Arundhati Roy - El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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– Rodajas de piña… -sugirió Rahel.

– ¡Exacto! Rodajas de piña y estofado. Y bebe. Whisky.

– Y brandy.

– Y brandy. Es verdad.

– Y siempre vive pendiente de lo que pasa por aquí y por allá.

– Es verdad.

– Y se mete en la vida de los demás…

Esthappen estabilizó la barquita sobre el suelo irregular de tierra con unos tacos de madera que encontró en el taller del patio trasero de Velutha. Le dio a Rahel un cucharón hecho con media cascara de coco pulida y un mango de madera.

Los gemelos se encaramaron a la barquita y remaron a través de aguas turbulentas e infinitas.

Con un Thaiy thaiy thaka thaiy thaiy thome. Y un Jesús todo enjoyado que los observaba.

Él caminó sobre las aguas. Puede ser. Pero ¿habría podido navegar sobre la tierra?

¿Con braguitas a juego y gafas de sol? ¿Con una fuente cogida con un «amor-en-Tokio»? ¿Con zapatos puntiagudos y un tupé? ¿Habría tenido Él tanta imaginación?

Velutha regresó a ver si Kuttappen necesitaba algo. Desde lejos oyó los cantos estridentes. Las vocecitas infantiles recalcaban encantadas la parte escatológica de la canción.

¿Eh, señor Hombre Mono,

por qué tienes el ojete rojo?

¡Porque me fui a cagar a Madrás

y me lo limpié con un rastrojo!

Durante un rato, durante unos pocos momentos felices, el Hombre de la Naranjada y la Limonada y su sonrisa de dientes amarillos desaparecieron. El miedo se sumergió y se asentó en el fondo de las aguas profundas. Donde durmió un sueño de perros. Dispuesto a alzarse y a enturbiar las cosas en el momento menos pensado.

Velutha sonrió cuando vio la bandera comunista resplandeciendo como un árbol florido junto a la puerta de su casa. Tuvo que agacharse mucho para entrar en su choza. Un esquimal tropical. Cuando vio a los niños, sintió un íntimo estremecimiento. Y no entendió el porqué. Los veía todos los días. Los quería sin saberlo. Pero, de repente, algo había cambiado. Ahora. Después de la metedura de pata de la Historia. Nunca antes había sentido un estremecimiento tan íntimo.

Son sus niños, le susurró un susurro malvado.

Sus ojos, su boca. Sus dientes.

Su piel suave y brillante.

Desechó aquel pensamiento con furia. Pero regresó y se sentó junto a su cráneo. Como un perro.

– ¡Aja! -dijo a sus jóvenes visitantes-. ¿Y quiénes son estos Pescadores, si es que puede saberse?

– Esthapappychachen Kuttappen Peter Mon. El señor y la señora Encantadosdeconocerle.

Rahel le alargó su cucharón para que lo estrechara a modo de saludo.

Fue estrechado a modo de saludo. Para saludarla y saludar a Estha.

– ¿Y adonde se dirigen en su barca, si es que puede saberse?

– ¡A África! -gritó Rahel.

– ¡No grites tanto! -dijo Estha.

Velutha se puso a dar vueltas alrededor de la barca. Le contaron dónde la habían encontrado.

– Así que no es de nadie -dijo Rahel, no muy segura, porque, de pronto, se le ocurrió que podía tener dueño-. ¿Se lo hemos de decir a la policía?

– ¡No seas tonta! -dijo Estha.

Velutha golpeó la madera y después arrancó un pedacito con la uña.

– Buena madera -dijo.

– Se hunde -dijo Estha-. Hace agua.

– ¿Puedes arreglárnosla, Veluthapappychachen Peter Mon? -preguntó Rahel.

– Tendré que pensármelo -dijo Velutha-. No quiero que os pongáis a hacer tonterías en el río.

– No haremos ninguna tontería. Te lo prometemos. Sólo la usaremos cuando tú estés con nosotros.

– Primero tendremos que ver por dónde entra el agua… -dijo Velutha.

– ¡Después tendremos que tapar los agujeros! -gritaron los gemelos, como si se tratase del segundo verso de un poema muy conocido.

– ¿Cuánto tardarás? -preguntó Estha.

– Un día -dijo Velutha.

– ¡Un día ! ¡Temía que dijeras un mes!

