John Connolly - El Libro De Las Cosas Perdidas

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John Connolly, el aclamado autor irlandés de novela negra, sorprende agradablemente con la publicación de El libro de las cosas perdidas, una espeluznante y genial novela para el público juvenil y también adulto.
En su dormitorio del desván, David, un niño de doce años, llora la muerte de su madre. Está enfadado y solo, con la única compañía de los libros de sus estantes. Pero los libros han empezado a susurrarle en la oscuridad, y, mientras se refugia en los mitos y los cuentos que su madre tanto amaba, descubre que el mundo real y el mundo imaginario han empezado a mezclarse. Mientras la guerra se extiende por Europa, David aterriza de golpe en una tierra que es producto de su imaginación, pero aterradoramente real…
John Connolly nació en Dublín en 1968. Considerado como uno de los escritores de suspense más importantes de la actualidad, todas sus novelas se han convertido en best sellers según la lista de ventas del Sunday Times.
Esta novela abre la colección avalado por magníficas críticas en la prensa internacional: The Times, The Independent, Daily Mail, Sunday Times…

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Y allí estaba el Hombre Torcido, agachado en una esquina, con una lámpara en una de las pálidas manos que habían arrastrado a David, y un enorme escarabajo negro en la otra. Mientras David lo observaba, el Hombre Torcido se metió el nervioso insecto en la boca, con la cabeza por delante, y lo cortó por la mitad con los dientes. Lo masticó, sin dejar de mirar a David. La mitad inferior del insecto siguió moviéndose durante unos segundos, pero después se quedó quieta. El Hombre Torcido se la ofreció a David, y el niño vio parte de las entrañas del bicho, que eran blancas, y tuvo ganas de vomitar.

– ¡Ayúdame! -gritó-. ¡Roland, ayúdame, por favor!

Pero no hubo respuesta, y las vibraciones de sus gritos no hicieron más que desprender tierra del techo del hueco. La tierra le cayó en la cabeza y en la boca, y David la escupió y se preparó para volver a gritar.

– Oh, yo no haría eso -le advirtió el Hombre Torcido. Se metió una uña entre los dientes y sacó una larga pata negra de escarabajo que se le había clavado en la encía-. Este terreno no es estable, y, con todo lo que ha nevado, bueno, prefiero no pensar en lo que pasaría si se te cayese todo encima. Creo que morirías, y no sería una muerte agradable.

David cerró la boca, porque no quería acabar enterrado vivo con los insectos, los gusanos y el Hombre Torcido.

El Hombre Torcido se puso a comerse la mitad inferior del escarabajo, quitándole el caparazón para dejar al aire sus tripas.

– ¿Seguro que no quieres un poco? -le preguntó-. Está muy bueno: crujiente por fuera y tierno por dentro. Sin embargo, a veces prefiero dejar lo crujiente y quedarme con lo tierno. -Se llevó el cuerpo del insecto a la boca y le chupó la carne, para después tirar el resto en un rincón-. Me pareció buena idea tener una charla contigo sin que tu, mmm, «amigo» nos interrumpiera. Creo que no has entendido bien la naturaleza de tu situación, todavía pareces pensar que aliarte con el primero que pase te servirá de algo, pero no es así, ¿sabes? Yo soy la única razón por la que sigues vivo, no un ignorante leñador ni un caballero caído en desgracia.

– El Leñador no era un ignorante -repuso David, que no podía soportar que aquel tipo insultara a los hombres que lo habían ayudado-. Y Roland discutió con su padre, no ha caído en desgracia.

– ¿Eso te ha dicho? -preguntó el Hombre Torcido, esbozando una sonrisa muy desagradable-. Ay, ay. ¿Has visto el retrato que lleva en su medallón? Raphael, ¿no es ése el nombre de la persona que busca? Un nombre muy bonito para un joven. Estaban los dos muy unidos, ya sabes. Oh, sí, muuuy unidos. -David no sabía bien qué quería decir el Hombre Torcido, pero su forma de hablar hacía que el niño se sintiera sucio-. Quizá quiera que tú seas su nuevo amigo -siguió diciendo el Hombre Torcido-. Te observa por las noches, ya sabes, mientras duermes. Cree que eres guapo y quiere estar cerca de ti, y bien cerca.

– No hables así de él -lo advirtió David-. No te atrevas.

El Hombre Torcido saltó como una rana y aterrizó delante de David. Con su mano huesuda agarró con fuerza la mandíbula del niño y le clavó las uñas en la piel.

