– ¿ Qué pasa? -preguntó Alexander, dejando de correr. Se quitó la toalla de la boca para hablar pero enseguida notó que se asfixiaba.
– No lo sé -balbuceó Pasha, llevándose una mano a la garganta.
– Abre la boca.
Pasha abrió la boca pero no sirvió de nada. Se desplomó en el suelo como un árbol cortado, emitiendo los sonidos de la persona que se ahoga después de engullir un pedazo de comida o de recibir un balazo en el cuello. Los sonidos de alguien incapaz de respirar.
Alexander le puso la toalla sobre la nariz y la boca, pero Pasha seguía sin respirar y él mismo empezaba a ahogarse. Había resultado más fácil atravesar las llamas que estar parados y rodeados de humo. Ouspenski le tiró del brazo. Los alemanes estaban a unos metros, retenidos por la ametralladora de Danko, el último de los soviéticos supervivientes. Les faltaba muy poco para ponerse a salvo, pero Alexander no quería dejar solo a Pasha. No podía avanzar ni Podía retroceder.
Tenía que hacer algo. Pasha tenía convulsiones y se ahogaba.
Alexander se lo cargó a la espalda, se tapó la boca con la toalla y echó a correr con Ouspenski a su lado.
¿Cuánto tiempo perdió cargándose a Pasha a la espalda? No supo si se había demorado treinta segundos o un minuto. Pero a juzgar por la dificultad de Pasha para respirar sin asfixiarse, había sido mucho tiempo. Pronto sería demasiado tarde.
– ¿Dónde está el enfermero? -preguntó Alexander cuando empezó a despejarse el humo que flotaba en el aire.
– Murió, ¿no se acuerda? -respondió Ouspenski-. Nos quedamos con su casco.
Alexander no se acordaba
– ¿No tenía un ayudante?
– El ayudante murió hace siete días.
Alexander se descargó a Pasha de la espalda y se sentó en el suelo.
– ¿Qué le pasa? -preguntó Ouspenski.
– No lo sé. No le han disparado ni ha tragado nada.
Pasha estaba en el suelo, con la cabeza apoyada en el regazo de Alexander. Alexander le metió los dedos en la boca para ver qué le obstruía la respiración, pero no encontró nada. Bajó hasta el esófago, y no encontró el orificio de la tráquea. Notó la garganta inflamada y pulposa. Se arrodilló rápidamente al lado de Pasha, le tapó la nariz y le respiró en la boca varias veces seguidas. Nada. Volvió a introducirle aire más pausadamente, y nada. Volvió a palparle el interior de la boca, pero siguió sin encontrar el orificio de la tráquea.
– ¿Qué coño está pasando? -murmuró, asustado-. ¿Qué tiene.
– En Siniavino vi morir a varios soldados después de inhalar humo -explicó Ouspenski-. La garganta se les cerró completamente. Cuando les bajó la inflamación, ya estaban muertos. -Tomó aire a través del cuello mojado de la guerrera y añadió-: No se salvara, no puede respirar. No podemos hacer nada por él.
Alexander habría jurado que en la voz de Ouspenski había un deje de satisfacción, pero no tenía tiempo de protestar. Colocó a Pasha tumbado boca arriba en el suelo y le colocó la toalla enrollada debajo del cuello para que la cabeza quedara un poco inclinada para atrás. Hurgó en la mochilla en busca de su estilográfica, que afortunadamente estaba rota y no tenía tinta en la plumilla. Alexander agradeció silenciosamente la calidad de la fabricación soviética. Sacó. el cartucho de la estilográfica y buscó su cuchillo.
– ¿Qué va a hacer, capitán? -preguntó Ouspenski, señalando el cuchillo- ¿Quiere cortarle la garganta?
– Exacto -repuso Alexander-. Y cállese, no quiero oírlo hablar.
– Lo decía en broma -dijo Ouspenski, arrodillándose a su lado.
– Ilumínele el cuello, con la linterna bien quieta. Y coja este tubito de plástico y este cordel. Cuando le avise, páseme el tubito. ¿Entendido?
Se prepararon. Alexander respiró hondo. No había tiempo que perder. Se miró las manos para comprobar que no le temblaban los dedos.
