Velutha cogió el último autobús para volver de Kottayam, adonde había llevado a reparar la máquina de envasar. En la parada del autobús se topó con otro de los trabajadores de la fábrica, que le dijo con una sonrisa afectada que Mammachi quería verlo. Velutha no tenía ni idea de lo que había ocurrido e ignoraba que su padre había ido a la casa de Ayemenem totalmente borracho. Tampoco sabía que Vellya Paapen había estado varias horas sentado en la puerta de su choza, aún borracho, con su ojo de cristal y el filo del hacha reluciente a la luz de la lámpara, esperando que Velutha regresara. Y tampoco sabía que el pobre Kuttappen, el paralítico, había estado aterrorizado durante dos horas hablando a su padre sin cesar intentando que se calmara, al tiempo que aguzaba el oído para distinguir una pisada o un crujido de los matorrales para poder alertar a su hermano desprevenido.
Pero Velutha no fue a su casa. Se dirigió directamente a la casa de Ayemenem. Aunque, por un lado, lo cogió por sorpresa, por otro sabía -siempre lo había sabido por instinto- que tarde o temprano la Historia le haría pagar las consecuencias. Durante todo el estallido de furia de Mammachi se mantuvo callado y sorprendentemente tranquilo. Era una tranquilidad nacida de la provocación extrema, que brotaba de la lucidez que está más allá de la cólera.
Cuando llegó Velutha, Mammachi, perdido el sentido de la orientación, vomitó su violencia ciega, grosera, sus insultos insufribles a un panel de la puerta corredera hasta que Bebé Kochamma la hizo girar y dirigir su furia en la dirección correcta, hacia Velutha, que estaba muy quieto en la penumbra. Mammachi continuó su diatriba con los ojos vacíos y el rostro contraído y horrible. La ira la hizo acercarse a Velutha hasta que le gritó desde tan cerca que le llegaban gotitas de saliva y el olor a té de su aliento. Bebé Kochamma se mantenía cerca de Mammachi. No decía nada, pero utilizaba las manos para modular su furia y avivarla. Un golpecito de ánimo en la espalda. Un brazo sobre los hombros para tranquilizarla. Mammachi no era consciente de que la estaba manipulando.
Dónde podía haber aprendido una anciana señora como ella -que llevaba saris almidonados y tocaba al violín la suite de Cascanueces por las noches- un lenguaje tan grosero como el que utilizó aquel día era un misterio para todos los que la escuchaban (Bebé Kochamma, Kochu María y Ammu, encerrada en su cuarto).
– ¡Fuera de aquí! -dijo a gritos al final-. Si te encuentro mañana por mis fincas, haré que te capen como a un perro callejero, que es lo que eres. ¡Haré que te maten!
– Eso ya lo veremos -dijo Velutha en tono sosegado.
Eso fue todo lo que dijo. Y eso fue lo que Bebé Kochamma aumentó y adornó en el despacho del inspector Thomas Mathew hasta convertirlo en amenazas de muerte y secuestro,
Mammachi le escupió a Velutha a la cara. Un salivazo que le salpicó la boca y los ojos.
Se quedó de piedra. Estupefacto. Luego dio media vuelta y se marchó.
A medida que se iba alejando de la casa notó que los sentidos se le habían aguzado y acrecentado. Como si todo lo que había a su alrededor se hubiera aplanado hasta convertirse en una ilustración muy detallada. El dibujo de una máquina con un manual de instrucciones que le decía qué debía hacer. Su cabeza, buscando desesperadamente una amarra, se aferraba a los detalles. Ponía etiquetas a todo cuanto veía.
Portón, pensó al salir por el portón. Portón. Calle. Piedras. Cielo. Lluvia.
Portón.
Calle.
Piedras.
Cielo.
Lluvia.
La lluvia estaba tibia sobre la piel. La piedra de laterita bajo sus pies crujía. Sabía adonde se dirigía. Se percataba de todo. De cada hoja. De cada árbol. De cada nube en el cielo sin estrellas. De cada paso que daba.