– No me digas lo que tengo que hacer, niño. Podría arrancarte la cabeza si quisiera y utilizarla para adornar mi mesa. Podría abrirte un agujero en el cráneo y meter dentro una vela, después de comerme lo que haya dentro… que no será mucho, supongo. No eres un crío muy listo, ¿verdad? Te metes en un mundo que no comprendes, persiguiendo la voz de alguien que sabes que está muerto; no encuentras la forma de volver, así que insultas a la única persona que puede ayudarte, es decir, yo. Eres un niñito muy maleducado, desagradecido e ignorante. -El Hombre Torcido chascó los dedos y sacó una larga aguja afilada, ensartada con un tosco hilo negro hecho de lo que parecían ser patas entrelazadas de escarabajos muertos-. Bueno, ¿por qué no intentas mejorar tus modales antes de que tenga que coserte los labios? -Soltó la cara de David y le dio unas amables palmaditas en la mejilla-. Deja que te dé una prueba de mis buenas intenciones -ronroneó. Se metió la mano en la bolsa de cuero que llevaba en el cinturón, sacó de ella el hocico que le había cortado al lobo explorador y lo agitó delante del niño-. Te estaba siguiendo y te encontró al salir de la iglesia del bosque. Te habría matado, de no haber intervenido yo. Otros lo seguirán, están sobre tu pista y cada vez son más. Las transformaciones se multiplican, y nadie puede pararlos. Ha llegado su momento, incluso el rey lo sabe, aunque no tiene la fuerza suficiente para interponerse en su camino. Te recomendaría regresar a tu mundo antes de que vuelvan a encontrarte, y yo puedo ayudarte en eso. Dime lo que quiero saber, y estarás a salvo en tu cama antes de que caiga la noche. Todo irá bien en tu hogar, y tus problemas se habrán solucionado: tu padre te querrá a ti y sólo a ti. Te lo puedo prometer si contestas a una sola pregunta.

David no quería hacer un pacto con el Hombre Torcido, porque sabía que no podía confiar en él y estaba seguro de que le escondía muchas cosas. Un trato con aquel hombre no sería ni sencillo ni gratuito. Pero el niño también sabía que mucho de lo que le estaba diciendo era cierto: los lobos se acercaban y no se detendrían hasta encontrarlo. Roland no podía matarlos a todos. Además, estaba la Bestia: aunque era terrible, no era más que uno de los horrores que aquella tierra parecía esconder. Habría otros, quizá peores que los loups o la Bestia. Estuviese donde estuviese la madre de David, ya fuera en aquel mundo o en otro, parecía fuera de su alcance, no podía encontrarla. Pensar que podía hacerlo había sido una idiotez, aunque sólo se debía a que deseaba de todo corazón que fuese cierto, quería que su madre estuviese viva de nuevo, porque la echaba de menos. A veces se olvidaba de ella, pero, al olvidarla, la recordaba otra vez, y el dolor que sentía por ella regresaba con nueva fuerza. En cualquier caso, la respuesta a su soledad no estaba en aquel lugar; había llegado el momento de volver a casa. Por eso, el niño dijo:

– ¿Qué quieres saber?

El Hombre Torcido se inclinó sobre él y susurró:

– Quiero que me digas el nombre del niño que vive en tu casa. Quiero que me digas cómo se llama tu hermanastro.

– Pero ¿por qué? -preguntó David, perdiendo el miedo por un instante. Si el Hombre Torcido era la misma figura que había visto en su dormitorio, ¿no era posible que también hubiese estado en otras partes de la casa? El niño recordó que un día se había despertado con la desagradable sensación de que algo o alguien le había tocado la cara mientras dormía. A veces se notaba un olor extraño en el dormitorio de Georgie (más extraño, al menos, que el olor que normalmente salía de Georgie). ¿Sería un indicio de la presencia del Hombre Torcido? ¿Era posible que el Hombre Torcido no lograse oír el nombre de Georgie durante sus incursiones en la casa? ¿Y por qué era tan importante para él saberlo?

– Sólo quiero oírlo de tu boca -respondió el Hombre Torcido-. Es una cosita muy fácil, un favor diminuto, diminuto. Dímelo, y todo esto acabará.

David tragó saliva con dificultad. Tenía muchas ganas de volver a casa, y sólo había que decir el nombre de Georgie. ¿Qué tenía de malo? Abrió la boca para hablar, pero el nombre que se oyó no fue el de su hermano, sino el suyo.

– ¡David! ¿Dónde estás?

Era Roland. David oyó cómo excavaba en la tierra que lo cubría. El Hombre Torcido siseó, disgustado por la interrupción.

– ¡Deprisa! -le dijo a David-. ¡El nombre! ¡Dime el nombre! -La tierra caía sobre la cabeza del niño, y una araña le correteó por la cara-. ¡Dímelo! -chilló el Hombre Torcido, y el techo de tierra les cayó encima, cegando y enterrando a David. Antes de fallarle la vista, vio al Hombre Torcido correr hacia uno de los túneles y escaparse. David tenía tierra en la boca y en la nariz, intentó respirar, pero se le atrancó en la garganta: estaba ahogándose en tierra. Notó unas manos fuertes que lo cogían por los hombros y lo sacaban al exterior, donde volvió a sentir el aire fresco y limpio. Se le aclaró la visión, pero todavía tosía tierra y bichos. La mano de Roland oprimió el cuerpo de David para que expulsara la porquería y los insectos de la garganta, y el chico escupió tierra, sangre, bilis y cosas que reptaban al limpiarse sus vías respiratorias; después, se tumbó de lado en la nieve. Las lágrimas se le helaron en las mejillas, y le castañetearon los dientes.

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