Arundhati Roy - El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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Cuando la única respuesta que obtuvo Bebé Kochamma a su pregunta sobre dónde podían estar los niños fue algo que se estrelló contra la puerta del dormitorio de Ammu, se marchó, y un pavor lento fue apoderándose de su interior al establecer las conexiones obvias, lógicas y totalmente erróneas entre los sucesos de la noche anterior y la desaparición de los niños.

La lluvia había empezado a caer temprano la tarde anterior. De pronto, el día, muy caluroso, se oscureció y el cielo comenzó a tronar y a retumbar. Kochu María que, sin ninguna razón concreta, estaba de mal humor, se hallaba en la cocina, subida a su taburetito, y limpiaba un pescado muy grande desencadenando una ventisca de escamas. Sus pendientes de oro saltaban de un lado para otro. Escamas plateadas volaban por toda la cocina para acabar posándose en las teteras, en las paredes, en los utensilios y en los tiradores del frigorífico. Cuando Vellya Paapen llegó a la puerta de la cocina, empapado y tembloroso, no le prestó atención. Tenía el ojo de verdad inyectado en sangre y parecía como si hubiera estado bebiendo. Permaneció allí, de pie, más de diez minutos esperando a que le dirigiera una mirada. Cuando Kochu María acabó con el pescado y empezó con las cebollas, él carraspeó para aclararse la garganta y preguntó por Mammachi. Kochu María trató de echarlo, pero no se marchó. Cada vez que abría la boca para dirigirse a ella, le llegaba una vaharada a vino de palma que la golpeaba como un mazazo. Nunca hasta entonces lo había visto así, y le dio un poco de miedo. Se imaginaba de qué se trataba, y decidió que lo mejor sería avisar a Mammachi. Cerró la puerta de la cocina y dejó a Vellya Paapen fuera, tambaleándose borracho en medio de la lluvia. Aunque era diciembre, llovía como si fuera junio. Al día siguiente los periódicos dijeron que se había tratado de una alteración de tipo ciclónico. Pero para entonces nadie estaba en condiciones de leerlos.

Puede que fuese la lluvia lo que condujo a Vellya Paapen a la puerta de la cocina. Para un hombre supersticioso, un aguacero incesante fuera de temporada podía ser el presagio de la furia de un dios. Para un hombre supersticioso borracho, podía ser algo así como el principio del fin del mundo. Y, en cierta medida, lo era.

Cuando Mammachi llegó a la cocina, en enaguas y con su bata rosa pálido ribeteada en zigzag, Vellya Paapen subió los peldaños que le separaban de la cocina y le ofreció su ojo hipotecado. Sobre la palma de la mano abierta. Dijo que no se lo merecía y quería devolvérselo. El párpado izquierdo le colgaba sobre la cuenca vacía como si estuviera haciendo un guiño monstruoso y sin fin. Como si todo lo que iba a decir fuera parte de una broma pesada.

– ¿Qué es esto? -preguntó Mammachi, que alargó la mano pensando que quizá Vellya Paapen le estaba devolviendo el kilo de arroz que le había dado por la mañana.

– Es el ojo -dijo Kochu María a voces, con los suyos brillantes por las lágrimas que le provocaban las cebollas. Para entonces Mammachi ya había tocado el ojo de cristal y lo había reconocido por su dureza escurridiza. Por su consistencia marmórea y resbaladiza.

– ¿Estás borracho? -dijo Mammachi furiosa dirigiéndose al sonido de la lluvia-. ¿Cómo te atreves a venir aquí en esas condiciones?

Avanzó a tientas hacia la pila y se enjabonó las manos para quitarse los jugos oculares del paraván. Luego se las olió. Kochu María le dio a Vellya Paapen un trapo de cocina viejo para que se secase y no dijo nada a pesar de que estaba en el escalón superior, casi dentro de su cocina de Tocable, secándose y protegiéndose de la lluvia bajo el saledizo del tejado.

