Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana y Alexander: краткое содержание, описание и аннотация

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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Cuando consigue dejar de reír, Alexander le da lo que le pide.

– ¿Te rindes?

La voz de Tatiana es apenas audible.

– Por favor, señor, un poco más…

Alexander le da más.

– Suéltame las manos, marido -susurra Tatiana junto a la boca d e Alexander-. Quiero tocarte.

– ¿Te rindes?

– Sí, me rindo, me rindo.

Alexander la suelta y Tatiana lo acaricia.

Y ya no le queda nada para darle, Cuando Alexander termina, Tatiana tiene la cara y los pechos y el abdomen cubiertos de harina. De harina y de musgo y de él.

– Anda, levántate -susurra Alexander. -No puedo moverme -contesta Tatiana con otro susurro. Alexander la lleva en brazos hasta la orilla del Kama y los dos se lavan entre los peces del río, en la parte donde el agua es poco profunda…

– ¿Cuántas formas hay de matarte? -murmura Alexander, haciéndola sentarse en su regazo y besándola.

– Una sola -contesta Tatiana, mientras frota la cara mojada y enrojecida contra el cuello mojado de Alexander.

En los gélidos bosques de Polonia, Alexander, Pasha, Ouspenski y Danko, el único cabo superviviente, esperaban escondidos entre la vegetación, rodeados de enemigos, sin munición, sucios, heridos y empapados.

Alexander y Pasha esperaban la llegada de la inspiración o de la muerte.

Los alemanes habían vertido queroseno entre los árboles y le habían prendido fuego, y ahora ardían las llamas delante de Alexander y sus compañeros, y también a su izquierda y a su derecha.

– Alexander…

– Ya lo sé, Pasha.

Estaban sentados en el suelo, a pocos metros el uno del otro, con la espalda apoyada en los gruesos troncos de los robles. Alexander sentía el calor del incendio en la cara.

– Estamos atrapados.

– Sí.

– No nos quedan balas.

– No.

Alexander tallaba un trozo de madera.

– Es el final, ¿no? Ya no hay salida.

– No piensas en el final hasta que llega, de repente. No habíamos pensado una salida.

– Y cuando la pensemos, ya estaremos muertos -dice Pasha.

– En ese caso será mejor pensar deprisa.

Alexander miró al hermano de Tatiana. Tenía que sacarlo como fuera de aquel bosque. Tenía que salvarlo por ella, aunque en los momentos más negros había creído que Pasha no tenía salvación.

– No podemos rendirnos.

– ¿No?

– No. ¿Sabes cómo nos tratarán los alemanes? Hemos matado a cientos de sus compatriotas. ¿Piensas que serán clementes?

– Estamos en guerra, tienen que entenderlo. Y no hables tan alto.

Alexander no quería que Ouspenski los oyera, y Ouspenski siempre lo oía todo.

Pasha bajó la voz.

– Y tú sabes perfectamente bien que yo no puedo volver.

– Lo sé.

Se quedaron un momento callados, mientras Alexander tallaba una rama en forma de espada para controlar los nervios. Pasha estaba limpiando la ametralladora y soltó un bufido.

– ¿En qué piensas, Pasha?

– Pensaba en lo curioso que resulta terminar aquí.

– ¿Por qué?

– Mi padre estuvo aquí hace años, antes de la guerra, por trabajo. Nos impresionó mucho que lo mandaran a Polonia. Estuvo precisamente en esta zona y nos trajo cosas. A mí me regaló una corbata que usé hasta que se cayó a pedazos. Dasha decidió que el chocolate polaco era el mejor del mundo, y Tania, a pesar de tener un brazo roto, se puso enseguida el vestido que le había comprado mi padre.

Alexander dejó de tallar la madera.

– ¿Qué vestido?

– No sé, uno blanco. Tania era demasiado joven y delgada para usarlo y además tenía el brazo escayolado, pero se lo puso igualmente. Estaba orgullosísima.

– ¿Era…? -A Alexander se le quebró la voz-. ¿Era un vestido con unas flores bordadas?

– Sí, con unas rosas rojas.

Alexander emitió un gemido.

– ¿Dónde lo compró tu padre?