Koo-koo kookum theevandi,
kooki paadum theevandi
rapakal odum theevandi,
thalannu nilkum theevandi.
Estaba en la primera lección que dio en la escuela. Una poesía sobre un tren.
Empezó a contar. Algo. Cualquier cosa. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece catorce, quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés, veinticuatro, veinticinco, veintiséis, veintisiete, veintiocho, veintinueve…
El dibujo de la máquina empezó a desdibujarse. Las líneas nítidas a emborronarse. Las instrucciones dejaron de tener sentido. Lacalle se levantó y la oscuridad se hizo más densa. Apelmazada. Abrirse paso a través de ella se convirtió en un gran esfuerzo. Como el de bucear.
Está sucediendo, le dijo una voz. Ya ha comenzado.
Su mente, que de pronto se sintió increíblemente vieja salió flotando de su cuerpo y se quedó suspendida en el aire, desde donde farfullaba advertencias inútiles.
Miraba hacia abajo y veía el cuerpo de un hombre joven que caminaba en medio de la oscuridad y la lluvia. Más que nada, lo que aquel cuerpo deseaba era dormir. Dormir y despertarse en otro mundo. Con el olor de la piel de ella en el aire que respiraba. El cuerpo de ella sobre el de él. Nunca podría volver a verla. ¿Dónde estaría? ¿Qué le habrían hecho? ¿Le habrían pegado?
Siguió caminando. Sin ofrecer el rostro a la lluvia, pero sin apartarlo tampoco. Sin darle la bienvenida, pero sin rechazarla.
Aunque la lluvia le había limpiado el salivazo de Mammachi, seguía teniendo la sensación de que alguien le había arrancado la cabeza y había vomitado dentro de su cuerpo. Un vómito lleno de grumos que le resbalaba por las entrañas. Por encima del corazón. De los pulmones. Que le goteaba lentamente en la boca del estómago. Todos sus órganos estaban inundados de vómito. La lluvia no podía hacer nada contra eso.
Sabía lo que tenía que hacer. El manual de instrucciones lo dirigía. Tenía que conseguir ver al camarada Pillai. No sabía por qué. Sus pies se dirigieron a la Imprenta La Buena Suerte, que estaba cerrada, y entonces cruzaron el diminuto jardín que llevaba a la casa del camarada Pillai.
El simple esfuerzo de levantar el brazo para llamar a la puerta lo dejó exhausto.
El camarada Pillai había terminado su avial, y estaba apretando con el puño cerrado un plátano maduro para sacarlo de la piel ya aplastado a fin de que le cayera en el plato de natillas cuando Velutha llamó a la puerta. Mandó a su mujer a abrir. Ella volvió con expresión de malhumor y el camarada Pillai la encontró de pronto muy sexy. Le hubiera gustado acariciarle el pecho inmediatamente. Pero tenía los dedos llenos de natillas y había alguien esperando en la puerta. Kalyani se sentó en la cama y con la mente ausente se puso a darle palmaditas a Lenin, que, dormido junto a su diminuta abuela, se chupaba el dedo gordo.
– ¿Quién es?
– El hijo de Paapen, el paraván. Dice que es urgente.
El camarada Pillai terminó sus natillas sin prisa. Sacudió los dedos sobre el plato. Kalyani trajo agua en una jarrita de acero inoxidable y la vertió por encima de sus dedos. Los restos de comida que había en el plato (una guindilla roja, seca, y palillos chupeteados y escupidos) quedaron flotando. Le pasó una toalla a su marido, que se secó las manos, eructó y se dirigió hacia la puerta.
– Enda? ¿A estas horas de la noche?
Mientras le contestaba, Velutha se oía su propia voz como si retornara a él después de rebotar en la pared. Intentó explicar lo que había pasado, pero se dio cuenta de que no decía más que incoherencias. El hombre al que se dirigía era pequeño y estaba lejos, tras una muralla de cristal.
– Éste es un pueblo pequeño -decía el camarada Pillai-. La gente habla. Y yo escucho lo que dicen. No es como si no supiera lo que está pasando.
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