John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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Martin tardó casi quince minutos en recorrer el trecho entre traspiés y resbalones, pero su recompensa quedó patente cuando llegó al final del angosto sendero. Se hallaba al borde de un risco de tamaño considerable con vista a la piscina comunitaria y las canchas de tenis. Desde donde estaba, abarcaba toda la hilera de casas adosadas. Y, lo que era más importante, dominaba con toda claridad la última vivienda de la fila. Gracias a la altura del peñasco, alcanzaba a ver incluso una parte del patio trasero.

Se apoyó en el borde de una roca grande y plana y se llevó los prismáticos de visión nocturna a los ojos. Barrió la zona rápidamente para detectar cualquier movimiento que se produjese en la calle, más abajo, pero no percibió nada. Bajó los anteojos, abrió el termo y se sirvió una taza de café. El líquido se fundió con la noche; era como si tomase unos sorbos de aire, de no ser porque le quemaba la garganta. Hacía fresco, y ahuecó las manos en torno al termo para calentárselas.

Entre un trago y otro, tarareaba. Primero melodías de espectáculos de Broadway que nunca había visto. Después, conforme pasaban los minutos, sonidos anónimos que fluían formando frases musicales de origen indeterminado que se desvanecían en la negrura que lo rodeaba, sin llegar nunca a mitigar la soledad de su espera.

El frío y lo intempestivo de la hora conspiraron para desconcentrarlo, pero logró vencer la distracción. La noche parecía hacer ruidos; un susurro entre las hierbas y la maleza, el movimiento repentino de unas piedras. De cuando en cuando volvía la cabeza hacia atrás y escudriñaba con los prismáticos la zona que tenía justo a la espalda. Avistó un mapache y luego una zarigüeya, animales nocturnos que aprovechaban los últimos minutos que quedaban hasta el amanecer.

Martin exhaló despacio, se llevó la mano bajo la chaqueta y palpó la presencia reconfortante de la pistola semiautomática que llevaba en una sobaquera. Maldijo una o dos veces en alto, dejando que las palabrotas estallasen como la llama de una cerilla en la oscuridad que lo rodeaba. Despotricó contra el tiempo, la soledad y la sensación de inestabilidad que le producía estar encaramado en un risco como un ave de presa. Se sentía incómodo y ligeramente nervioso. No le gustaban las zonas rurales del estado. En las zonas urbanas no había esa oscuridad que lo aterraba. Pero se había alejado apenas unos cien metros de terrenos edificados, internándose en un espacio más primitivo, y esto le hacía darse la vuelta bruscamente cada vez que oía el más leve chasquido o rumor.

El agente Martin miró hacia el este.

– Venga, joder, la mañana. Ya sería hora.

No era tan optimista como para suponer que su presa se presentaría la primera noche. Eso sería una suerte excesiva, se dijo. Sin embargo, confiaba en no tener que esperar mucho a que apareciera el padre de Jeffrey. Martin había estudiado todos los otros casos, buscando coincidencias temporales que lo llevasen a elegir un momento sobre otro, pero no había sacado nada en limpio. Los secuestros se habían producido tanto de día como de noche, tanto temprano como tarde. Las condiciones meteorológicas iban desde calurosas y húmedas hasta frías y lluviosas. Aunque sabía que había pautas en esos crímenes, esas pautas residían en las muertes, no en el rapto de las víctimas, de modo que no encontró nada que lo orientase. No podía basarse más que en su propio criterio. Planeaba volver al peñasco la noche siguiente, desde la medianoche hasta el alba.

Desde luego, no tenía la menor intención de informar a Jeffrey sobre dónde iba a estar.

El inspector se encogió e hizo el propósito de traer consigo una chaqueta que abrigase más y un saco de dormir la noche siguiente. Y más comida. Y algo menos pegajoso que el bollo, que le había dejado los dedos pringados de una jalea desagradable que lamía como un animal. Se secó las manos con un fajo de pañuelos de papel y los tiró a un lado. Cambió de posición, incómodo, pues la roca dura contra la que estaba recostado se le clavaba en el trasero.

Consultó su reloj y advirtió que eran casi las cinco y media. El coche que habían pedido debía de llegar a las seis menos diez. El vuelo de Susan Clayton salía a las siete y media. Tal como esperaba, vio una luz del pasillo encenderse en la casa adosada.

