplemente, lagraciosa. A sus treinta y tres años todos la presionan para que se case y funde una familia tradicional, pero Valentine se siente realizada con su vida, en la que la pasión que comparte con su fascinante abuela por la confección de zapatos de novia ocupa el primer lugar.

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Ya hemos llegado y, ahora, empieza el trabajo. Debemos comprar suministros para nuestros pedidos y encontrar materiales nuevos y singulares para elaborar los zapatos de mi diseño para los escaparates de Bergdorf. No será sencillo conquistar a Rhedd Lewis, pero tengo un objetivo en mente: mostrar a la compañía de zapatos Angelini como el rostro del futuro en el negocio de los zapatos artesanos. Esto quizá suene altivo, pero tenemos que buscar nuevas maneras de prosperar si queremos salvar la vieja compañía y reinventar nuestro negocio.

La abuela y yo pasamos la mayor parte del vuelo trabajando en los últimos detalles del diseño para el concurso. Hay un problema con el tacón que diseñé. La abuela dice que debe ser más sutil, mientras que yo creo que tiene que ser atrevido, arquitectónico. Entre su concepto y el mío de lo que es moderno hay medio siglo de distancia, pero está bien… La abuela me anima a usar la imaginación y aunque le gusta lo que dibujé, sabe que su experiencia también cuenta cuando se trata de elaborar el zapato soñado.

La abuela sale del coche y viene hacia mí. La brisa fría de abril nos inunda como el sol, de color yema de huevo, que empieza a sumergirse entre las colinas de la Toscana y, mientras avanza, empapa el cielo de oro y lanza su último cono de luz sobre Arezzo. Las casas del pueblo están construidas muy juntas, parecen un enorme castillo de piedra rodeado por campos de seda verde esmeralda. Las sinuosas calles adoquinadas del pueblo parecen delgadas cintas rosadas; por un momento me pregunto si el coche pasará por ellas.

Nos rodean las colinas de la Toscana, que están parceladas en granjas. Valles escalonados de tierra seca muestran hileras de olivos estilizados y parcelas cuadrangulares de girasoles brillantes. Parece una manta de patchwork, hecha de retales cosidos, explosiones de color separadas por costuras rectas. Suaves colores de primavera, azul tiza y amarillo harina de maíz, salpican las hojas verdes y florecientes mientras los tallos de la lavanda salvaje crecen al lado del camino y llenan el aire con el poderoso aroma de sus nuevos brotes.

– Este es -dice la abuela, y sonríe, con un suspiro que parece haber contenido desde que aterrizamos en Roma-. Mi lugar favorito en el mundo.

Ahora Arezzo me parece diferente. Vine a Italia durante mis años escolares, pero nos limitamos a hacer turismo. Hicimos un viaje de un día por Arezzo durante el cual saqué algunas fotografías para mi familia y de inmediato regresé al autobús. Quizás era demasiado joven para apreciarlo. En ese momento no me podía interesar menos la arquitectura o la historia familiar, pues tenía asuntos más importantes en la cabeza, como el fogoso equipo de rugby de Notre Dame, que se unió en Roma a nuestro grupo de viaje.

El lado Angelini de mi familia es originario de Arezzo. Sin embargo, no teníamos esta vista magnífica desde lo alto de la montaña, porque vivíamos valle abajo. Éramos campesinos, descendientes del antiguo sistema Mezzadri. El padrone, el señor, vivía en el pico más alto, donde podía vigilar, desde su palazzo, el cultivo de los olivos y los viñedos. Los campesinos cambiaban su trabajo por comida, le alquilaban la tierra al padrone e incluso los niños ayudaban a recoger la cosecha. Por el aspecto de este valle, puedo decir que no me habría importado ser una sierva y caminar por estos profundos campos verdes bajo del brillante cielo azul de la Toscana.

– Vamos -dice la abuela, subiendo de nuevo al coche de alquiler-. ¿Tienes hambre?

– Me muero de hambre.

Me deslizo detrás del volante. Conduzco un coche con palanca de cambio por primera vez desde hace doce años. El último coche con caja de cambios que conduje fue el Camaro 1978 de Bret Fitzpatrick.

– Al final de este viaje tendré bíceps de acero -digo.

