David notó que alguien le tocaba el hombro, y, al volverse, se encontró con una cara familiar. Era el Leñador. Tenía sangre en la ropa y en la piel, y las gotas de sangre que le caían del hacha formaban un charco oscuro en el suelo.
El niño no podía hablar; dejó caer la espada y la bolsa, y abrazó con fuerza al Leñador, que le puso una mano en la cabeza y le acarició el pelo con cariño.
– Creía que estabas muerto -suspiró David-, vi cómo los lobos te llevaban a rastras.
– Ningún lobo podría quitarme la vida -respondió el hombre-. Conseguí abrirme paso hasta la casita del criador de caballos, atranqué la puerta, y las heridas me dejaron inconsciente. Tardé muchos días en recuperarme lo suficiente para seguir tu rastro, y no logré atravesar las filas de los lobos hasta ahora. Pero debemos marcharnos de aquí de inmediato, porque esto no permanecerá en pie mucho tiempo.
David notó cómo las almenas temblaban bajo sus pies y vio que se abría un agujero en un muro. Otras grietas aparecieron en los edificios principales, y los ladrillos y la argamasa empezaron a caer sobre el suelo de adoquines. El laberinto de túneles que recorría la parte de abajo del castillo se estaba derrumbando, y el mundo de reyes y hombres torcidos se hacía añicos.
El Leñador condujo a David hasta el patio, donde les esperaba un caballo. El hombre le dijo que subiera al animal, pero David prefirió recoger a Scylla de la cuadra. La yegua, asustada por los sonidos de la batalla y el aullido de los lobos, relinchó de alivio al ver al chico. David le dio unas palmaditas en la frente y le susurró palabras amables, después se subió a lomos de la montura y siguió al Leñador hacia el exterior del castillo. Unos guardias a caballo hostigaban a los lobos en retirada, obligándolos a alejarse cada vez más de los muros, mientras un flujo continuo de gente salía por las puertas principales, sirvientes y cortesanos cargados de toda la comida y todas las riquezas que habían podido reunir, abandonando el castillo antes de que se convirtiese en ruinas. David y el Leñador tomaron una ruta que los alejó de la confusión, y sólo se detuvieron cuando estuvieron a una distancia segura de lobos y hombres; entonces observaron desde lo alto de una colina que daba al castillo. Desde allí vieron cómo la estructura se derrumbaba hasta quedar convertida en un gran agujero en el suelo, marcado por madera, ladrillos, y una nube de polvo sucio y asfixiante. Después se volvieron y cabalgaron juntos durante muchos días, hasta llegar por fin al bosque por el que David había entrado a aquel mundo. Ya sólo quedaba un árbol señalado con una cuerda roja, puesto que toda la magia del Hombre Torcido se había deshecho con su muerte.
El Leñador y David desmontaron delante del árbol.
– Ha llegado el momento -dijo el Leñador-. Ahora debes irte a casa.
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David estaba en medio del bosque, mirando el trozo de cuerda y el hueco del árbol que, de nuevo, se revelaba ante ellos. Uno de los árboles cercanos había sufrido hacía poco las garras de un animal, y de la herida del tronco salía una savia sanguinolenta que formaba un charco sobre la nieve. Una brisa agitó a sus vecinos, cuyas ramas acariciaron la copa del herido, calmándolo y consolándolo, haciendo que fuese consciente de su presencia. Las nubes empezaban a abrirse, y la luz del sol se introducía por los huecos; el mundo cambiaba, transformado por el final del Hombre Torcido.
– Ahora que debo marcharme, no estoy seguro de querer irme -dijo David-. Siento que me quedan muchas cosas por ver, y no quiero que las cosas vuelvan a ser como antes.
– Hay personas esperándote al otro lado -respondió el Leñador-, y tienes que regresar con ellos. Te quieren, y sus vidas estarán más vacías sin ti. Tienes un padre, un hermano y una mujer que se convertirá en tu nueva madre, si la dejas. Debes regresar, si no quieres arruinar sus vidas con tu ausencia. En cierto modo, ya has tomado tu decisión, porque rechazaste el trato del Hombre Torcido: decidiste no vivir aquí, sino en tu propio mundo. -David asintió, porque sabía que su amigo tenía razón-. Te preguntarán muchas cosas si te presentas así -añadió el Leñador-. Tienes que dejar aquí todo lo que llevas puesto, incluso la espada. No la necesitarás en tu mundo.
