John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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– ¿Qué quiere de mí? -preguntó. Acercó todo lo posible la mano a su pierna y el revólver supletorio. Alzó la rodilla ligeramente, intentando reducir la distancia entre la mano y el arma. Pensaba alzar a la vez la izquierda para agarrar la navaja. Suponía que se haría un corte, pero si se movía de forma lo bastante repentina y veloz, podría evitar que la herida fuese mortal. Abrió los dedos y tensó los músculos, preparándose para entrar en acción.

– ¿Que qué quiero de usted, inspector? Quiero que transmita un mensaje.

Martin vaciló.

– ¿Qué?

– Quiero que le lleve un mensaje a mi hijo. Y a mi hija. Y a mi ex esposa. ¿Cree que será capaz, inspector?

Martin no cabía en sí de asombro. Fue como si le quitaran un gran peso de encima. «¡No va a matarme!»

– Quiere que les transmita un mensaje…

– Es usted el único a quien puedo confiarle esta tarea, inspector. ¿Será usted capaz?

– ¿De llevarles un mensaje? Por supuesto.

– Bien. Excelente. Levante la mano izquierda, inspector. Martin obedeció. El asesino le tendió un sobre grande, blanco, tamaño carta.

– Cójalo. Agárrelo con fuerza.

Martin volvió a hacer lo que le pedían. Asió el sobre con la mano y aguardó más instrucciones. Transcurrió un par de segundos, y, a su espalda, en el asiento trasero, sonó el chasquido tan familiar de una bala al introducirse en la recámara de su semiautomática.

– ¿Es éste el mensaje que quiere que les lleve? -preguntó.

– Es una parte -contestó el asesino-. Hay un segundo elemento.

18 La excursión matinal

A Diana la habían despertado los leves ruidos que había hecho su hija antes del alba tras levantarse: el chorro de la ducha, un golpecito de la puerta de la alacena, la puerta de la calle cerrándose con autoridad. Durante unos segundos había contemplado la posibilidad de levantarse también para despedirse de Susan, pero la somnolencia le resultaba demasiado seductora, así que había suspirado, se había dado la vuelta para tenderse de costado y se había dormido durante varias horas más. Tuvo sueños felices de su infancia.

La mujer mayor se había instalado en el dormitorio principal de la casa adosada. Después de sacar los pies de la cama, mover los dedos de los pies y desperezarse, se echó una manta sobre los hombros y salió al pequeño balcón caminando con los pies descalzos. Permaneció allí un rato, simplemente respirando el aire de la mañana. Era de un frescor casi cortante, le daba la sensación de estar inspirando el filo de una navaja. El aire estaba en calma, pero el frío penetró en su fino camisón y le puso la carne de gallina. El sol de principios de invierno bañaba el paisaje que se extendía ante ella de una claridad y una nitidez que ella nunca había visto en el húmedo mundo del sur de Florida. Le llegaban los aromas de las montañas lejanas, y alzó los ojos hacia los grandes y blancos cúmulos en lo alto, recortados contra el cielo azul, impulsados hacia el este por la corriente de aire, como buscando perezosamente alguna cumbre nevada en la que posarse.

La recorrió un escalofrío. «No me costaría nada aclimatarme a este lugar», pensó.

Aspiró el aire a graneles bocanadas como si fuera medicinal y dejó vagar la mirada por el terreno. La casa no era lo bastante elevada para tener vistas a la ciudad. En cambio, contempló el matorral del barranco que se abría detrás de la valla de la casa, de color marrón terroso, salpicado del verde de algún que otro arbusto. Se puso a escuchar y percibió las voces y los sonidos rítmicos de las pelotas de tenis golpeadas con más delicadeza que entusiasmo, por lo que dedujo que las mujeres de la urbanización habían salido a las canchas a hacer algo de ejercicio matinal.

