John Connolly - El Libro De Las Cosas Perdidas

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John Connolly, el aclamado autor irlandés de novela negra, sorprende agradablemente con la publicación de El libro de las cosas perdidas, una espeluznante y genial novela para el público juvenil y también adulto.
En su dormitorio del desván, David, un niño de doce años, llora la muerte de su madre. Está enfadado y solo, con la única compañía de los libros de sus estantes. Pero los libros han empezado a susurrarle en la oscuridad, y, mientras se refugia en los mitos y los cuentos que su madre tanto amaba, descubre que el mundo real y el mundo imaginario han empezado a mezclarse. Mientras la guerra se extiende por Europa, David aterriza de golpe en una tierra que es producto de su imaginación, pero aterradoramente real…
John Connolly nació en Dublín en 1968. Considerado como uno de los escritores de suspense más importantes de la actualidad, todas sus novelas se han convertido en best sellers según la lista de ventas del Sunday Times.
Esta novela abre la colección avalado por magníficas críticas en la prensa internacional: The Times, The Independent, Daily Mail, Sunday Times…

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– ¿Es eso El libro de las cosas perdidas ? -preguntó el niño-. Dicen que contiene todo tipo de conocimientos, quizás incluso magia. ¿Es cierto?

– Oh, muy cierto -respondió el anciano, con los ojos relucientes-. Te lo daré cuando abdique y la corona sea tuya. Será mi regalo de coronación. Con él podrás ordenarle al Hombre Torcido que haga lo que desees, y él tendrá que obedecer. Cuando seas rey, ya no lo necesitaré.

El rey pareció arrepentirse durante un momento; pasó de nuevo los dedos por la cubierta del libro, alisando los hilos sueltos, explorando los lugares donde el lomo había empezado a separarse del resto. Era como un ser vivo para él, como si a él también le hubiesen arrancado el corazón al llegar a aquella tierra, y el órgano hubiese adoptado la forma de un libro.

– ¿Y qué os pasará cuando yo sea rey? -preguntó David.

– Oh -contestó el rey, apartando la vista-, me iré de aquí y encontraré un lugar tranquilo donde disfrutar de mi retiro. Puede que regrese a nuestro mundo para ver qué ha cambiado desde que me fui. -Pero sus palabras sonaban a hueco, y la voz se le rompía bajo el peso de la culpa y las mentiras.

– Sé quién eres -afirmó David en voz baja.

– ¿Qué has dicho? -preguntó el rey, inclinándose hacia delante.

– Sé quién eres -repitió David-. Eres Jonathan Tulvey, y el nombre de tu hermana adoptiva era Anna. Tuviste celos de ella cuando la llevaron a tu casa, y esos celos no desaparecieron. El Hombre Torcido te visitó y te enseñó cómo sería tu vida sin ella, así que la traicionaste. La engañaste para que te siguiera a través del jardín hundido y llegase a este lugar, donde el Hombre Torcido la mató, se comió su corazón y metió su espíritu en un tarro de cristal. El libro que tienes en el regazo no es mágico, y los únicos secretos que guarda son los tuyos. Eres un anciano malvado y triste, y puedes quedarte con tu trono y tu reino, porque yo no lo quiero. No quiero nada de esto.

– Entonces, morirás -exclamó el Hombre Torcido, saliendo de entre las sombras. Parecía mucho mayor que la última vez que David lo había visto, y su piel estaba desgarrada y con aspecto enfermizo. Tenía heridas y ampollas en la cara y las manos, y apestaba a podredumbre-. Veo que has estado ocupado -siguió diciendo-. Has estado metiendo las narices donde no debías y te has llevado algo que me pertenece. ¿Dónde está?

– La niña no te pertenece -respondió David-. No le pertenece a nadie. -David desenvainó la espada, que se agitó un poco en el aire, porque le temblaban las manos, pero no mucho. El Hombre Torcido se rió de él.

– Da igual -le aseguró-, ya no me sirve de nada. Ten cuidado, no vaya a ser que diga lo mismo de ti. La muerte viene en tu busca, y ninguna espada podrá rechazarla. Te crees valiente, pero veamos lo valiente que eres cuando notes el aliento y la saliva de los lobos en la cara, cuando estén a punto de desgarrarte la garganta. Entonces llorarás, gemirás y me llamarás, y quizá responda. Quizá…

»Dime el nombre de tu hermano, y yo te libraré del dolor. Te prometo que no sufrirá daño alguno. Esta tierra necesita un rey; si aceptas subir al trono, dejaré que tu hermano viva cuando lo traiga. Encontraré a otro para ocupar su lugar, porque todavía queda arena en mi reloj. Los dos viviréis aquí juntos, y tú gobernarás con justicia y te olvidarás de todo esto. Te doy mi palabra. Sólo tienes que decirme su nombre.