David sacó de su bolsa el paquete en el que guardaba el pijama y la bata hechos jirones, y se los puso detrás de un arbusto. Su vieja ropa le resultaba extraña; había cambiado tanto que era como si perteneciese a otra persona, a alguien que le resultaba vagamente familiar, pero más joven y tonto. Era la ropa de un niño, y él había dejado de serlo.
– Dime algo, por favor -dijo David.
– Lo que quieras.
– Me diste ropa cuando llegué aquí, la ropa de un niño. ¿Alguna vez has tenido hijos?
– Todos eran hijos míos -respondió el Leñador, sonriendo-. Todos los que se perdieron, todos los que se encontraron, todos los que vivieron y todos los que murieron: todos, todos eran míos, en cierto modo.
– ¿Sabías que el rey era un traidor cuando me acompañabas a visitarlo? -le preguntó David. Era una pregunta que lo había incomodado desde la reaparición del Leñador. No podía creerse que aquel hombre fuese capaz de ponerlo en peligro a sabiendas.
– ¿Y qué habrías hecho si te hubiese dicho lo que sabía, o lo que sospechaba, sobre el rey y el tramposo? Cuando llegaste aquí estabas consumido por la rabia y la pena; habrías sucumbido ante los halagos del Hombre Torcido, y todo se habría perdido. Yo quería llevarte en persona hasta el rey y, por el camino, habría intentado ayudarte a ver el peligro en el que estabas, pero eso no estaba escrito. En cambio, aunque otros te ayudaron en tu viaje, fue tu fuerza y tu valor lo que te hizo comprender tu lugar en ambos mundos, tanto éste como el tuyo. Cuando te encontré eras un niño, pero ahora te estás convirtiendo en un hombre.
Le ofreció una mano a David, y el chico la aceptó; después la soltó y abrazó al Leñador. Al cabo de un momento, el hombre le devolvió el gesto, y así se quedaron unos instantes, bañados de luz, hasta que el niño se apartó.
Después, David se acercó a Scylla y le besó la frente.
– Te echaré de menos -susurró, y la yegua relinchó bajito y le acarició el cuello con el hocico.
El niño se acercó al viejo árbol y miró al Leñador.
– ¿Podré volver algún día? -le preguntó, y el Leñador le dio una contestación muy extraña.
– La mayoría de la gente vuelve al final.
Levantó la mano para despedirse, y David tomó aire y se metió en el tronco del árbol.
Al principio sólo olía a almizcle, tierra y hojas secas podridas. Tocó el interior del árbol y notó la corteza áspera en los dedos; aunque el árbol era enorme, no podía dar más de unos cuantos pasos antes de darse con la corteza. Todavía le dolía el brazo en el lugar donde el Hombre Torcido le había arañado, y empezaba a sentir claustrofobia. No parecía haber salida, pero el Leñador no podía haberle mentido. No, tenía que tratarse de un error. Decidió salir al bosque de nuevo, pero, cuando se volvió, ya no había entrada; el árbol se había sellado por completo, y él se había quedado atrapado dentro. David empezó a gritar pidiendo ayuda y a golpear la madera con los puños, pero las palabras despertaban ecos y le rebotaban en la cara, burlándose de él mientras se desvanecían.
Entonces, de repente, vio luz. El árbol estaba sellado, pero notaba una luz fija que brillaba sobre él. David levantó la mirada y vio algo brillante, como una estrella; mientras lo observaba, la luz creció cada vez más, descendiendo, o quizá fuera él quien subía, ascendiendo para encontrarse con ella, porque sus sentidos estaban hechos un lío. Oyó ruidos que no le resultaban familiares (metal sobre metal, el rechinar de unas ruedas) y olió un producto químico fuerte cerca de él. Empezaba a ver cosas: la luz, las ranuras y las fisuras del tronco del árbol…, pero, poco a poco, se dio cuenta de que tenía los ojos cerrados. Si tal era el caso, ¿cuántas cosas más podría ver al abrirlos?
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