El inspector sentía que sus pulmones estaban a punto de estallar, y tomó bocanadas del aire enrarecido de la mañana. Notaba que el corazón le golpeaba con fuerza en el pecho. Divisó su coche ante sí, una figura desdibujada en la penumbra, y aceleró, sólo para tropezar con una piedra suelta que lo precipitó de bruces sobre la tierra.
– ¡Hostia puta!
Martin atronó el aire con una retahíla de obscenidades. Se puso de pie, con el sabor de la tierra arenosa en la boca. Una punzada le traspasó el tobillo; se lo había torcido y empezaba a inflamarse debido a la caída. Tenía el pantalón desgarrado y notó que la sangre le resbalaba por la pierna desde una desolladura larga y ardorosa en la rodilla. Hizo caso omiso del dolor y continuó la marcha. Sin molestarse siquiera en sacudirse el polvo, salió disparado hacia delante, intentando no perder ni un segundo más.
– ¡Maldita sea! -exclamó mientras metía con brusquedad las llaves en el contacto.
– ¿Qué prisa tiene, inspector? -preguntó una voz susurrante justo detrás de su oreja derecha.
Robert Martin profirió un grito, casi un alarido, no una palabra, sino un sonido ininteligible que expresaba un miedo súbito y absoluto. El cuerpo se le tensó, como una amarra que sujeta un barco a un muelle cuando el viento y un oleaje repentino empujan el casco No veía las facciones de la persona que había aparecido a su espalda, pero, aun presa del pánico que lo asaltó en ese momento, supo de quién se trataba, de modo que dejó caer las llaves del coche con la intención de coger su automática.
Su mano se encontraba a medio camino de la funda cuando la voz del hombre sonó de nuevo.
– Toque esa arma y será hombre muerto.
Su tono frío y despreocupado hizo que la mano del inspector quedase paralizada en el aire, delante de él. Entonces reparó en la navaja que tenía contra el cuello.
El hombre habló de nuevo, como para responder a una pregunta que no se había formulado.
– Es una cuchilla de afeitar de las de antes con un mango auténtico de marfil tallado, inspector, que compré a un precio considerable hace no mucho en una tienda de antigüedades, aunque dudo que el anticuario tuviera la menor idea del uso que yo pensaba hacer de ella. Es un arma excepcional, ¿sabe? Pequeña, cómoda de empuñar. Y afilada. Ah, muy afilada. Le seccionaría la yugular con un simple movimiento de la muñeca. Dicen que es una forma desagradable de morir. Es el tipo de arma que ofrece posibilidades interesantes. Y posee cierta sofisticación que ha sobrevivido al paso de los siglos. Algo que no ha podido mejorarse en décadas. No tiene nada de moderno, salvo el tajo que le abrirá a usted en la garganta. Así pues, debe preguntarse «¿Es así como quiero morir, ahora mismo, justo en este instante, habiendo llegado tan lejos en mi investigación, sin despejar ninguna de mis incógnitas?» -El hombre hizo una pausa-. ¿Y bien? ¿Es así, inspector?
De pronto, Robert Martin tenía los labios secos y fruncidos.
– No -respondió con voz entrecortada.
– Bien -dijo el hombre-. Y ahora, no se mueva, mientras le quito el arma.
Martin notó que la mano libre del hombre serpenteaba en torno a él, alargándose hacia la automática. La navaja permaneció inmóvil, fría y apretada contra su cuello. El hombre forcejeó por un segundo, luego sacó la pistola de la funda de Martin. El inspector posó la mirada en el retrovisor, intentando vislumbrar al hombre que tenía detrás, pero el espejo estaba torcido, en una posición que no era la habitual. Martin trató de hacerse una idea de la talla del hombre que estaba a su espalda, pero no veía nada. Sólo estaba la voz, serena, impasible, sosegada, que penetraba la penumbra del amanecer.
– ¿Quién es usted? -preguntó Martin.
El hombre rio brevemente.
