Arundhati Roy - El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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A diferencia de Velutha, Kuttappen era un buen paraván, inofensivo. No sabía leer ni escribir. Mientras yacía allí, tumbado sobre su dura cama, le caían trozos de paja y suciedad del techo y se mezclaban con su sudor. A veces le caían hormigas e insectos. En los días malos salían manos de las paredes naranjas que se inclinaban sobre él, lo inspeccionaban como médicos malvados, con movimientos lentos y pausados que le cortaban la respiración y le hacían gritar. A veces se ponían de acuerdo y retrocedían, y la habitación adquiría unas dimensiones enormes e imposibles, que lo aterrorizaban con el espectro de su propia insignificancia. Aquello también le hacía gritar.

La locura revoloteaba a su alrededor, a corta distancia, como un camarero servicial en un restaurante caro (encendiendo los cigarrillos, volviendo a llenar las copas). Kuttappen pensó con envidia en los locos que podían andar. No tenía ninguna duda sobre la ventaja de aquel trato: su cordura a cambio de unas piernas que le respondieran.

Los gemelos pusieron la barca en el suelo y el ruido provocó un súbito silencio en el interior de la choza.

Kuttappen no esperaba a nadie.

Estha y Rahel empujaron la puerta y entraron. Aunque eran pequeños tuvieron que agacharse un poquito para entrar. La avispa los esperó fuera, posada sobre la lámpara.

– Somos nosotros.

La habitación estaba oscura y limpia. Olía a curry de pescado y a humo de leña. El calor se pegaba a las cosas como una ligera fiebre. Pero el suelo de barro estaba fresco bajo los pies descalzos de Rahel. Las esteras sobre las que dormían Velutha y Vellya Paapen estaban enrolladas y apoyadas contra la pared. La ropa colgaba de una cuerda. Había un estante bajo de cocina hecho de madera, sobre el que estaban colocados en orden unos cacharros de barro con tapa, cucharones hechos de cáscara de coco y tres platos de esmalte descascarillado con el borde azul marino. Un hombre adulto podía estar de pie justo en el centro de la habitación, pero no en los extremos. Otra puerta baja conducía al patio trasero, donde había más bananos, entre cuyas hojas se veía brillar el río que estaba detrás. En el patio trasero había un taller de carpintería.

No había llaves ni armarios que cerrar.

La gallina negra salió por la puerta trasera y escarbó distraídamente el suelo sobre el que volaban las virutas de madera como rizos rubios. A juzgar por su carácter, parecía que la habían criado con una dieta ferretera: cierres y pestillos y clavos y tornillos viejos.

Aiyyo, Moni Mol! ¡Qué debéis pensar de mí! ¡Que Kuttappen es un maleducado porque no se levanta! -dijo una voz cortada e incorpórea.

Los ojos de los gemelos tardaron un rato en acostumbrarse a la oscuridad. Después la oscuridad se disolvió y apareció Kuttappen en su cama, un genio que brillaba en la penumbra. Tenía el blanco del ojo de un color amarillo oscuro. Por debajo de la tela que le cubría las piernas le asomaban las plantas de los pies (suaves de tanto estar tumbado). Aún tenían un ligero tinte naranja pálido por haber andado descalzo sobre el barro rojo durante tantos años. Tenía callos grises en los tobillos a causa del roce de la cuerda que los paravanes solían atarse alrededor de los pies para trepar a los cocoteros.

Sobre la pared, a su espalda, había un calendario con un Jesús benigno, de cabellos castaños, con los labios pintados y colorete en las mejillas, y un corazón chillón y enjoyado que refulgía a través de su ropa. La mitad inferior del calendario (la parte en la que están los días y los meses) parecía una faldita de volantes. Jesús en minifalda. Doce capas de enaguas para los doce meses del año. No habían arrancado ninguna.

Había más cosas que procedían de la casa de Ayemenem, regaladas o rescatadas del cubo de la basura. Cosas de ricos en una casa de pobres. Un reloj que no funcionaba, una papelera de metal floreada. Unas botas de montar viejas de Pappachi (marrones, cubiertas de moho) con las hormas todavía puestas. Latas de galletitas con suntuosas imágenes de castillos ingleses y damas con rizos y polisones.