Conduzco con cuidado dentro del pueblo. Como no hay aceras, la gente cruza las calles por donde les viene en gana. Arezzo es un refugio para los poetas. La arquitectura barroca, con sus detalles ornamentados, es el escenario perfecto para las reuniones de artistas. Esta noche los jóvenes escritores teclean en sus ordenadores portátiles sobre las escaleras de una plaza pública y en las mesas que hay debajo de los pórticos de un antiguo baño romano que ahora hospeda oficinas y pequeñas tiendas. Aquí hay un sentimiento de comunidad, de una comunidad de la que no me importaría formar parte.

La cuesta del hotel es muy pronunciada y me obliga a apretar el acelerador. Cuando alcanzo la curva del camino detrás de la plaza, la abuela me pide que pare. Señala la fachada de estuco color melocotón acentuada con vigas de madera oscura de una tienda pequeña.

– Ahí está la tienda de zapatos Angelini original -dice la abuela. El antiguo taller ahora es una pasticceria en la que se venden café y bollería-. También era la casa de la familia, vivían en la parte de arriba, como nosotras.

La segunda planta tiene puertas de cristal que desembocan en un balcón lleno de macetas de terracota con una inmensa cantidad de geranios rojos.

– No hay tomates, abuela.

Ella se ríe y me guía calle arriba para aparcar en el exterior del Spolti Inn, un laberíntico hotel construido con piedra sin labrar. Ayudo a la abuela a bajar del coche y a descargar nuestras maletas. Mis abuelos se quedaban en este hotel cada vez que venían a la Toscana en sus viajes de negocios.

El personal del hotel conoce a la abuela, igual que los vecinos. Me cuenta que algunos incluso recuerdan a sus tíos y tías abuelas. Muchos zapateros artesanos consiguen su cuero en Lucca, pero la abuela insiste en Arezzo, donde nuestra familia ha utilizado el mismo curtidor desde hace cien años.

Mientras subimos los escalones de piedra de la entrada del hotel, la abuela me suelta el brazo, mete el estómago y endereza la espalda. Se agarra de la barandilla. Con su cabello castaño, falda gitana, blusa blanca de algodón y sandalias, podría ser veinte años más joven. Sólo cuando sus rodillas le causan problemas se le nota la edad.

Pasamos por un pequeño corredor abierto, revestido con una mezcla ecléctica de macetas de mármol que rebosan edelweiss, margaritas y campánulas azules.

– ¡ Signora Angelini! -grita la mujer detrás del mostrador.

– ¡Signora Guarasci!

Las viejas amigas se saludan con un cálido abrazo. Echo un vistazo al vestíbulo. La recepción es una larga encimera de caoba. En la pared detrás de ella hay una caja acanalada de madera con compartimentos que guarda las llaves de las habitaciones. Podría ser el año 1900 si no fuera por el ordenador que está junto al libro de registro.

Hay un ancho sofá, forrado con damasco dorado y blanco, enmarcado por dos ornamentadas lámparas de pie y una otomana completamente forrada de felpilla dorada que sirve como mesa de café. La araña de luces es de hierro forjado blanco y sus bombillas están cubiertas por pantallas de lino color nata.

La signora Guarasci es una diminuta mujer de manos pequeñas y espesa cabellera blanca, que lleva una falda azul de algodón y encima un delantal blanco almidonado, mallas grises y zuecos negros de cuero, una versión estilizada de los zuecos de plástico que Roman utiliza en la cocina del Ca' d'Oro. La signora me abraza cuando la abuela nos presenta.

Mientras la abuela se pone al día con su vieja amiga, cojo nuestras maletas, subo las escaleras y encuentro nuestras habitaciones. Abro la puerta número tres, pongo mi maleta junto a la puerta y echo un vistazo a mi nuevo entorno. La espaciosa habitación de la esquina está pintada con girasoles amarillos y ribetes ocres. La cama de matrimonio es alta y suave, tiene seis cojines grandes de plumas y un ajustado cubrecama de cuadros blancos y negros. Hay un antiguo escritorio debajo de la ventana y una vieja mecedora gris cerca de la chimenea de mármol blanco. Parece que hayan estado aquí desde hace siglos. Abro la ventana y sopla una brisa fría que convierte las largas cortinas de muselina blanca en vestidos esféricos, hinchados como velas. Las paredes del armario abierto están revestidas de cedro, que da a la habitación aroma a madera verde.

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