Palpó la garganta de Pasha hasta encontrar la nuez, y bajó los dedos un poco más hasta llegar al trozo de piel que se extendía sobre la cavidad traqueal. Sabía que esta membrana era lo único que protegía el lumen de la tráquea. Con mucho cuidado, podía abrir un pequeño orificio e introducir el tubito para dejar pasar el aire; pero tenía que ser una incisión minúscula. Alexander nunca había practicado una intervención como aquélla. Sus manos no estaban hechas para las tareas delicadas, como las de Tatiana.
– Allá voy -susurró.
Contuvo el aliento y fue bajando el cuchillo hasta rozar la garganta de Pasha. A juzgar por las sacudidas de la linterna, Ouspenski era incapaz de contener el temblor de sus manos.
– ¡Joder, teniente! ¡Estése quieto! -protestó Alexander.
Ouspenski intentó serenarse.
– ¿Ha hecho esto alguna vez, capitán? -preguntó.
– No. Pero he visto hacerlo.
– ¿Funcionó?
– No muy bien-contestó Alexander.
Había visto hacerlo dos veces en el frente, y ninguno de los dos soldados había sobrevivido. En un caso, el enfermero había usado un cuchillo demasiado pesado y había partido la tráquea por la mitad. El otro soldado ya no había vuelto a abrir los ojos. Había conseguido respirar, pero no había abierto los ojos.
Con movimientos muy lentos, Alexander abrió una incisión de dos centímetros en la garganta de Pasha. La piel se resistía al avance del cuchillo. Además empezó a brotar sangre y resultaba difícil ver dónde iba cortando. Habría necesitado un bisturí pero sólo tenía su cuchillo de combate, el mismo que usaba para afeitarse y para matar. Alexander amplió un poco más la incisión, se colocó el cuchillo entre los dientes y terminó de abrir la piel con los dedos dejando ex-puesto un trozo de cartílago a uno y otro lado. Manteniendo separada la abertura, practicó una pequeña incisión en la membrana situada bajo la nuez, y de pronto se oyó un sonido, cuando la garganta de Pasha absorbió el aire del exterior. Alexander mantuvo la garganta abierta con los dedos hasta que los pulmones de Pasha terminaron de llenarse y después forzó la expulsión del aire. No era como respirar a través de la nariz y la boca, pero funcionaba.
– La estilográfica, teniente.
Ouspenski le pasó la estilográfica.
Alexander hundió medio tubito en el agujero, procurando no rozar el fondo de la tráquea. Tomó aliento y continuó.
– Ya está, Pasha -dijo-. El cordel, Ouspenski.
Ató un extremo del cordel al tubito y pasó el otro extremo por el cuello de Pasha para que el cartucho no se saliera.
– ¿Cuánto tarda en bajar la inflamación? -preguntó.
– ¿Cómo voy a saberlo?-replicó Ouspenski-. Los soldados que vi murieron antes de que les bajara.
Pasha respiraba de forma irregular y esporádica a través del tubito de plástico, y Alexander contemplaba su rostro congestionado y sucio de barro y pensaba que toda la guerra mundial había quedado reducida a esperar que la vida se introdujera en unos pulmones a través del cartucho vacío de una estilográfica de fabricación soviética.
Le había llegado la hora a Grinkov, a Mazarov, al miope Verenkov, a Telikov, a Yermenko; le había llegado la hora a Dasha; en cualquier momento llegaría la hora de Alexander. Ahora estaba vivo y un instante después estaba desangrándose sobre la superficie helada del Ladoga, envuelto en la guerrera helada como en un sudario. Ahora estaba vivo, y un instante después estaba tumbado boca abajo sobre el hielo, envuelto en la guerrera blanca, en un charco de sangre.
Sin embargo, durante un breve momento, Alexander había sido amado. Durante el tiempo de una respiración o del parpadeo de unos ojos afligidos, había sido profundamente amado.
– ¿Me oyes, Pasha? -preguntó-. Parpadea si me oyes.
Pasha parpadeó.
Alexander, con la respiración acelerada y un nudo en la garganta, recordó un poema titulado «Fantasía de un caballero caído en una noche fría y amarga».
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