– Has cometido un error fatal -dijo el líder-. Tendrías que haberte quedado detrás de los muros del castillo. Con el tiempo lograremos entrar, pero podrías haber vivido un poco más si te hubieses quedado dentro.
El Hombre Torcido se rió en la cara de Leroi, que, salvo por algunos pelos díscolos y un pequeño hocico, era de apariencia casi humana.
– No, eres tú el que se equivoca -respondió-. Mírate, no eres ni humano ni animal, sino una criatura lamentable que vale menos que cualquiera de las dos cosas. Odias lo que eres y quieres ser lo que, en realidad, no puedes. Quizá cambie tu aspecto, pero, por mucho que te vistas con las elegantes ropas que robas de los cadáveres de tus víctimas, siempre seguirás siendo un lobo por dentro. Aunque llegues a parecer un hombre, ¿qué crees que pasará cuando la transformación exterior se complete, cuando empieces a parecerte del todo a las presas que antes cazabas? La manada ya no te respetará como a uno de los suyos. Lo que más deseas es lo que acabará contigo, porque te harán pedazos, y morirás en sus garras, como otros han muerto en las tuyas. Hasta entonces, mestizo, te digo… ¡adiós!
Y, con aquellas palabras, el hombrecillo desapareció por la entrada del túnel. Leroi tardó un par de segundos en darse cuenta de lo sucedido; entonces abrió la boca y aulló de rabia, pero el sonido que surgió fue una especie de tos estrangulada. Era como el Hombre Torcido había dicho: la transformación de Leroi era casi completa, y su voz de lobo empezaba a convertirse en una voz de hombre. Para ocultar su sorpresa ante la falta de aullido, Leroi llamó a dos de sus exploradores y les dijo que entraran en el túnel. Los dos olisquearon con cautela la tierra removida, y uno metió la cabeza dentro, sacándola al instante, por si el asesino esperaba al otro lado. Como no pasó nada, lo intentó de nuevo, quedándose dentro un poco más. Olió el aire del túnel; el rastro del Hombre Torcido estaba presente, pero se debilitaba, lo que quería decir que huía de ellos.
Leroi hincó una rodilla en el suelo y examinó el agujero; después miró hacia las colinas, detrás de las cuales se encontraba el castillo. Meditó sus opciones; a pesar de la fanfarronada, era cada vez menos probable que lograsen encontrar la forma de atravesar los muros del castillo. Si no atacaban pronto, su ejército lupino se pondría más nervioso y hambriento de lo que ya estaba, y las manadas rivales se volverían unas contra otras. Habría peleas, se comerían a los más débiles, y toda aquella ira haría que se volvieran en contra de Leroi y sus loups. No, tenía que moverse, y deprisa. Si conseguía hacerse con el castillo, su ejército podría alimentarse de sus habitantes, mientras los loups y él hacían planes para el nuevo orden. Quizás el Hombre Torcido hubiese sobrestimado sus habilidades al utilizar el túnel para dejar el castillo, corriendo un riesgo innecesario con la esperanza de matar a algunos lobos, o incluso a Leroi en persona. Por la razón que fuese, Leroi había recibido la oportunidad que tan desesperadamente necesitaba. El túnel era estrecho, así que tendrían que ir de uno en uno, pero podrían meter una pequeña avanzadilla en el castillo y, si la avanzadilla lograba abrir las puertas desde dentro, aplastarían a los defensores rápidamente.
El loup se volvió hacia sus lugartenientes.
– Enviad a algunos señuelos a los muros del castillo para distraer a las tropas que los protegen -ordenó-. Que las fuerzas principales avancen, y traedme a mis mejores lobos grises. ¡Que comience el ataque!
