– ¿Te parece que Hitler es un hombre capaz de rendirse incondicionalmente o de preocuparse por salvar una vida o un millón de vidas? Si tiene que hundirse, se hundirá y arrastrará al mundo con él.
– Eso está claro -dijo Alexander.
Intentó llamar a Ouspenski con un silbido, pero Pasha lo detuvo poniéndole una mano en el hombro.
– Espera. Meditémoslo un poco, ¿de acuerdo?
Se sentaron sobre un tronco y encendieron un cigarrillo cada uno.
– Perdonarme la vida ha sido un error, Alexander -dijo Pasha.
– Ah, ¿sí? -Alexander siguió fumando-. De todos modos, tenemos que encontrar una solución. Si no, ni a ti ni a mí nos quedara ningún soldado al que mandar.
Pasha guardó silencio un momento.
– En ese caso, ¿sólo quedaríamos tú y yo en el bosque? -preguntó al final.
Alexander lo miró sorprendido. ¿De qué estaba hablando?
– Convenceré a mis hombres para que presenten la rendición si tú me garantizas que no los entregarás a la NKGB.
Alexander soltó una carcajada.
– ¿Y qué propones que haga con ellos?
– Incorporarlos a tu unidad. Tenemos armas, proyectiles, granadas, morteros, carabinas…
– Igualmente pensaba quedarme con ellas, Pasha. Eso es lo que hacen los vencidos: rendirse y entregar las armas. Pero ¿y tus hombres? ¿Cambiarán de bando otra vez?
– Lo harán si yo se lo digo.
– ¿Cómo van a hacer eso?
– ¿Qué propones? ¿Que nos dispersemos?
– ¿Una desbandada? ¿Sabes cómo se llama eso? Deserción.
Pasha lo miró en silencio.
– No tienes ninguna esperanza, Alexander -concluyó al cabo de un momento-. Al pie de la montaña te están esperando quinientos mil hombres.
– Sí, y por el otro lado se acercan trece millones más dispuestos a matarlos.
– Lo sé, pero ¿qué será de ti y de mí?
– Necesito las armas de tu unidad.
– Las tendrás. Pero sólo te quedan diecinueve soldados. ¿Qué demonios piensas hacer?
– No te preocupes por lo que pienso hacer… -dijo Alexander bajando la voz-. Sólo…
– ¿Sólo qué?
– Quiero entrar en Alemania, y tengo que sobrevivir hasta conseguirlo.
– ¿Por qué?
«Porque cuando lleguen a Berlín, los estadounidenses liberarán los campos de prisioneros de guerra y me liberarán a mí», pensó Alexander; pero no lo dijo.
– ¡Madre de Dios! -exclamó Pasha-. ¿Has perdido la cabeza?
– Sí.
Pasha lo contempló largamente, de pie entre las ramas goteantes de los árboles, con el cigarrillo consumiéndose entre los dedos crispados.
– ¿No sabes cómo son los alemanes, Alexander? ¿No te has enterado de nada? ¿Cómo puedes ser tan ingenuo?
– No soy ingenuo, al contrario. Y estoy enterado de todo, pero tengo esperanzas. Más que nunca. -Lanzó una mirada a Pasha-. ¿Por qué crees que te encontré?
– Para poder torturar a un moribundo.
– No, Pasha. Quiero ayudarte. Pero para eso tenemos que salir de aquí, los dos. ¿Tenéis material sanitario?
– Sí, nos quedan un montón de vendas, sulfamidas y morfina incluso un poco de penicilina.
– Perfecto, lo necesitaremos todo. ¿Y víveres?
– Tenemos latas de todo tipo. Hasta leche en polvo y huevos deshidratados. Y sardinas, jamón, pan…
– ¿Pan enlatado?
Alexander estuvo a punto de sonreír.
– ¿Qué habéis estado comiendo vosotros?
– La carne de mis soldados -contestó Alexander-. ¿Son rusos tus hombres?
– Casi todos, pero hay diez alemanes. ¿Qué quieres hacer con ellos? No querrán pasarse a nuestras filas para combatir contra su propio ejército.
– Claro que no. Sería algo inimaginable, ¿verdad?
Pasha desvió la mirada.
– Los haremos prisioneros -concluyó Alexander.
