Roman abre un envase que está lleno de vegetales finamente picados: pepinos verdes y brillantes, tomates rojos, pimientos amarillos y trozos de queso parmesano fresco. Rocía los vegetales con un vinagre balsámico que sale de una botellita con un tapón dorado y dice:
– Esto es muy especial, tiene veinte años. ¡La última botella! Proviene de una granja de las afueras de Génova. Lo hace mi primo.
Roman llena dos tazones con la ensalada. Recuerdo haberle dicho cuánto amaba los vegetales crudos finamente pi-gados. El también lo recuerda y me los da. Abre una segunda botella, este vino es vulgar y vigoroso, un Dixon de Borgoña del 2006. Se gira hacia el fogón y voltea la carne, que produce una nube de vapor. De la sartén con el arroz emerge una neblinosa nube. Roman baja el fuego y sirve la mezcla de arroz caliente en los platos. Se pone el paño de cocina en el hombro y levanta la otra sartén. Coloca diestramente un magro trozo de ternera, primero encima de mi plato de arroz y, luego, sobre el suyo. Después, sirve la salsa de la sartén encima de la carne y el arroz.
– ¿No deberíamos sentarnos a la mesa? -le pregunto.
– No, esto es mejor -dice. Saca un taburete y se sienta frente a mí-. Cuando me pongo ahí, me siento como si estuviera en una reunión del consejo de directores.
Cojo mi cuchillo y corto la ternera, pero no lo necesito. Separo un trozo con el tenedor. La deliciosa salsa se combina con el sabor de la carne en una explosión de sabores acentuada por las uvas dulces, que tienen ahora un gusto a tierra, vigoroso. Mastico el sabroso bocado.
– Cásate conmigo -le digo a Roman.
– Y yo que pensaba que ibas a romper conmigo.
Pongo mi tenedor en el plato y le miro.
– ¿Por qué ibas a pensar tal disparate?
– Venga, Valentine, soy el peor de todos. Realmente he echado a perder las dos últimas semanas. Teodora se había ido y yo había planeado venir cada noche y pasar mucho tiempo contigo.
– No pasa nada -tartamudeo. Es como si la gaviota hubiera entregado a Roman el mensaje de la epifanía que tuve esta mañana. El en verdad puede leer mis pensamientos.
– Sí pasa. Quería estar contigo, pero las cosas se pusieron feas en el restaurante y lo estropeé. Es lo que hay. Pero me siento muy mal por eso. Y quería hacerte algo especial.
– Odio que pasemos tanto tiempo disculpándonos por trabajar duro. Así son las cosas. Los dos estamos tratando de construir algo.
Me encanta notar cómo esta mañana estaba dispuesta a matarle y ahora lo estoy disculpando. Esto seguramente entra en la categoría «cómo ser adorable», ¿o no?
– No sé qué más hacer. No sé cómo manejar un restaurante y no tener que estar allí las veinticuatro horas del día. No lo creo posible. Bueno, en el futuro, cuando esté establecido, haya pagado a los inversores y encuentre el chef ideal para reemplazarme en la cocina, entonces esto será una discusión distinta.
Me divierte que Roman emplee la palabra «discusión», pues no estamos teniendo ninguna. Intento ser comprensiva cuando le digo:
– Supongo que no sé dónde encajo en tu vida ahora y no te quiero pedir que me pongas primero, porque eso tampoco sería justo.
Roman cruza los brazos sobre la encimera y se apoya.
– ¿Qué quieres que te diga?
– ¿Adonde crees que va esto? -Ahí está, se lo he soltado, pero en el momento en que sale de mi boca deseo no haberlo dicho y ahora es demasiado tarde. Lo último que quería es que nuestra última noche juntos terminara con una de esas conversaciones.
– Tomo en serio lo nuestro -dice-. No tengo una opinión muy buena de mí mismo como marido, porque ya lo he intentado y fracasé, pero eso no significa que no quiera volver a intentarlo.
– ¿Qué piensas de mi trabajo?
– Me asombra, eres una artista.
