Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana y Alexander: краткое содержание, описание и аннотация

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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¿Había dicho «Metanov»?

Era obvio que su mente torturada le estaba gastando una broma. Recogió la granada con manos temblorosas, pero no fue capaz de lanzarla.

Estaba tan cerca… Podría haber matado al capitán y a su asistente sin ninguna dificultad. ¿Y ahora qué?

Si eran el cansancio y la impaciencia los que le habían hecho imaginar el nombre, peor para él. Un poco más de olvido y un poco menos de vacilación, y no estaría a tres pasos del jefe de los alemanes, imaginándose que había oído decir «Metanov».

Alexander dio tres pasos cautelosos en dirección a la tienda. Pensó que el capitán no colocaría una mina tan cerca del sitio donde dormía, y acertó. Extendió la mano hasta rozar la lona con los dedos. Vio la luz de una linterna en el interior y oyó el roce de unos papeles No podía oír su propia respiración. No porque respirara en silencio. sino porque había dejado de respirar.

Sigilosamente, deshizo el nudo que amarraba la tienda a una de las estacas. Gateó hasta el otro lado y deshizo otro nudo, y otro y el último. Respiró hondo, desenfundó la pistola sin amartillarla para no hacer ruido, empuñó el cuchillo, contó hasta tres y saltó sobre la tienda, inmovilizando al capitán por debajo de la lona. El hombre no pudo reaccionar. Alexander se había dejado caer con todo su peso sobre él y le había apoyado en la cabeza el cañón de la Tokarev, ahora ya amartillada.

– ¡Quieto! -susurró Alexander en ruso.

Palpó la lona en busca de sus manos y se las inmovilizó con las rodillas. Hurgó bajo la lona en busca de la pistola. Encontró la pistola y el cuchillo de combate en el suelo, entre lo que debían de ser el camastro y la manta. Notó que el hombre atrapado tensaba los músculos.

– ¡Quieto! -repitió Alexander-. ¿Me entiendes o tengo que hablarte en alemán? ¡Shhh!

Por si acaso, le dio un puñetazo que lo dejó sin sentido. Apartó la lona y le enfocó la cara con la linterna. Era joven y seguramente tenía el pelo negro, aunque llevaba la cabeza rapada. Una profunda cicatriz le cruzaba la cara desde el ojo hasta la mandíbula. Tenía sangre en la cabeza y en el cuello y varias heridas mal curadas, era flaco y su piel se veía pálida a la luz de la linterna; estaba inconsciente; era ruso o alemán. No era nada y lo era todo. Alexander no encontraba respuestas en el rostro del joven.

Lo sacó a rastras de la tienda, se lo cargó a la espalda y antes de que el asistente tuviera tiempo de volver con el vaso de agua, se lo llevó hacia el campamento soviético.

Ouspenski casi dejó de respirar con su único pulmón cuan vio que Alexander llevaba a la espalda al jefe del grupo enemigo. Había estado esperando nerviosamente junto a la tienda y estaba preocupado. Se levantó de un salto, pero antes de que pudiera decir nada, Alexander lo interrumpió con un gesto.

– No diga nada. Tráigame una cuerda. Alexander y Ouspenski ataron al joven a un árbol, detrás de la tienda.

Esa noche, Alexander esperó largas y angustiosas horas junto al militar capturado, hasta que lo vio abrir los ojos y lanzarle una mirada furiosa e inquisitiva… Alexander se le acercó y le quitó el pañuelo con el que lo había amordazado.

– Sólo tenías que dispararme, cabrón! -fueron las primeras palabras en ruso que oyó Alexander-. Pero no: ¡tenías que apartarme de mis hombres en medio de la batalla!

Alexander no dijo nada.

– ¿Qué coño miras? -preguntó en voz baja el jefe enemigo-. ¿Estás imaginando cómo me gustaría morir? ¡Busca una forma lenta y dolorosa! ¡Me importa una mierda!

Alexander abrió la boca. Pero antes de decir nada, acercó un termo con café a la boca del joven y le dejó beber unos sorbos.

– ¿Cómo te llamas? -dijo.

– Kolonchak -respondió el joven.

– ¿Cuál es tu nombre verdadero?

– Éste es mi nombre verdadero.

– ¿Y el apellido?