– Pensaba que un batallón disciplinario no estaba autorizado a hacer prisioneros.
– Aquí se hace lo que digo yo -replicó Alexander-, puesto que los que debían enviarme refuerzos me han abandonado. Dime, ¿vas a ayudarnos o no?
Pasha fumó una última calada, apagó el cigarrillo y se pasó la mano por la cara para secarse las gotas de lluvia (en un gesto inútil, pensó Alexander).
– Os ayudaré. Pero tu teniente no estará de acuerdo. Él quiere matarme.
– Ya me ocupo yo de él -dijo Alexander.
Ouspenski no fue fácil de convencer.
– ¿Se ha vuelto loco? -susurró enojado cuando Alexander le describió sucintamente el plan de incorporación de la unidad de Pasha.
– ¿Tiene una idea mejor?
– Pensaba que tenía que venir Gronin con refuerzos.
– Le mentí. Encárguese de reunir a las tropas.
– Le dije que lo ejecutara y que esperásemos a que llegaran los refuerzos.
– No pienso ejecutarlo, y no pienso quedarme aquí esperando nada. No van a venir.
– Capitán, no está cumpliendo el reglamento de guerra. No estamos autorizados a hacer prisioneros, y estamos obligados a matar al comandante enemigo.
– Encárguese de reunir a mis hombres y no diga más tonterías, teniente.
– Capitán…
– ¡Obedezca, teniente!
Ouspenski se volvió receloso hacia Pasha e intercambió con él una mirada gélida.
– ¿Lo ha desatado, capitán? -preguntó Ouspenski en voz baja, mirando a Alexander.
– Ocúpese de sus cosas y déjeme que yo me ocupe de lo demás…
Alexander, Ouspenski y Telikov tenían catorce soldados y dos cabos bajo su mando. Con la incorporación del batallón de Pasha tendrían a más de sesenta hombres, sin contar los prisioneros de guerra alemanes. Alexander llamó a Pasha con un gesto.
– Tienen que saber que soy yo el que los convoco -dijo Pasha.
– Muy bien -repuso Alexander-. Me quedaré a tu lado y les hablarás tú para que sepan que son órdenes tuyas.
Cuando se iban, Ouspenski se interpuso en su camino.
– Con el debido respeto, señor, no le dejaré acercarse a la línea de fuego.
– Sí que me dejará, teniente -insistió Alexander, empujando a Ouspenski con la punta de la ametralladora.
– ¿Ha jugado alguna vez al ajedrez, capitán? -preguntó Ouspenski-. ¿Sabe que a veces un jugador tiene que sacrificar a la reina para acabar con la reina rival? Sus hombres acabarán con él y con usted.
– Es cierto -asintió Alexander-, pero yo no soy la reina, Ouspenski. No les servirá de nada matarme.
– Lo matarán para ganar la partida. Por mí, este imbécil puede acercarse a ellos y parar las balas con los dientes si quiere. Pero si a usted le pasa algo, no nos quedará nadie.
– Se equivoca, teniente. Quedará usted. Ahora ya sé por qué nos ordenaron abrir camino en esta parte del bosque. -Bajó la voz-. Fue porque aquí estaban los vlasovistas. Stalin quiere que una parte de la escoria (ellos) acabe con el resto de la escoria (nosotros). -Para que Pasha no lo oyera, Alexander se apartó unos pasos con Ouspenski-: Nuestra única orden es seguir adelante, y nuestra única responsabilidad es salvar a nuestros soldados. No queda casi ninguno vivo. Estará de acuerdo en perdonarle la vida a Metanov para salvar a los soldados que nos quedan, ¿no?
– No -respondió Nikolai-. Al hijo de puta ese voy a matarlo yo mismo.
– Si lo toca, es hombre muerto, Nikolai -lo amenazó Alexander en voz baja-. Controle su fervor patriótico, porque si a Pasha Metanov le pasa algo, iré a por usted.
– Señor…
– ¿Lo ha entendido?
– No, no lo entiendo. Es un hombre sin importancia…
– Este hombre es el hermano de mi esposa -le explicó Alexander.
El rostro de Ouspenski registró un cambio apenas perceptible y a sus ojos asomó una expresión difícil de precisar: la confirmación de algo, un atisbo de comprensión… como si el teniente hubiera estado esperando una respuesta como ésa.
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