Los guardias observaban a David con las armas desenvainadas, listos para derribarlo si intentaba hacerle daño al rey. Pero el rey levantó la mano para hacerles saber que todo iba bien, y los hombres se relajaron un poco mientras observaban el desarrollo de los acontecimientos.

– Si no me dices su nombre, volveré a tu mundo y mataré al bebé en su cuna -lo amenazó el Hombre Torcido-. Aunque sea lo último que haga, dejaré su sangre sobre la almohada y las sábanas. Tu elección es sencilla: podéis reinar los dos juntos o morir por separado. No hay más alternativas.

– No -respondió David, sacudiendo la cabeza-. No te lo permitiré.

– ¿Que no me lo vas a permitir? ¿Tú? -La cara del Hombre Torcido se desfiguró para escupir la palabra. Los labios se le rajaron, y un hilillo de sangre le cayó de la herida, porque no le quedaba más dentro-. Escúchame -dijo-, deja que te diga la verdad sobre el mundo al que tan desesperado estas por regresar: es un lugar de dolor, sufrimiento y pena. Cuando te fuiste, estaban atacando varias ciudades; las mujeres y los niños volaban en pedazos o se abrasaban vivos con las bombas que tiraban otros hombres que también tenían mujeres y niños; sacaban a la gente a rastras de sus casas y los mataban en la calle. Tu mundo se hace pedazos, y lo más divertido es que las cosas no estaban mucho mejor antes de que empezase la guerra. La guerra sólo le da a la gente una excusa para dejarse llevar, para poder asesinar impunemente. Ha habido otras guerras antes, y habrá guerras después, y, entre una y otra, las personas lucharán entre ellas, se harán daño, se mutilarán y engañarán, porque es lo que siempre han hecho.

«Además, aunque te libres de la guerra y de una muerte violenta, niño, ¿qué crees que te reserva la vida? Ya has visto lo que es capaz de hacer: se llevó a tu madre, le robó la salud y la belleza, y la tiró a la basura como si fuese la cáscara podrida y marchita de una fruta. Te quitará a más gente, te lo aseguro; aquellos que más quieras, ya sean amantes o hijos, caerán, y tu amor no podrá salvarlos. Te fallará la salud; te volverás viejo y enfermo; te dolerán las extremidades, se te nublará la vista, y la piel se te arrugará; notarás dolores que ningún médico podrá curar; las enfermedades encontrarán un hueco cálido y húmedo dentro de ti, y allí medrarán, extendiéndose por tu cuerpo, corrompiéndolo célula a célula hasta que les supliques a los doctores que te dejen morir, que pongan fin a tu miseria, pero no lo harán. Así que seguirás viviendo, sin nadie que te coja de la mano o te acaricie la frente, hasta que llegue la Muerte para llevarte con ella a la oscuridad. La vida que dejas atrás no es vida. Aquí podrás ser rey, te permitiré envejecer con dignidad y sin dolor, y, cuando debas morir, te haré dormir tranquilamente y despertarás en el paraíso que elijas, porque cada hombre tiene su Cielo. A cambio, sólo te pido que me des el nombre del niño que vive en tu casa, para que tengas compañía en este lugar. ¡Dime el nombre! Dímelo antes de que sea demasiado tarde.

Mientras hablaba, el tapiz que se encontraba detrás del rey se movió, se hinchó, y una forma gris apareció en la sala, saltando sobre el pecho del guardia más cercano. La cabeza del lobo bajó y se giró, y el guardia acabó con el cuello destrozado. El animal dejó escapar un gran aullido, aunque las flechas de los hombres de la galería cayeron sobre él y le atravesaron el corazón. Otros lobos salieron del túnel, tantos que el antiguo tapiz cayó de la pared, roto, en una nube de polvo. Los grises, los más leales y feroces de las tropas de Leroi, estaban invadiendo la sala del trono. Se oyó un cuerno, y aparecieron guardias por todas las entradas. Se inició una feroz batalla en la que los guardias cortaban y arponeaban a los lobos, y éstos mordían y gruñían, buscando cualquier abertura que hubiese para matar a los hombres. Atacaban piernas, estómagos y brazos, rajando barrigas y desgarrando cuellos. Pronto el suelo estuvo inundado de sangre, canales rojos que fluían entre los bordes de las piedras. Los guardias habían formado un semicírculo alrededor del umbral abierto, pero el gran número de lobos los hacía retroceder.

El Hombre Torcido señaló la rebosante masa de hombres y animales en lucha.

– ¡Mira! -le gritó a David-. Tu espada no te salvará, sólo yo puedo hacerlo. Dime su nombre, y yo te sacaré de aquí en un instante. ¡Habla y podrás salvarte!

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