Arundhati Roy - El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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Era una mujer guapa, exuberante, con la piel de color pardo dorado y los ojos grandes. Tenía húmedo el pelo largo y encrespado y lo llevaba suelto por la espalda, trenzado sólo en la punta. Se le había mojado la parte de atrás de la ajustada blusa roja oscura, lo cual le daba un tono aún más oscuro. Las mangas cortas, también muy ajustadas, dejaban ver la curva sensual de sus brazos, carnosos y suaves, que bajaba hasta los codos con hoyuelos. El mundu blanco y el kavani estaban planchados y almidonados. Olía a sándalo y a las hierbas verdes prensadas que utilizaba en lugar de jabón. Por primera vez en varios años, Chacko la miró sin sentir el menor deseo sexual. Tenía una mujer (¿Ex mujer, Chacko!) en casa. Con pecas en los brazos y pecas en la espalda. Con un vestido azul que le dejaba las piernas al descubierto.

El pequeño Lenin apareció por la puerta con unos pantaloncitos cortos elásticos. Se quedó parado sobre una pierna, delgadita, como una cigüeña y retorció la cortina de encaje rosa hasta convertirla en un palo, mientras miraba fijamente a Chacko con los ojos de su madre. Tenía seis años y ya había pasado la edad de meterse cosas en la nariz.

– Hijo, ve a llamar a Latha -le dijo la señora Pillai.

Lenin permaneció donde estaba y, sin dejar de mirar fijamente a Chacko, chilló como sólo los niños son capaces de chillar:

– ¡Latha! ¡Latha! Te buscan.

– Es nuestra sobrina de Kottayam. La hija de su hermano mayor -explicó la señora Pillai-. Ha ganado el primer premio de declamación en el festival infantil de Trivandrum la semana pasada.

Una niña con aspecto desenvuelto, de unos doce o trece años, apareció tras la cortina de encaje. Llevaba una falda larga estampada que le llegaba a los tobillos y una blusa blanca corta con pinzas, que dejaban espacio para sus futuros pechos. Llevaba el pelo aceitado con raya en medio. Y las trenzas, apretadas y brillantes, recogidas hacia arriba y sujetas con cintas, de modo que le colgaban a los lados de la cara como si fueran los bordes de unas orejas enormes aún sin colorear.

– ¿Sabes quién es? -preguntó la señora Pillai a Latha.

Latha negó con la cabeza.

– Chacko Saar. Nuestro modalali de la fábrica.

Latha le miró fijamente con una compostura y una falta de curiosidad poco frecuentes en alguien de trece años.

– Ha estudiado en Oxford de Londres -dijo la señora Pillai-. ¿Quieres recitarle la poesía?

Latha obedeció sin vacilar. Se plantó con los pies ligeramente separados.

– Respetable director -dijo haciendo una reverencia a Chacko-, apreciados miembros del jurado y queridos amigos…

Lanzó una mirada en derredor a una audiencia imaginaria apiñada en el cuarto pequeño y caluroso e hizo una pausa teatral.

– Hoy me gustaría recitar para ustedes un poema de Sir Walter Scott, titulado «Lochinvar».

Su mirada quedó fija justo por encima de la cabeza de Chacko. Se balanceaba levemente mientras hablaba. Al principio Chacko pensó que era una traducción al malayalam de «Lochinvar». Las palabras se encadenaban una a otra y la última sílaba de una palabra se pegaba a la primera silaba de la siguiente. Todo ello a una velocidad considerable.

Oh, el joven Lochin var deloeste llegó,

Detoda lancha frontera su corcelera elmejor;

Salvo su buena espada otra sarmas no llevaba

Desarmadoiba acaballo, solitario cabalgaba.

El poema se entremezclaba con los gruñidos de la anciana que estaba en la cama y que nadie, a excepción de Chacko, parecía percibir.

Cruzó añado elrío Eske que notenía vado.

Mas a las portas de Netherby descabalgado,

yala noviacon siente, el galán tarde hallegado.