Simplemente respirando aire limpio y escuchando, Diana reflexionó sobre lo extraño que le parecía que hubiese tan poco ruido. Incluso en los Cayos siempre se oían ruidos; camiones en la carretera 1, las hojas afiladas como espadas de las palmeras que luchaban inútilmente contra la brisa. Había dado por sentado que el resto del mundo era siempre ruidoso. Desde luego, Miami y las otras grandes ciudades estaban siempre saturadas de sonidos. El tráfico, sirenas, disparos, malhumor y frustración que degeneraban en rabia. En el mundo moderno, pensó, el sonido implicaba violencia.

Pero esa mañana no oía más que los sonidos de la normalidad, que ella reconocía como la poderosa visión tras el estado cincuenta y uno. Había supuesto que esa normalidad le resultaría aburrida o irritante, pero no era así. Era reconfortante para ella. Si hubiera acompañado a su hija unos días antes en su visita casual a la residencia para enfermos terminales, Diana habría descubierto que los silencios selectivos de dicho lugar eran muy semejantes a los que percibía esa mañana.

Regresó al dormitorio pero dejó la puerta corredera del balcón abierta, invitando al aire fresco a reunirse con ella en el interior. No es algo que hubiese hecho en su propia casa. Se vistió deprisa y bajó a la cocina.

Susan le había dejado bastante café en la cafetera para servirse una taza, cosa que hizo, y después añadió leche y azúcar para contrarrestar el sabor amargo de la bebida. No tenía hambre, y aunque sabía que debía comer algo, decidió dejarlo para después.

Diana se llevó su taza de café a la sala de estar y reparó en un sobre metido a medias en la ranura para el correo en la puerta de la calle. Esto le extrañó, y se acercó para coger la carta.

El sobre era de papel blanco, y en él no constaba dirección alguna.

Diana titubeó. Por primera vez esa mañana, recordó por qué estaba allí, en el estado cincuenta y uno. Y, también por primera vez aquel día, recordó que estaría sola, probablemente hasta la tarde.

A continuación, como consideraba que la cautela era compañera de la debilidad, rasgó el sobre para abrirlo.

Dentro había una sola hoja, también de papel blanco. La desplegó y leyó:

Buenos días, señora Clayton:

Siento no haber podido llevarla yo mismo a visitar otra vez Nueva Washington hoy, pero la tarea que compartimos requiere mi presencia en otro lugar.

Huelga decir que es usted dueña de su tiempo, pero yo le recomendaría encarecidamente que disfrutara de nuestro aire del Oeste con una caminata corta y rápida. La mejor ruta es la siguiente:

Salga de su casa, tuerza a la izquierda y avance, manteniendo siempre la piscina y las canchas de tenis a su derecha, hasta el final de la calle. Doble a la derecha por Donner Boulevard. ¿No es curioso el número de calles y plazas que llevan en el Oeste el nombre de esa desafortunada expedición?* Camine en la misma dirección a lo largo de un kilómetro. Comprobará que la calle asfaltada por la que circula termina aproximadamente medio kilómetro más adelante. Sin embargo, a cincuenta metros del final verá un camino de tierra que se aleja hacia la derecha. Tome ese camino.

Continúe andando por el camino de tierra aproximadamente un kilómetro más. Es cuesta arriba, pero verá usted recompensada su constancia. La vista desde la cima -que está sólo doscientos metros más adelante- es única. Y, una vez allí, descubrirá algo que a su hijo Jeffrey le resultará de especial interés.

Atentamente,

Robert Martin,

agente especial del Servicio de Seguridad

* Se refiere a un grupo de pioneros que, al dirigirse hacia el Oeste en la década de 1840, quedaron atrapados a causa de la nieve y se vieron obligados a recurrir al canibalismo. (N. del T.)

La carta estaba escrita a máquina, al igual que la firma.

Diana se quedó mirando las indicaciones y decidió que una caminata por la mañana sería agradable y que le vendría bien el ejercicio; además, la carta que sujetaba entre las manos, más que una sugerencia o recomendación, se le antojaba una orden.

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