A Martin le costaba respirar. Tenía la garganta seca, los músculos tensos y un temblor en las manos. La sensación de la navaja contra el cuello era como estar atado por una cuerda irrompible e invisible. La voz del asesino era cadenciosa y suave; sus palabras denotaban que era una persona culta, pero, lo que era mucho peor, su tono delataba al asesino que había en su interior y lo envolvía, opresivo, como un calor implacable en un día de verano. Martin sabía que la delicadeza, la fluidez de las frases del asesino eran algo que ya había empleado antes, para reconfortar en voz queda a alguna víctima al borde del terror. La tranquila certeza de su lenguaje resultaba desconcertante; no casaba con la violencia subsiguiente y evocaba algo distinto, algo mucho menos terrible que lo que iba a ocurrir en realidad. Como las lágrimas del cocodrilo, la serenidad del asesino era una máscara que encubría lo que estaba destinado a suceder después. Martin luchaba con todas sus fuerzas contra el miedo; pensó que él mismo era un hombre de acción, un hombre que sabía recurrir a la violencia. En su fuero interno, insistió en que era un digno rival del hombre cuya navaja le hacía cosquillas en el cuello. Era el terreno que él dominaba y con el que se sentía cómodo. Se recordó a sí mismo lo peligroso que era. «Eres tan homicida como él.» Se prometió no morir sin plantar batalla.
«Te dará una oportunidad. No la dejes escapar.»
Martin se armó de valor, esperando.
Sin embargo, adivinar cuál sería su siguiente paso y cuándo lo daría parecía imposible.
– ¿Tiene miedo de morir, inspector? -preguntó el hombre.
– No -respondió Martin.
– ¿De veras? Yo tampoco. Es de lo más curioso. Algo raro, ¿no cree? Un hombre tan familiarizado con la muerte como yo sigue teniendo preguntas. Es extraño, ¿no le parece? Todo el mundo combate el proceso de envejecimiento a su manera, inspector. Algunos solicitan los servicios de los cirujanos. Yo los veía cuando iba a operarme. Claro que mis motivos eran distintos. Otros invierten en viajes a balnearios caros para darse baños de lodo y masajes dolorosos. Algunos hacen ejercicio, siguen algún régimen o se ponen a dieta de anémonas marinas y posos de café o alguna tontería por el estilo. Algunos se dejan crecer el pelo hasta los hombros y se compran una motocicleta. Detestamos lo que nos pasa y la inevitabilidad de todo, ¿verdad?
– Sí -contestó Martin.
– ¿Sabe cómo me las arreglo para mantenerme joven, inspector?
– No.
– Matando.
Su tono era frío, pero animado. Duro, pero seductor.
El hombre se quedó callado, como meditando sobre sus palabras. Luego añadió:
– El ansia ha remitido, tal vez, con el paso de los años, pero las habilidades han aumentado. La necesidad es menor, pero la tarea resulta más fácil. -Vaciló de nuevo antes de decir-: El mundo es un sitio curioso, inspector. Está lleno de rarezas y contradicciones de toda clase.
Martin deslizó la mano de su regazo hacia la cintura, acercándola unos centímetros al arma que tenía justo encima del pie derecho. Recordaba la forma de la pistolera. El revólver estaba sujeto por una sola correa. Había un broche que a veces se atascaba cuando no se había tomado la molestia de engrasarlo. Tendría que abrirlo antes de empuñar la culata. Se preguntó si el seguro estaba puesto, y en ese momento fue incapaz de recordarlo. Achicó los ojos por un instante, esforzándose por hacer memoria, pero este detalle importante escapaba a su conciencia, y se maldijo para sus adentros por ello. La navaja continuaba apretada contra su cuello, y Martin comprendió que, a menos que la posición de ésta cambiara, cuando él se inclinara hacia delante para alcanzar el revólver supletorio, con toda probabilidad se degollaría a sí mismo.
– Le gustaría matarme, ¿no es así, inspector?
Martin guardó silencio e hizo un leve encogimiento de hombros antes de responder.
– Por supuesto.