A la mitad de poema llegó el cantarada Pillai con la piel cubierta de sudor, el mundu remangado por encima de las rodillas y la camisa de terylene sudada en la parte de las axilas. Andaba por los treinta y bastantes años y era pequeño, amarillento y poco atlético. Tenía las piernas largas y flacas y la barriga, tensa y distendida como el bocio de su diminuta madre, estaba en completa disonancia con el resto de su cuerpo magro y estrecho y con su rostro siempre alerta. Como si en los genes familiares hubiera algo que hiciera que todos tuvieran que tener bultos en alguna parte del cuerpo.

Un bigote fino muy cuidado le dividía el espacio entre la nariz y la boca en dos partes iguales y acababa exactamente a la altura de las comisuras de los labios. La línea del nacimiento del pelo había empezado a retroceder y no hacía nada por ocultarlo. Llevaba el pelo aceitado y peinado hacia atrás. Evidentemente no pretendía tener el aire de un joven. Tenía el aspecto del Hombre de la Casa. Sonrió y saludó con la cabeza a Chacko, pero no hizo caso de la presencia de su mujer ni de su madre.

Latha le dirigió una rápida mirada, pidiéndole permiso para continuar con su poesía. Se lo concedió. El camarada Pillai se quitó la camisa, hizo una pelota con ella y la usó para secarse las axilas.

Cuando acabó, Kalyani la cogió y la sostuvo como si fuera un regalo. Un ramillete de flores. El cantarada Pillai, en camiseta, se sentó en una silla plegable y se colocó el pie izquierdo sobre el muslo derecho. Mientras su sobrina seguía recitando, continuó sentado mirando pensativamente al suelo, con el mentón apoyado en la palma de la mano, siguiendo el ritmo, el metro y la cadencia del poema con el pie derecho. Y masajeándose con la otra mano el exquisito empeine de su pie izquierdo.

Cuando Latha acabó, Chacko aplaudió con auténtica amabilidad. Ella no agradeció el aplauso ni siquiera con una leve sonrisa. Era como una nadadora alemana del Este en una competición local. Tenía los ojos puestos en el oro olímpico. Cualquier logro menor le parecía que era su deber. Miró a su tío pidiendo permiso para salir de la habitación.

El camarada Pillai le hizo señas para que se acercara y le susurró al oído:

– Ve y diles a Pothachen y a Mathukutty que, si quieren verme, que vengan enseguida.

– No, camarada, de verdad… No quiero nada más -dijo Chacko, dando por hecho que el camarada Pillai le decía a Latha que trajera algo más de picar. El camarada Pillai aprovechó el malentendido y le siguió la corriente.

– ¡Ah, no, no! ¿Cómo que no…? Edi Kalyani, trae un plato de esas avalóse oondas.

Para el camarada Pillai, como aspirante a político, era esencial que le vieran en su distrito electoral como un hombre influyente. Quería utilizar la visita de Chacko para impresionar a los que le pedían favores y a los trabajadores del partido. Pothachen y Mathukutty, los hombres que había enviado a buscar, eran vecinos que le habían pedido que utilizara sus relaciones para conseguir puestos de enfermeras para sus hijas en el hospital de Kottayam. El camarada Pillai estaba muy interesado en que se les viera esperando fuera de su casa a ser recibidos. Cuanta más gente hubiera esperándole fuera de su casa, más ocupado parecería y causaría mejor impresión. Y, si la gente que esperaba veía que el propio modalali de la fábrica había ido a verle a su territorio, estaba seguro de que eso le sería de gran utilidad.

– Bueno, bueno, camarada -dijo el camarada Pillai después de que Latha se hubiera ido y hubieran llegado las avalóse oondas -. ¿Qué hay de nuevo? ¿Qué tal se adapta su hija? -dijo en inglés, idioma que insistía en usar cuando hablaba con Chacko.

– Ah, muy bien. Ahora está durmiendo.

– Aja. El cambio de horario, supongo -contestó, satisfecho de saber un par de cosas sobre los vuelos internacionales.

– ¿Y qué había en Olassa? ¿Algún mitin del partido?

– Oh, no, nada de eso. Mi hermana Sudha se encontró con fractura hace poco -dijo el camarada Pillai, como si Fractura fuera un dignatario de visita-. Así que la llevé a Olassa Moos para las medicinas. Ungüentos y todo eso. Su marido está en Patna, así que está sola en casa de su familia política.

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