– Tú también. -Bebo mi vino-. También eres el chico de la «caja de emergencia.»-¿Qué es eso?
– Al primer indicio de que esto empezaba a hundirse, rompiste el cristal, tiraste de la palanca de freno y salvaste el día con todo esto. Que vinieras esta noche y cocinaras para mí, que me llevaras a Capri sin salir de casa, que me besaras con un estupendo vino en los labios, que me dijeras que estás enamorado de mí. Eso fue la crème fraîche en el caviar.
– Quiero todo esto.
– Roman, te has enamorado de mí.
– No derrocharía caviar del mar Negro en una aventura.
– ¿Qué le darías a la aventura?
– Patatas fritas.
Me río y digo:
– ¿Así lo puedo saber? -Repaso la servilleta en mi regazo- ¿Mediante la prueba del caviar?
– Hay otras maneras.
Roman rodea la encimera y viene a mi lado. Si soy sincera, no quiero que esta cena se acabe, pero a veces una mujer tiene que elegir entre la comida y el sexo, y sólo las idiotas eligen la comida. Puedo recalentar el bistec más tarde, pero hacerle saber a Roman que estoy enamorada de él es un momento que no volverá. Bueno, quizá sí, pero sería diferente. Así que empujo el plato mientras me levanta del taburete. El deseo definitivamente es como un producto perecedero: retrasas el amor o su expresión y muere. Lo das por sentado y se va, como la nieve de la mañana en la terraza durante los idus de marzo.
Roman me carga escaleras arriba, marcando cada paso con un beso. Mis pies chocan contra la pared del corredor como las asas de una vieja maleta cuando él me lleva a mi habitación. Mientras hacemos el amor, todas las dudas que tengo, todas las preguntas que hay en mi mente sobre nosotros -quiénes somos, adonde vamos y en qué nos convertiremos- desaparecen, como la luna menguante detrás de las nubes bajas de la primavera.
Me he enamorado más profundamente de este hombre el día que planeaba decirle adiós. Quizá necesite mi soledad, pero también quiero estar con él. Quizá no veo esto con la misma claridad cuando él no está, pero es de lo que estoy más segura cuando estamos juntos.
– Te amo, querida -dice.
– Me dice mucho eso, ¿sabes?
– ¿De veras? -me pregunta mientras me besa el cuello.
– «Te amo, querida» es, de hecho, una frase muy típica de las tarjetas de felicitación.
– Si me enviaras una, ¿qué pondría? -me pregunta.
– Roman, yo también te amo.
Y ahí están, las palabras que temía decir y que tienen significado, porque con ellas viene la responsabilidad de poseerlas, de moverse juntos hacia delante y de decidir en verdad quiénes somos el uno para el otro. Ahora ya no somos sólo unos amantes que descubren lo que les gusta y comparten lo que saben. En esta declaración mutua, cada uno es responsable del otro. Nos amamos y ahora nuestra relación tiene que desarrollarse lenta y hermosamente para soportar toda la alegría y la miseria que vendrán después.
Él toca con la punta de su nariz la punta de la mía, y casi siento que al mirarme tan profundamente a los ojos ve el resto de mi vida que surge como una serie de diapositivas dentro de un carrusel. Me pregunto qué busca, qué mira, luego dice:
– Nuestros hijos serán muy dichosos, ¿sabes?
– Siempre tendrán buena comida y buenos zapatos.
– Tendrán ojos marrones.
– Y serán altos -digo.
– Y serán graciosos. Tendremos una casa llena de risa -dice antes de besarme.
– Ése es mi sueño -digo yo.
Nos enmarañamos con el edredón y los cojines, que vuelan alrededor de la cama como puertas que se abren y se cierran, y cuando nos acomodamos para hacer el amor, empezamos a hacer planes. Ya no me pregunto adonde va esto, ahora lo sé.
Aparco el coche de alquiler en el arcén del camino que lleva a la cima de la colina, en Arezzo. Después del ajetreo en el aeropuerto de Roma con los impuestos y las maletas y de buscar las direcciones en el mapa de Italia, estoy feliz de poner los pies en suelo toscano.
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