– Creo que en un pueblo llamado Swietokryzst. Sí, eso es: Tania decía que era el vestido de Santa Cruz y se lo ponía todos los domingos.

Alexander cerró los ojos y notó que no podía mover las manos.

– ¿Qué piensas que haría mi hermana? -oyó decir a Pasha.

Alexander pestañeó para alejar de su mente torturada la imagen de Tatiana sentada en un banco y comiéndose un helado con aquel vestido, caminando descalza por el Campo de Marte vestido, posando para el fotógrafo en la puerta de la iglesia de Molotov con aquel vestido.

– ¿Crees que decidiría retirarse? -preguntó Pasha.

– No, no lo haría.

Alexander sintió una opresión en el pecho. Tatiana no se retiraría aunque lo deseara; no lo haría aunque el se lo pidiera.

Alexander recogió la ametralladora, se acercó a Pasha y, antes de que Ouspenski se les acercara, susurró:

– Pasha, tu hermana huyó de Rusia sola, cuando estaba embarazada. Aunque llevaba armas, nunca las habría utilizado. Era contraria al uso de las armas. Sin disparar ni una bala, sin matar a nadie y con el niño en la barriga, fue capaz de dejar atrás los pantanos y llegar a Helsinki. Y si llegó a Finlandia, habrá que pensar que consiguió llegar más lejos. Haberte encontrado es una señal de que debo tener fe. Nos quedan cuatro hombres, ocho si contamos a los rehenes alemanes. Tenemos cuchillos, bayonetas y cerillas, podemos fabricar armas y, a diferencia de ella, podemos usarlas. No tenemos por qué quedarnos aquí sentados, como si no hubiera otra solución. No será fácil, pero tenemos que intentar ser más fuertes que Tatiana. ¿De acuerdo?

Alexander tenía la cara y el pelo cubiertos de barro y seguía apoyado contra el tronco del roble. Se persignó y besó el casco.

– Tenemos que atravesar el incendio para llegar al otro lado del bosque, cerca de donde están los alemanes. No hay otro remedio, Pasha.

– Es imposible, pero de acuerdo.

Les costó un poco convencer a Ouspenski y a los rehenes.

– ¿Qué le preocupa, Ouspenski? -preguntó Alexander-. Su capacidad respiratoria es la mitad de la normal. Eso es una ventaja en un incendio.

– Moriré abrasado antes de inhalar el humo -declaró Ouspenski.

Finalmente, todos se prepararon para atravesar las llamas. Alexander les ordenó que se cubrieran la cabeza.

– ¿Listos? -preguntó Pasha, con la ametralladora descargada en el hombro.

– Estoy listo -contestó Alexander-. Ten mucho cuidado, Pasha. Tápate la boca en todo momento.

– Si me tapo la boca no podré correr. Da igual, ya he estado otra vez en un incendio. Recuerda que los putos alemanes volaron el tren en el que viajaba. Respiraré a través de la gorra, pero prométeme que no me dejarás aquí abandonado.

– No te abandonaré -le aseguró Alexander.

Se colgó al hombro el mortero descargado y se tapó la boca con una toalla mojada y sucia de sangre.

Corrieron hacia las llamas.

Mientras corrían, Alexander respiraba a través de la toalla mojada. Ouspenski resistía todo el tiempo que podía sin tomar aire y trataba de respirar a través del cuello de la guerrera mojado por la lluvia. Pero Pasha atravesó el incendio sin taparse la boca. «¡Qué valiente» pensó Alexander. Valiente e insensato. Al final llegaron al otro lado de las llamas. Por una vez la ropa mojada les fue de utilidad porque la humedad repelía el fuego. Además, no se les podía quemar el pelo porque iban rapados. Uno de los prisioneros alemanes no tuvo suerte; le cayó una rama encima y perdió el conocimiento Uno de sus compatriotas se lo cargó a la espalda.

Cuando dejaron atrás las llamas, Alexander miró a Pasha y comprendió que la insensatez había sido superior a la valentía. Pasha estaba muy pálido y caminaba muy lentamente, hasta que tuvo que pararse. Todavía estaban rodeados de humo.

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