Adriana Trigiani - Valentine, Valentine

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Valentine, la segunda de las tres hermanas de una familia de origen italiano afincada en Nueva York, nunca ha sido considerada ni la más guapa, ni tampoco la más lista. Ella es, simplemente, lagraciosa. A sus treinta y tres años todos la presionan para que se case y funde una familia tradicional, pero Valentine se siente realizada con su vida, en la que la pasión que comparte con su fascinante abuela por la confección de zapatos de novia ocupa el primer lugar.

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– Estoy haciendo novillos, así que puedo estar con mi chica -dice. Sube los escalones de dos en dos, empuñando una enorme bolsa de la compra. Tira la bolsa cuando llega hasta mí, me levanta en sus brazos y me besa-. ¿Te he sorprendido?

Le beso con ternura en la mejilla, en la nariz y luego en el cuello, esperando que cada beso repare los estúpidos pensamientos que tuve sobre nosotros esta mañana en la terraza. No soy buena mintiendo, así que confieso:

– Estoy sorprendida, ya me había dado por vencida.

Roman me mira preocupado y dice:

– ¿Te habías dado por vencida de qué?

– De verte antes de que la abuela volviera a casa.

– ¡Ah! -dice, y parece aliviado-. Bueno, estoy aquí y no me iré a ninguna parte -me besa de nuevo. Dejo que las palabras «no me iré a ninguna parte» jueguen en mi mente como una sencilla melodía. Roman coge la bolsa y me sigue al salón-. Te prepararé la cena.

– No tienes que hacerlo, he preparado lasaña.

– Me parece que no -dice, sacando de la bolsa una botella de vino-. Empezaremos con un Brunello, cosecha de 1994.

– Entonces ni siquiera tenía la edad legal para beber.

– Ya tenías edad suficiente.

Roman ríe mientras descorcha el vino y lo coloca en la encimera. Toma dos copas del estante y las llena. Me trae una. Brinda y bebemos, luego me besa. El exuberante vino en sus labios hace que los míos se estremezcan.

– ¿Te gusta? -me dice. Asiento con la cabeza-. Prepárate. Tengo un vino para cada plato.

– ¿Cada plato?

– Aja -dice riendo-. Tenemos dos.

Saco un taburete de debajo de la encimera y tomo asiento. Le observo mientras vacía la bolsa. Es como una de esas cajas del circo de las que piensas que ya ha salido el último cachorro cuando de pronto otro salta hacia fuera y se une a la fila. Roman coloca caja tras caja, bandeja tras bandeja, envase tras envase, hasta que la mayor parte de la encimera está llena de exquisiteces sin marca.

Roman abre los armarios, saca una sartén grande y una más pequeña. Con rapidez, pone mantequilla en una y echa unas gotas de aceite de oliva en la otra.

Mete las manos en la bolsa y me pasa una pequeña caja blanca.

– Esta es para ti.

La sacudo y digo:

– Deja que adivine, ¿una trufa?

– Te estoy aburriendo con mis platos con trufa. No, no es una seta.

– Vale -digo, mientras la abro. Una rama de coral, del color de una naranja sanguina, descansa sobre un cojincillo de algodón blanco. La saco de la caja y la deposito en mi mano. Los sólidos dedos de la joya cerosa conforman una figura curva adorable que yace en mi mano-. Coral.

– De Capri.

– ¿Has estado allí?

– Muchas veces -dice-. ¿Y tú?

– Nunca.

– Bueno, te llevaré por tu cumpleaños. Ya lo he planeado con la abuela. Cuando voléis a Italia el próximo mes, y hayáis acabado vuestro trabajo, al final de la estancia, nosotros dos iremos una semana a Capri. Nos quedaremos en la Quisisana. Un viejo amigo es el chef de un restaurante ahí. Comeremos, nadaremos y nos relajaremos. ¿Qué te parece?

– ¿Es en serio?

– Muy en serio -dice Roman. Se apoya en la encimera y me besa.

– Me encantaría ir a Capri contigo.

– Me estoy ocupando de todo. Sólo tú, yo y el océano, ese cielo y ese lugar. Será la primera vez que vaya enamorado.

– ¿Estás enamorado?

– ¿No lo sabías?

– Tenía la esperanza.

– Pues lo estoy -dice, abrazándome-, ¿y tú?

– Completamente.