Junto al Jesús había un póster pequeño (que había sido de Bebé Kochamma, pero que ésta había regalado porque tenía una mancha de humedad). Era una foto de una niña rubia escribiendo una carta con las mejillas bañadas en lágrimas. Debajo decía: Te escribo para decirte que te echo mucho de menos. Parecía como si acabaran de cortarle el pelo y sus rizos fueran lo que volaba por el patio trasero de Velutha.

De debajo de la gastada tela de algodón que cubría a Kuttappen salía un tubo de plástico transparente que iba hasta una botella de líquido amarillo bañada por el haz de luz que entraba por la puerta y que resolvía una pregunta que Rahel se había planteado más dé una vez. La niña le alcanzó un poco de agua del jarro de barro en un vaso de metal. Parecía saber perfectamente dónde se encontraban todas las cosas. Kuttappen levantó la cabeza y bebió. Un poco de agua le resbaló por el mentón.

Los gemelos se pusieron en cuclillas como si fueran dos adultos chismorreando en el mercado de Ayemenem.

Se quedaron sentados en silencio durante un rato. Kuttappen, mortificado, los gemelos, preocupados pensando en barcas.

– ¿Ya llegó la mol de Chacko Saar? -preguntó Kuttappen.

– Supongo que sí -dijo Rahel con aire lacónico.

– ¿Y dónde está?

– Quién sabe… Debe de andar por ahí. Nosotros no lo sabemos.

– ¿Me la traeréis para que la vea?

– No podemos -dijo Rahel.

– ¿Y por qué no?

– Porque no puede salir de casa. Es muy delicada. Si se ensucia, se muere.

– Ah, ya.

– No nos dejan traerla aquí… y, además, no hay nada que ver -le aseguró Rahel a Kuttappen-. Tiene pelo, piernas, dientes, ya sabes, lo de siempre… Sólo que es un poquito alta.

Y aquélla era la única concesión que estaba dispuesta a hacerle a Sophie Mol.

– ¿Eso es todo? -dijo Kuttappen, que había captado la situación al instante-. Entonces, ¿para qué quiero verla?

– Para nada -dijo Rahel.

– Kuttappa, si un botecito hace agua, ¿es muy difícil arreglarlo? -preguntó Estha.

– No tiene por qué serlo -dijo Kuttappen-. Depende. ¿Por qué? ¿De quién es ese botecito que hace agua?

– Nuestro. Lo hemos encontrado. ¿Quieres verlo?

Salieron y regresaron con la barca blanquecina para que el hombre paralítico la examinara. La sostuvieron por encima de él como si fuese un techo. El agua le caía encima.

– Primero tendremos que encontrar por dónde entra el agua -dijo Kuttappen-. Y después tendremos que tapar los agujeros.

– Y después lijar -dijo Estha-. Y después barnizar.

– Y después buscar unos remos -dijo Rahel.

– Y después buscar unos remos -asintió Estha.

– Y después nos vamos -dijo Rahel.

– ¿Adonde? -preguntó Kuttappen.

– Por aquí, por allá -contestó Estha quitándole importancia al tema.

– Debéis tener cuidado -dijo Kuttappen-. Este río nuestro no es lo que aparenta.

– ¿Y qué es lo que aparenta? -preguntó Rahel.

– Ah… Aparenta ser una vieja ammooma que va a misa todos los domingos, calladita y limpita… Que come idi appams en el desayuno, kanji y meen en el almuerzo. Que no se mete en la vida de nadie. Que no vive pendiente de lo que pasa por aquí ni de lo que pasa por allá.

– ¿Y en realidad es…?

– En realidad, es un salvaje… Por las noches lo oigo correr como un loco a la luz de la luna, siempre con prisa. Debéis tener mucho cuidado.

– ¿Y qué es lo que come en realidad?

– ¿Lo que come en realidad? Pues… estofado… y…

Buscaba en su cabeza alguna cosa inglesa que el malvado río pudiese comer.

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