Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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Tatiana palideció.

– Sé que no has estado pensándolo bien, porque de ser así no habrías tomado esta decisión -opinó Edward-. ¿Sabes por qué lo sé?

– ¿Por qué? -preguntó Tatiana con voz desmayada.

– Porque he visto cómo tratas a las personas que cruzan la puerta dorada de Ellis-dijo Edward, cogiéndole las manos-. Y porque tú, Tatiana, siempre haces lo que debes hacer.

Tatiana no contestó.

– A tu hijo ya le falta un padre -insistió Edward-. No dejes que pierda también a su madre. Tú eres lo único que lo une a su pasado y a su destino. Si te pierde, tu hijo ya no será más que un barco a la deriva. Ése será tu legado para él.

Tatiana era incapaz de decir nada. De pronto sentía un intenso frío.

– Tania -dijo Edward, oprimiéndole la mano-. No te lo pido por Vikki ni por mí, ni por los heridos y los inmigrantes de Ellis, te lo pido por tu hijo: no vayas a Europa.

Tatiana no se echó a atrás, pero las semillas de la duda habían empezado a germinar. Sam Gulotta le dijo que seguía sin saber nada de Alexander y le confirmó la desesperada situación de los soviéticos encarcelados en Alemania. Tatiana empezó a pensar que su plan era una locura y a sentirse culpable por abandonar a su hijo.

Preguntaba a todo el mundo si sabían qué era «Orbeli». Se lo preguntaba a los soldados alemanes y a los italianos, a las enfermeras y a los refugiados de Ellis. Visitó incluso la Biblioteca Pública de Nueva York, pero no encontró ni una sola referencia en los atlas, mapas, enciclopedias, revistas y periódicos que consultó.

La propia oscuridad del significado hizo que Tatiana empezara a empequeñecer su visión de «Orbeli». Dejó de ser un bosque, una población, una fortaleza o el apellido de un general. Tatiana estaba cada vez más convencida de que había sido un comentario marginal de Alexander, una broma o una anécdota sin importancia que se olvida al pasar a otros temas. No era un mensaje sino una digresión, algo que había quedado relegado al olvido en cuanto Alexander había caído herido sobre la superficie helada del lago. Si Tatiana había seguido recordando la palabra, era tan sólo porque lo que había sucedido después la había revestido de una dimensión especial.

Ahora bien, ¿y la medalla de Héroe de la Unión Soviética? ¿Cómo había ido a parar a la mochila?

Finalmente, Tatiana también encontró una explicación para la presencia de la medalla. Cuando el doctor Sayers le informó del accidente de Alexander se olvidó de decirle que le había quitado la medalla del cuello antes de sepultarlo en el lago, y luego sucedieron cosas más importantes, y al final el doctor murió sin tener tiempo de explicarle que había escondido la medalla en un bolsillo de la mochila para que ella la encontrara más tarde.

Tatiana no regresó.

Capítulo 27

Polonia, noviembre de 1944

Alexander pasó la noche sentado en el suelo, con la espalda contra el árbol y Pasha apoyado en su regazo. Al amanecer, la inflamación de la garganta había bajado. Pasha tapó con un dedo el extremo del tubito y respiró dos veces por la boca. Alexander, animado, le puso esparadrapo para cerrar la abertura todo lo posible. No le quitó el tubo porque no sabía si podría repetir la intervención en caso necesario. Pasha tapó otra vez el extremo del tubito con el dedo y graznó:

– Ciérralo del todo. Si está abierto no puedo hablar.

Alexander le puso más esparadrapo y miró a Pasha, que farfullaba y aspiraba aire con gran dificultad.

– Tengo una idea, Alexander -susurró débilmente-. Cárgame a la espalda, sácame de esta tierra de nadie y llévame hasta la línea de defensa. Todavía llevo el uniforme alemán, ¿no?

Sí.

– Mi uniforme te salvará. Y si quieres salvarlo a él -señaló a Ouspenski y suspiró-, dile que cargue con uno de los alemanes heridos. ¿Queda alguno o ya se han muerto todos?

– Hay uno con conmoción cerebral.

– Perfecto. -Pasha exhaló aire-. Cuando os entreguéis, enseñadles a los alemanes heridos.

– Los otros tres pueden andar.