– Hay un viejo truco que aprendí de los habitantes de Capri cuando estuve allí. Todo el mundo quiere ir a la gruta azul y los turistas las invaden. Así que idearon un anuncio que decía: «NON ENTRARE ALLA GROTTA». Cuando el cartel está expuesto, el guía de turistas dice a la gente de la barca bote que el oleaje es demasiado fuerte para entrar, pero de hecho, los locales ponen el cartel para alejar a los turistas mientras ellos están dentro nadando.

– Eso es una tomadura de pelo. ¿Qué ocurre si es la única vez que los pobres turistas pueden visitar Capri y se pierden la gruta azul?

– El guía rodea la gruta y vuelve más tarde, cuando ya no está el cartel, y entonces navegan dentro.

– ¿Cómo es la gruta?

– En todos los lugares que he vivido he intentado pintar una habitación con ese tono de azul y nunca lo he conseguido. El agua está tibia. Algún viejo rey la usó como un pasaje secreto para atravesar al otro lado de la isla. Muchas cosas decadentes pasaron ahí dentro. -Roman tira de mí-. Y habrá más esta primavera.

La cocina se llena con el olor de la mantequilla caliente. Roman se gira rápidamente y retira la sartén del fuego, añade ajo y hierbas, los sacude en la mantequilla y crea una mezcla suave.

– Muy bien -dice-, dejaré esto aquí. Primero tenemos caviar. Del mar del Norte.

Abre un envase que produce un chasquido y coloca sobre un plato una delgada pizzelle, que parece una bollo circular desinflado.

– ¿Recuerdas las galletas pizzelle de la infancia? Ésta es mi versión, en lugar de azúcar las hago con ralladura de limón y pimiento verde.

Abre la lata de caviar y vierte una cucharada en la pizzelle. Añade una pincelada de cr è me f ra î che encima del mar negro de cuentecillas y me lo da. Lo muerdo. La combinación del limón agrio en la pizzelle, el rico caviar y la ráfaga de la crema dulce se derrite en mi boca.

– No está mal, ¿eh?

– Divino.

Observo a Roman mientras deja caer los medallones de ternera en la sartén grande que tiene el aceite de oliva, y encima de la carne, la cebolla picada y los champiñones, remojándolos con chorlitos del vino tinto que bebemos. Añade lentamente nata a la sartén y la salsa adquiere un color entre marrón dorado y borgoña pálido.

– Pasé unos cuatro meses en Capri, en la cocina del Quisisana. Lo mejor que he hecho en mi vida. Tenían un horno exterior abierto, detrás de la cocina. Por la mañana encendíamos el fuego con madera de la playa y lo manteníamos vivo todo el día, asábamos despacio los tomates para la salsa, los vegetales de la guarnición, lo que quieras. Aprendí la importancia de tomarse el tiempo necesario para cocinar. Asaba los tomates hasta conseguir su esencia, con el calor la piel se convertía en tiras de seda mientras la pulpa se volvía rica y robusta. Ni siquiera tienes que hacer salsa con ellos, sólo los añades a la pasta, así son de dulces.

En la sartén pequeña, donde las hierbas se sofríen en la mantequilla, Roman vacía el envase del arroz con aceitunas, alcaparras, tomates y hierbas. Mientras el vapor brota del arroz y la ternera chisporrotea, él prepara la encimera para la cena.

Roman tiene unas manos hermosas (como suele suceder con la gente que trabaja con las manos), dedos largos que se mueven con gracia, diestros y parsimoniosos. Es fascinante observarle cortar y picar, el cuchillo marca un ritmo constante mientras destella contra la madera.

– Las noches en Capri son las mejores. Después de trabajar, bajábamos a la playa y nos encontrábamos con un mar tranquilo y tibio. Me ponía a flotar en el agua salada, miraba la luna y dejaba que las olas me cubrieran. Me sentía curado. Luego, encendíamos una gran hoguera y asábamos langostinos, que comíamos con vino elaborado en casa. Ésa es mi idea de felicidad -dice mirándome-. Estoy impaciente por llevarte.

Roman es muy organizado cuando trabaja, ordena la cocina conforme avanza, quizá su pulcritud venga de la necesidad, ya que trabaja en espacios pequeños. Nada se desperdicia cuando Roman cocina, respeta cada tallo, hoja y retoño de una hierba que utiliza, la examina antes de picarla o de mezclarla en una receta. La comida común se convierte en sus manos en elementos de deleite que crujen suavemente en la mantequilla, humean en la nata y chisporrotean en el aceite de oliva.

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