El asesino se rio.
– En eso consistía todo el plan, ¿no, inspector? Jeffrey debía encontrarme, pero tendría sentimientos encontrados. Vacilaría. Lo asaltarían dudas, porque, al fin y al cabo, soy su padre. De modo que no reaccionaría, al menos de inmediato. No lo haría sino en el momento crucial. Pero usted estaría allí para intervenir en ese preciso instante y acabaría conmigo sin pensárselo, sin titubear y sin el menor remordimiento… -Titubeó y agregó-: No había ninguna detención prevista, ¿verdad? Nada de cargos, abogados ni juicios, ¿no? Y, sobre todo, nada de publicidad. Usted simplemente extirparía el problema de este estado de modo instantáneo y eficaz, ¿estoy en lo cierto?
Robert Martin no quería responder. Se lamió los labios, pero fue como si la fría presión de las palabras del asesino hubiese absorbido toda la humedad de su interior.
La navaja dio otra sacudida bajo su barbilla, y él notó una leve punzada.
– ¿Estoy en lo cierto? -repitió el asesino.
– Sí -contestó Martin con un hilillo de voz. Se impuso otro momento de silencio antes de que el asesino continuase.
– Era una respuesta previsible. Pero dígame una cosa. Usted ha hablado con él. Supongo que ha llegado a conocerlo un poco. ¿Cree usted que Jeffrey estaría dispuesto a matarme también?
– No lo sé. No tenía la menor intención de dejar esa decisión en sus manos.
El hombre de la navaja reflexionó sobre ello.
– Ha sido una respuesta sincera, inspector. Se lo agradezco. Estaba previsto desde el principio que usted fuese el asesino en esta historia, ¿verdad? El papel de Jeffrey debía ser limitado. Clave pero limitado. ¿Me equivoco?
A Martin le pareció que mentir sería un error.
– Es evidente que no se equivoca.
– Usted no es un policía en realidad, ¿no, inspector? Es decir, quizá lo fue alguna vez, pero ya no. Ahora no es más que un matón a sueldo del estado. Alguien que se dedica a recoger los estropicios, ¿verdad? Una especie de servicio de limpieza especializado.
El agente Martin se quedó callado.
– Me he leído su expediente, inspector.
– Entonces no tiene por qué hacerme todas estas preguntas.
La voz soltó una única y áspera carcajada.
– Me ha pillado -dijo. Aguardó un instante antes de continuar-. Pero mi mujer y mi hija, ¿cómo encajan ellas en esta ecuación? Su marcha de Florida me cogió por sorpresa. Era allí donde iba a organizar mi reencuentro con ellas.
– Eso fue idea de su hijo. No estoy muy seguro de qué quiere que hagan.
– ¿Tiene idea de cuánto las he echado de menos en los últimos años, de lo mucho que he deseado que volvamos a estar juntos? Incluso en la vejez, un tipo malvado como yo necesita el consuelo de su familia.
Martin sacudió la cabeza levemente.
– No me venga con gilipolleces sentimentales. No me lo creo. El asesino se rio de nuevo.
– Vaya, inspector, al menos no es usted tonto. Bueno, un poco tonto sí, pues de lo contrario no habría venido sin fijarse en que un coche le seguía. Y desde luego ha sido lo bastante tonto para no cerrar con llave las puertas de su coche. ¿Por qué no lo ha hecho, inspector?
– Nunca lo hago. Aquí no. Este mundo es seguro.
– Ya no lo es, ¿o sí?
Martin no respondió, y de pronto la navaja le presionó la garganta con un poco más de fuerza. Él notó que una gota de sangre le resbalaba por el cuello hasta mancharle el cuello de la camisa.
– No lo entiende, ¿verdad, inspector? Nunca lo ha entendido.
– ¿Entender qué?
– Matar es una cosa. Mucha gente lo hace. Es una constante en la vida actual. Incluso el hecho de matar con total impunidad, libertad y regularidad. No es difícil cometer un asesinato sin sufrir las consecuencias. Ni siquiera es algo que llame mucho la atención, ¿no es cierto?
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