– Perfecto. Pero vigílalos y no los dejes hablar por ti. Cuando te acerques a la línea de defensa, grita: «Schiessen Sie nickt». Significa: «No disparéis».

– ¿Basta con eso? -preguntó Alexander-. ¿Por qué no lo dijimos en 1941? ¿O en 1939, ya puestos?

Sonrió. Pasha exhaló aire.

– ¿Qué están tramando? -intervino Ouspenski-. No estarán pensando en rendirse, ¿verdad?

Alexander no dijo nada.

– Ya sabe que no podemos rendirnos, capitán -insistió Ouspenski.

– Y tampoco retirarnos.

– No vamos a retirarnos. Nos quedaremos aquí a esperar los refuerzos.

Pasha y Alexander se miraron.

– Vamos a rendirnos, Ouspenski. Tenemos a un herido que necesita atención urgente.

– Pues yo no pienso rendirme -declaró Ouspenski-. Nos matarán y nuestro ejército nos repudiará.

– ¿Quién dice que vamos a volver con nuestro ejército? -preguntó Pasha, mientras se incorporaba con ayuda de Alexander.

– ¡Mira quién habla! Tú eres un moribundo sin nada que perder y ningún sitio al que ir, pero nosotros tenemos familias esperándonos…

– Yo no tengo familia -precisó Alexander-. Pero Ouspenski tiene razón.

Ouspenski miró a Pasha y sonrió con satisfacción.

– Quédese aquí, Nikolai -dijo Alexander-, Quédese a esperar a que el Ejército Rojo venga a buscarlo.

La sonrisa desapareció de la cara de Ouspenski.

– ¡Usted tiene familia, capitán! ¿No dijo que tenía una esposa?

– Y él… -señaló a Pasha con decisión-, ¿no tiene una hermana?

Alexander y Pasha no dijeron nada.

– ¿Es que no les preocupa ella? Si se rinden, la enviarán a Arjanguelsk, a la isla de los Bolcheviques.

Nadie volvía de la isla de los Bolcheviques.

– ¿Listo? -preguntó Pasha a Alexander, sin hacer caso de las palabras de Ouspenski.

Alexander asintió y se acercó a los cuatro alemanes. Uno deliraba. Otro tenía una herida en el cráneo, superficial pero con mucha sangre.

Ouspenski respiraba nerviosamente y hacía un ruido similar al de Pasha.

– ¿Eso era lo que tramaban? -preguntó-. Capitán Belov: usted que ha recorrido quince mil kilómetros a través de ríos y montañas, divisiones y regimientos, campos minados y campos de la muerte, ¿usted va a entregarse ahora a los alemanes?

El asombro le hacía respirar con dificultad.

– Sí-respondió Alexander con una voz temblorosa-. Ya no puedo más. ¿Qué va a hacer usted? ¿Venir con nosotros o quedarse aquí?

– Me quedo aquí -declaró Ouspenski.

Alexander hizo el saludo militar.

– La culpa es de ése -rezongó Ouspenski-. Antes de que lo encontráramos, usted era un hombre de honor. Pero como ha visto que él vendió el alma al diablo, ha decidido hacer lo mismo.

– ¿Por qué se toma mi decisión como algo personal, teniente? -dijo Alexander-. ¿Qué tiene que ver con usted?

– Parece que todo -opinó Pasha.

– ¡Calla! Nadie estaba hablando contigo. Respira por el tubito y cierra la puta boca. De no ser por él, estarías muerto.

– ¡Mida sus palabras, Ouspenski! -protestó Alexander-. El comandante Metanov está por encima de nosotros en la jerarquía.

– Su jerarquía de Satanás no me merece ningún respeto -masculló Ouspenski-. En fin, capitán. ¿A qué está esperando para irse y dejar abandonados a sus hombres?

– A mí no me abandona, yo me voy con él -dijo tímidamente el cabo Danko.

– ¿Soy el único al que van a dejar aquí tirado? -exclamó Ouspenski, con los ojos como platos.

– Eso parece -dijo Pasha con una sonrisa.

Ouspenski se abalanzó sobre él, pero Alexander lo paró a tiempo. El valiente e imprudente Pasha no estaba en condiciones de defenderse de nadie, ni siquiera de un hombre con un solo pulmón. Necesitaba todas sus fuerzas para respirar.

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