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XXXI. Sobre la batalla y el destino de los futuros reyes
El rey estaba hundido en su trono, con la barbilla sobre el pecho. Parecía dormido, pero, al acercarse, David vio que el anciano tenía los ojos abiertos e inexpresivos, mirando al suelo. El libro de las cosas perdidas estaba sobre su regazo, y el monarca apoyaba una de sus manos en la cubierta. Cuatro guardias lo rodeaban, uno en cada esquina de la tarima, y había más en las puertas y la galería. Cuando el capitán se acercó con David, el rey levantó la vista, y su expresión hizo que a David se le formase un nudo en el estómago: era el rostro de un hombre al que le habían dicho que sólo podría evitar al verdugo convenciendo a otro de que ocupase su lugar, y el rey había encontrado a esa persona en David. El capitán se detuvo delante del trono, hizo una reverencia y los dejó. El monarca ordenó a los guardias que se alejasen, porque no quería que oyesen su conversación, y después intentó recomponer sus facciones para fingir amabilidad, aunque los ojos lo traicionaban: dejaban patente su desesperación, hostilidad y astucia.
– Esperaba hablar contigo en mejores circunstancias -empezó-. Estamos rodeados, pero no hay nada que temer, porque no son más que animales, y siempre los superaremos. -Le hizo un gesto con el dedo para que se acercase-. Ven aquí, chico.
David subió los escalones, y, al llegar arriba, su cara estuvo al mismo nivel que la del rey. El anciano pasó los dedos por los brazos del trono, deteniéndose de vez en cuando a examinar un detalle especialmente delicado de su ornamentación, a acariciar ligeramente un rubí o una esmeralda.
– Es un trono maravilloso, ¿no es así? -le preguntó a David.
– Es muy bonito -respondió el niño, y el monarca le lanzó una mirada penetrante, como si sospechara que el chico se burlaba de él. La cara de David no revelaba nada, y el rey decidió dejar pasar su respuesta sin reprenderlo.
– Desde el principio de los tiempos, los reyes y reinas del lugar se han sentado en este trono y han gobernado sus tierras desde él. ¿Sabes qué tenían en común? Yo te lo diré: todos venían de tu mundo, no de éste. Tu mundo, mi mundo. Cuando un soberano muere, otro cruza la frontera entre los mundos y asume el trono. Así funcionan aquí las cosas, y es un gran honor ser el elegido. Ese honor es ahora tuyo. -David no contestó, así que el rey siguió hablando-. Sé que ya has conocido al Hombre Torcido. No dejes que su apariencia te engañe, porque sus intenciones son nobles, aunque tenga cierta tendencia a… manipular la verdad. Te ha estado protegiendo durante tu viaje, y su intervención te ha salvado de la muerte más de una vez. Al principio, sé que te ofreció devolverte a casa, pero era mentira: no tiene intención ni poder para hacerlo hasta que reclames el trono. Cuando hayas ocupado el lugar que te corresponde, podrás ordenarle que haga lo que tú quieras. Si rechazas el trono, te matará y buscará a otro. Siempre ha sido así.
»Debes aceptar lo que se te ofrece. Si no te gusta, o si descubres que gobernar no es una de tus habilidades, puedes ordenarle al Hombre Torcido que te lleve a tu casa, y el trato concluirá. Al fin y al cabo, serás el rey, mientras que él seguirá siendo un súbdito. Sólo te pide que venga tu hermano contigo, para que puedas tener algo de compañía en este nuevo mundo cuando empiece tu reinado. Con el tiempo, puede que incluso te traiga a tu padre, si quieres, e imagina lo orgulloso que se sentirá al ver a su primogénito sentado en un trono, ¡el rey de un gran reino! Bien, ¿qué te parece?
Cuando el rey terminó de hablar, David había dejado de sentir lástima por él, porque todo lo que le había contado era mentira. El rey no sabía que David había visto El libro de las cosas perdidas , que había entrado en la guarida del Hombre Torcido y que había conocido a Anna. David sabía de corazones devorados en la oscuridad y de unos tarros que guardaban la esencia de los niños para que el Hombre Torcido siguiera viviendo. El soberano, aplastado por la culpa y la pena, quería que lo liberasen del trato con el Hombre Torcido y diría cualquier cosa para que David ocupase su lugar.
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