Cuando Vellya Paapen se calmó un poco, volvió a colocarse el ojo y empezó a hablar. Comenzó por rememorar lo mucho que la familia de Mammachi había hecho por la suya. Generación tras generación. Que, mucho antes de que los comunistas pensaran en algo semejante, el reverendo E. John Ipe le había dado a Kelan, su padre, la propiedad de la tierra en la que ahora estaba su choza. Que Mammachi había pagado su ojo. Que lo había organizado todo para que Velutha fuera a la escuela y que le había dado trabajo…

Mammachi, aunque molesta por la borrachera de Vellya Paapen, no era reacia a escuchar historias bárdicas sobre la generosidad de su familia y la suya propia. Nada la puso sobre aviso de lo que venía a continuación.

Vellya Paapen empezó a llorar. Una mitad de su rostro sollozaba. Las lágrimas asomaban por su ojo de verdad y rodaban brillantes por su negra mejilla. El otro ojo miraba de frente, fijo e impertérrito. Un paraván viejo, que había visto los días en que tenían que retroceder de rodillas, se debatía entre la Lealtad y el Amor.

Luego el Terror se apoderó de él y le fue sacando las palabras. Le contó a Mammachi lo que había visto. La historia de la barquita que cruzaba el río noche tras noche y quién iba en ella. La historia de un hombre y una mujer juntos a la luz de la luna. Piel contra piel.

Vellya Paapen le contó que iban a la Casa de Kari Saipu. Que el demonio del hombre blanco había entrado en ellos. Era la venganza de Kari Saipu por lo que él, Vellya Paapen, le había hecho. La barca (sobre la que se sentó Estha y que Rahel encontró) estaba amarrada al tocón del árbol que había junto al sendero que, atravesando la ciénaga, llevaba a la plantación de caucho abandonada. Él la había visto. Todas las noches. Balanceándose en el agua. Vacía. Esperando a que volvieran los amantes. Esperando horas y horas. Algunas veces no aparecían entre la hierba crecida hasta el amanecer. Vellya Paapen los había visto con su propio ojo. También los habían visto otras personas. Todo el pueblo lo sabía. Era sólo cuestión de tiempo que llegara a oídos de Mammachi. Así que Vellya Paapen había ido a contárselo en persona. Como paraván y como hombre con parte de su cuerpo hipotecado, consideraba que era su deber.

Los amantes. Hijos de sus entrañas. El hijo de él y la hija de ella. Habían hecho que lo impensable fuera pensable y que lo imposible sucediera.

Vellya Paapen continuó hablando. Llorando. Sacudido por arcadas. Moviendo la boca. Mammachi ya no podía oír lo que estaba diciendo. El sonido de la lluvia se había hecho más intenso y había explotado en su interior. Ni siquiera oyó que ella misma estaba gritando.

De pronto, aquella mujer mayor, ciega, con su bata ribeteada en zigzag y su pelo canoso trenzado en una cola de rata, dio un paso hacia adelante y empujó a Vellya Paapen con todas sus fuerzas. Él fue dando traspiés hacia atrás, bajó los peldaños y cayó en el fango encharcado. Lo había cogido totalmente por sorpresa. Parte del tabú de ser Intocable era la suposición de que no lo tocarían. Por lo menos, en aquellas circunstancias. La suposición de hallarse encerrado en un espacio físico impenetrable.

Bebé Kochamma, que pasaba cerca de la cocina, oyó la conmoción. Se encontró a Mammachi escupiendo a la lluvia, ¡puaj, puaj, puaj!, y a Vellya Paapen caído en el lodo, mojado, lloroso, arrastrándose. Ofreciéndose a matar a su propio hijo. A descuartizarlo miembro a miembro.

– ¡Borracho! ¡Eres un paraván borracho y mentiroso! -gritaba Mammachi.

Chillando por encima de todo aquel jaleo, Kochu María le explicó a Bebé Kochamma la historia que Vellya Paapen había contado. Bebé Kochamma se dio cuenta inmediatamente del enorme potencial de aquella situación, pero cubrió sus pensamientos con aceites untuosos. Rejuveneció. Lo consideró un castigo de Dios a los pecados de Ammu y, al mismo tiempo, una posibilidad de venganza para ella (Bebé Kochamma) por la humillación sufrida por parte de Velutha y los demás hombres de la manifestación, los tipos que la habían llamado Modalali Mariakutty y la habían obligado a agitar la bandera. Desplegó las velas de inmediato. Un barco de bondad surcando un mar de pecado.

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