– Soy Andréi Kolonchak.

– Si ése es tu nombre verdadero, tendré que matarte para que no te conviertas en un héroe o en un mártir -le advirtió cogiendo el fusil.

– ¿Qué crees, que me da miedo la muerte? -dijo el joven, riendo-. Dispara, camarada. Estoy preparado.

– ¿Y los soldados que has dejado atrás, están preparados para que tú mueras?

– Claro. Lo estamos todos.

El joven apoyó la espalda en el tronco del roble y miró a Alexander sin pestañear.

– Dime quién eres.

– ¿Que te diga qué? ¿Y quién coño eres tú? ¿Mi hermano de armas? No voy a decirte nada. Mátame ya si no quieres que llame a gritos a mis hombres. Ellos morirán, pero tú te quedarás sin el patético grupito que te queda. No pienso decirte ni una palabra.

– Estás en mi campamento, a un kilómetro y medio de tus soldados. Grita cuanto quieras, chilla como una niña, nadie te oirá. ¿Cómo te llamas?

– Andrei Kolonchak, ya te lo he dicho.

– Tu apellido es una combinación del de Alexander Kolchak, el dirigente del Ejército Blanco en la guerra civil rusa, y el de la camarada Kolontai.

– Así es.

– ¿Y por qué te llamó «capitán Metanov» tu ayuda de campo?

El joven pestañeó. Durante un instante, desvió la mirada. Fue un instante muy breve, pero Alexander lo acusó directamente en el corazón.

– ¿Capitán Pável Metanov? -preguntó, incapaz de mirarlo a los ojos.

El hombre atado al árbol no dijo nada. Alexander no dijo nada. Miró el fusil, miró sus manos, miró el musgo, sus botas, las piedras… Tomó aliento y emitió un hondo y doloroso suspiro.

– ¿Pasha Metanov? -precisó.

Alzó los ojos y vio que el joven lo escrutaba con una expresión perpleja y conmovida, con la expresión del viajero que de repente oye hablar en inglés en plena China, la expresión de quien acaba de recorrer dos mil kilómetros y de repente se cruza con un rostro al que conoce. Como si una cámara hubiera tomado un retrato en blanco y negro de un niño sonriente y un militar herido y atado a un árbol, todo a la vez.

– No entiendo nada -dijo el joven, con voz desmayada-. ¿Quién eres tú?

– Soy… -empezó Alexander, pero se le quebró la voz y no pudo continuar.

«Soy el que clama a un cielo indiferente.»

«Pero el cielo no es indiferente. Mira quién está aquí delante.» Alexander contempló al hombre atado al árbol con una mezcla de tristeza, confusión e incredulidad.

– Soy Alexander Belov -consiguió articular por fin-, y en el 42 me casé con una mujer llamada Tatiana Metanova.

Fue grande el dolor que sintió Alexander al pronunciar en voz alta el nombre de Tatiana, pero aún mayor debió de ser el que sintió el hombre atado al árbol. Hizo una mueca de dolor, ahogó un gemido, se enroscó sobre sí mismo y agachó la cara temblorosa.

– No puede ser. Coge el arma y dispárame -dijo.

Alexander dejó la Shpagin en el suelo y caminó lentamente hacia él.

– Por Dios, Pasha, ¿cómo se te ocurrió? ¿Qué has hecho?

– No hablemos de mí -dijo el hombre llamado Pasha Metanov-. ¿Estás casado con Tania? ¿O sea que ella se encuentra bien?

– No está aquí -dijo Alexander.

– Está muerta? -balbuceó Pasha.

– No creo. -Alexander bajó la voz-. No está en la Unión Soviética.

– ¿Qué quieres decir? ¿Adónde ha ido?

– Pasha…

– Tenemos tiempo. Es lo único que tenemos. Cuéntame.

– Huyó a través de Finlandia, embarazada y sola -explicó Alexander en un susurro-. No sé si logró llegar a algún sitio, si está a salvo, si es libre. No sé nada. A mí me arrestaron y me pusieron al mando de este batallón disciplinario.

– ¿Y qué sabes de…? -La voz de Pasha flaqueó-. ¿De mi familia?

Alexander meneó la cabeza.

– ¿Se ha salvado alguien?

– Nadie -suspiró Alexander.

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