Estha se subió encima de Velutha de un salto, le pasó las piernas por la cintura y lo besó.

El papel de lija fue repartido en dos mitades exactamente iguales y los gemelos se pusieron a trabajar con una concentración extraña e inquietante, que excluía cualquier otra cosa.

La habitación se llenó de polvillo de barca que iba asentándose en pelos y cejas. En Kuttappen, como una nube, y en Jesús, como una ofrenda. Velutha tuvo que arrancarles el papel de lija de las manos.

– Aquí no -dijo con firmeza-. Vamos fuera.

Levantó la barca y la sacó de la casa. Los gemelos lo siguieron con los ojos fijos en su barca, sin perder ni un ápice de su concentración, como dos cachorros hambrientos siguiendo su comida.

Velutha colocó la barca para que pudieran trabajar. La barca sobre la que estaba sentado Estha y que Rahel encontró. Velutha les enseñó a seguir el sentido de la veta de la madera. Los inició en el uso del papel de lija. Cuando volvió a entrar en la casa, la gallina negra le siguió, decidida a estar en cualquier sitio menos en aquel donde estuviera la barca.

Velutha metió una toalla fina de algodón en una vasija de barro con agua. La retorció para escurrir el agua (con brusquedad, como si fuese un pensamiento incómodo) y se la dio a Kuttappen para que se limpiara la suciedad de la cara y el cuello.

– ¿Han dicho algo sobre si te vieron en la manifestación? -preguntó Kuttappen.

– No -dijo Velutha-. Todavía no. Pero ya lo harán. Lo saben.

– ¿Seguro?

Velutha se encogió de hombros y cogió la toalla para lavarla y aclararla. Y golpearla y retorcerla. Como si se tratase de su propia cabeza, ridícula y desobediente.

Intentó odiarla.

Es una de ellos, se dijo. Una de ellos y nada más.

No pudo.

Se le formaban unos hoyuelos profundos cuando sonreía. Sus ojos estaban siempre en otro lugar.

La locura entró furtivamente por una grieta de la Historia. Duró sólo un instante.

Después de lijar durante una hora, Rahel se acordó de su siesta. Se levantó y echó a correr. Cruzó a trompicones el calor verdoso de la tarde. Seguida por su hermano y una avispa amarilla.

Con la esperanza de que Ammu no se hubiera despertado. Rezando para que no hubiera descubierto que se había escapado.

11. EL DIOS DE LAS PEQUEÑAS COSAS

Aquella tarde, Ammu se sintió llevar, como si la auparan, por un sueño en el que un hombre alegre con un solo brazo la abrazaba con fuerza a la luz de una lámpara de aceite. Le faltaba el otro brazo para poder luchar contra las sombras que se retorcían a su alrededor en el suelo.

Sombras que sólo él podía ver.

Las cadenas de músculos de su estómago se elevaban bajo la piel como las divisiones de una tableta de chocolate.

La abrazaba con fuerza a la luz de una lámpara de aceite y brillaba como si lo hubieran lustrado con una cera para cuerpos de gran calidad.

No podía hacer dos cosas a la vez.

Si la abrazaba, no podía besarla. Si la besaba, no podía mirarla. Si la miraba, no podía sentirla.

Ella hubiera podido acariciar su cuerpo ligeramente con los dedos y sentir cómo se le erizaba la piel. Hubiera podido deslizar sus dedos hasta la base de aquel estómago plano. Hubiera podido pasarlos de un modo despreocupado por encima de aquellas cadenas de chocolate barnizado. Y haber dejado una estela de bultitos erizados sobre su cuerpo, como una tiza sobre la pizarra, como un soplo de brisa sobre los arrozales, como la estela de un reactor sobre un cielo azul de iglesia. Hubiera podido hacerlo sin dificultad, pero no lo hizo. Él, a su vez, hubiera podido tocarla, pero no lo hizo. Porque en la penumbra que había más allá de la lámpara de aceite, entre las sombras, se veían sillas plegables de metal colocadas en círculo, y en ellas estaban sentadas personas que llevaban gafas oscuras de montura puntiaguda con falsos brillantitos incrustados y los observaban. Todas sostenían un reluciente violín bajo el mentón y sus arcos estaban inclinados en idéntico ángulo. Todas tenían las piernas cruzadas, la izquierda sobre la derecha, y todas balanceaban la pierna izquierda.

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