Casi al mismo tiempo, vislumbró los tenues rayos del amanecer que despuntaban sobre la colina. Extendió la mano ante su cara y, por primera vez, pudo entrever las cicatrices que tenía al dorso. Dejó los prismáticos de visión nocturna y cogió los normales. Miró a través de ellos y soltó una imprecación ante el mundo gris y poco definido que le mostraron. Se percató de que se hallaba atrapado en ese momento escurridizo que precede a la salida del sol y en el que ni los anteojos de visión nocturna ni los normales resultaban del todo adecuados.

Era un momento indeciso, y no le gustaba.

Las primeras luces y el coche llegaron casi a la vez, mientras él aguzaba la vista para observar.

Vio a Susan Clayton, que llevaba sólo una bolsa pequeña y se pasaba la mano por el pelo todavía húmedo, salir de la casa adosada justo cuando el coche se acercaba por la calle. Al mirar su reloj comprobó que el coche llegaba cinco minutos antes de lo acordado. Ella aguardó en la acera mientras el vehículo se aproximaba despacio.

Robert Martin dio un respingo y se incorporó de golpe.

Soltó el aire con brusquedad, con todo el cuerpo repentinamente tenso.

– ¡No! -exclamó, casi gritando. Luego susurró con una certeza súbita y aterradora-. Es él.

Estaba demasiado lejos para prevenirla a voces, y tampoco estaba seguro de que lo haría si pudiera. Intentó poner en orden sus pensamientos e impuso una frialdad de hierro a sus actos, haciendo acopio de fuerzas. No esperaba que se le presentara la oportunidad tan rápidamente, pero al parecer había llegado el momento, y al pensar en ello ahora, le parecía obvio. Un pedido a un servicio de coches por ordenador. Era la suplantación más sencilla imaginable. Ella subiría al primer coche que apareciera, sin prestar atención, sin pensar en lo que hacía.

Y, sobre todo, sin fijarse en el conductor.

Vio que el coche reducía la velocidad y se detenía. Susan Clayton se acercó a la puerta justo cuando el conductor sacaba parte del cuerpo de detrás del volante. Martin mantuvo los prismáticos enfocados en el hombre, que llevaba encasquetada una gorra de béisbol que le daba sombra en la cara. Martin soltó otro taco, maldiciendo la densidad gris del aire que lo rodeaba y hacía que lo viese todo borroso. Se apartó los anteojos de la cara, se frotó los ojos con fuerza por unos instantes y luego reanudó su observación. El hombre parecía de espaldas anchas, fuerte y, lo que era más significativo, tenía lo que al inspector le parecieron unos mechones de cabello cano que le sobresalían por debajo de la gorra. El conductor se quedó a un costado del coche, como inseguro respecto a si Susan Clayton necesitaba ayuda con su maleta o si él debía rodear el automóvil para abrirle la portezuela. A ella no le hizo falta ninguna de las dos cosas. A continuación, el conductor se agachó para subir de nuevo al vehículo, pero, antes de que se perdiera de vista tras el volante, Martin pudo atisbarlo durante una fracción de segundo; lo suficiente, pensó. La edad justa, la estatura justa y el momento justo. Era justo la persona.

Martin echó una última ojeada para comprobar el color y la marca del coche. Lo vio girar en redondo en la zona de aparcamiento, y tomó nota del número de matrícula.

Luego, cuando el automóvil enfiló la calle sin salida, para alejarse despacio por donde había venido, Martin dio media vuelta y arrancó a correr hacia su coche.

El inspector atravesó a toda prisa los arbustos y la maleza como un jugador de fútbol americano con el balón. Saltó por encima de una roca y avanzó trabajosamente sobre trozos sueltos de pizarra, luchando contra todo cuanto se interponía en su camino. Le daba igual el estrépito que hacía, así como los animales pequeños que se espantaban y salían huyendo mientras él seguía adelante a toda velocidad. Ya estaba visualizando el recorrido del coche que había recogido a Susan, intentando prever en qué dirección viraría el conductor y cuándo llegaría el momento en que se desviaría por sorpresa de la ruta hacia el aeropuerto. «Le dirá que se trata de un atajo, y ella no sabrá lo suficiente para percatarse de la verdad.» Martin, resollando por el esfuerzo de su carrera, sabía que debía darles alcance antes de que el asesino tomase ese desvío. Tenía que estar allí, pisándole los talones, justo en el instante en que el padre de Jeffrey virase hacia la muerte.

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