– Esto es como el viejo juego infantil de las veinte preguntas. ¿Es animal, vegetal o mineral? ¿Es más grande que una panera? ¿Más pequeño que una furgoneta? Inspector, debería hacer preguntas cuya respuesta no conozca de antemano. Sea como fuere, soy el hombre a quien usted lleva todos estos meses buscando. Y ahora me ha encontrado, aunque me parece que no exactamente como había previsto.
Martin intentó relajarse. Estaba desesperado por verle el rostro al hombre que tenía detrás, pero incluso el más leve cambio de postura ocasionaba que la navaja le apretase más la garganta. Dejó caer las manos sobre el regazo, pero la distancia entre sus dedos y el revólver de refuerzo que llevaba en una pistolera en torno al tobillo se le antojaba maratoniana, inalcanzable e infranqueable.
– ¿Cómo sabía que yo estaba aquí? -espetó Martin.
– ¿Cree que se puede llegar tan lejos como yo siendo un tonto, inspector? -La voz respondió a la pregunta con otra pregunta.
– No -contestó Martin.
– De acuerdo. ¿Cómo sabía que estaba usted aquí? Hay dos respuestas. La primera es sencilla: porque yo no estaba lejos cuando usted recibió a mi hija y mi esposa en el aeropuerto, y les seguí en su tranquilo paseo por nuestra hermosa ciudad, y sabía que en realidad no dejaría usted que se quedasen solas esperándome. Sabiendo esto, ¿no tenía más sentido anticiparme a sus movimientos y no a los de ellas? Claro que nunca imaginé que tendría tanta suerte. No sospechaba que usted acudiría por su propio pie al tipo de lugar que yo habría elegido para nuestro encuentro, de haber tenido opción. Un estupendo paraje desierto, silencioso, olvidado. Ha sido toda una suerte para mí. Aunque, por otro lado, ¿no es la suerte una consecuencia habitual de una buena planificación? Yo creo que sí. En fin, inspector, ésa es una respuesta a su pregunta. La respuesta más compleja, por supuesto, es ligeramente más profunda. Y esa respuesta es que me he pasado toda mi vida como adulto tendiendo trampas para que la gente caiga en ellas inadvertidamente. ¿Pensaba usted que no reconocería una trampa tendida para mí de forma tan tentadora?
La cuchilla dio una sacudida contra la garganta de Martin.
– Sí -tosió éste.
– Pues se ha demostrado que se equivocaba, inspector.
Martin soltó un gruñido. Se removió de nuevo en su asiento.
– Le gustaría verme la cara, ¿verdad?
Los hombros de Martin permanecían rígidos.
– ¿Ha soñado usted con nuestro primer y único encuentro, hace tantos años? ¿Ha intentado imaginar cómo he cambiado desde aquella charla que mantuvimos entonces?
– Sí.
– No se dé la vuelta, inspector. Piense en sí mismo. Usted era más esbelto, más joven y atlético. ¿Por qué no habría de presentar los mismos signos de la edad? Menos pelo, tal vez. Más papada. Más barriga. Estos cambios serían previsibles, ¿no?
– Sí.
– ¿Y buscó fotografías antiguas en el lugar donde yo trabajaba, o tal vez en viejos carnets de conducir, para procesarlos digitalmente? ¿No le pasó por la cabeza que tal vez una máquina podría ayudarle a averiguar mi aspecto actual?
– No había fotografías. Al menos, no pude encontrar ninguna.
– Vaya, que lastima. Aun así, siente curiosidad por otros motivos, ¿no es cierto? Cree que me he operado, ¿verdad?
– Sí.
– Y tiene toda la razón respecto a eso. Naturalmente, aún he de pasar la prueba de fuego. Hay personas que deberían reconocerme. Deberían reconocerme tan pronto como me vean, en el momento en que me huelan, en el instante en que me oigan. Pero ¿me reconocerán? ¿Serán capaces de ver más allá de los años que han pasado y de las mejores atenciones quirúrgicas? ¿Detectarán las alteraciones en la barbilla, los pómulos, la nariz, lo que sea? ¿Qué continúa igual? ¿Qué es distinto? ¿Serán capaces de ver lo que ha cambiado en vez de lo que sigue inalterado? Ah, he aquí una pregunta interesante. Y es una partida que aún está por jugarse.
Читать дальше