– ¿Y para qué te ha servido eso? -le preguntó Roland.
David levantó la mirada y vio que Roland lo observaba desde el límite del bosque, sentado a lomos de Scylla.
– Creía que me habías abandonado -contestó David.
– ¿Por qué lo has creído?
David se encogió de hombros, avergonzado por su arranque de mal humor y por las dudas sobre su compañero, pero intentó ocultarlo atacándolo.
– Me desperté y no estabas -respondió-. ¿Qué iba a creer?
– Que estaba explorando el camino que teníamos delante. No he estado fuera mucho tiempo y me pareció que aquí estabas a salvo. Esta tierra tiene roca debajo, así que tu amigo no puede usar los túneles contra ti, y siempre he estado a la distancia suficiente para oírte. No tenías razón alguna para dudar de mí. -Roland desmontó y se acercó a David, con Scylla detrás-. Las cosas no han sido lo mismo entre nosotros desde que ese hombrecillo asqueroso te arrastró bajo tierra -dijo el soldado-. Creo tener una ligera idea de lo que te ha dicho sobre mí. Lo que siento por Raphael es algo mío y sólo mío. Lo amaba, y eso es todo lo que la gente necesita saber. El resto no es asunto de nadie.
»En cuanto a ti, tú eres mi amigo. Eres valiente y más fuerte de lo que pareces, más fuerte de lo que tú mismo crees. Estás atrapado en una tierra extraña con un desconocido como única compañía, pero has desafiado a lobos, trols, una bestia que había destruido a un ejército de hombres armados y las sucias promesas del ser al que llamas el Hombre Torcido. Y en ningún momento te he visto desesperado. Cuando acepté llevarte al rey, creía que serías una carga, pero has demostrado ser merecedor de respeto y confianza. Espero que yo, a cambio, haya probado merecer tu respeto y confianza, porque, sin eso, estamos los dos perdidos. Y bien, ¿vendrás conmigo? Ya casi hemos llegado a nuestro destino.
El soldado le ofreció una mano a David, el niño la cogió, y Roland lo ayudó a levantarse.
– Lo siento -dijo David.
– No tienes nada de qué disculparte -repuso Roland-. Pero recoge tus cosas, porque ya casi hemos acabado.
Cabalgaron durante un rato, pero, conforme avanzaban, el aire que los rodeaba empezó a cambiar. A David se le erizó el pelo de la cabeza y los brazos, y podía sentir la electricidad estática cuando los tocaba con la mano. El viento les llevaba un extraño aroma del oeste, mohoso y seco, como el interior de una cripta. La tierra se elevó bajo sus pies hasta que llegaron a la cumbre de una colina, y allí se detuvieron para mirar lo que había abajo.
Ante ellos tenían la forma oscura de una fortaleza, como una mancha sobre la nieve. A David le pareció más una sombra que la fortaleza en sí, porque tenía algo muy extraño. Distinguía una torre central, muros y cobertizos, pero todo estaba borroso, como las líneas de una acuarela en un papel húmedo. Se encontraba en el centro de un bosque, pero todos los árboles que la rodeaban estaban caídos, como si los hubiese derribado una gran explosión. En las almenas, David vislumbró reflejos metálicos. Los pájaros flotaban en el aire sobre ella, y el olor seco se había hecho más intenso.
– Aves carroñeras -comentó Roland, señalándolos-. Se alimentan de los muertos. -David sabía en qué estaba pensando el soldado: Raphael había entrado en aquel lugar y no había regresado-. Quizá debas quedarte aquí -siguió diciendo Roland-. Estarás más seguro.
David miró a su alrededor: los árboles de aquella zona eran distintos de los demás, retorcidos y antiguos, con las cortezas enfermas y llenas de agujeros. Parecían hombres y mujeres ancianos congelados en un instante de dolor. No quería quedarse solo entre ellos.
– ¿Más seguro? -repuso el niño-. Nos siguen los lobos, y quién sabe qué más vive en estos bosques. Si me dejas aquí, te seguiré a pie. Puede que te sea de utilidad allí dentro. No te decepcioné en la aldea, cuando la Bestia me persiguió, y no te decepcionaré ahora -le aseguró con decisión.
Roland no discutió con él, y bajaron juntos hasta la fortaleza. Mientras atravesaban el bosque, oyeron voces susurrando. Los sonidos parecían provenir de los árboles, surgir de las aberturas en los troncos, pero el niño no logró averiguar si eran las voces de los árboles o de seres ocultos que moraban dentro de ellos. Dos veces le pareció ver movimiento en los agujeros, y una vez estuvo seguro de distinguir unos ojos que lo observaban desde el interior de un árbol, pero, cuando se lo dijo a Roland, el soldado se limitó a responder:
– No tengas miedo. Sean lo que sean, no tienen nada que ver con la fortaleza, así que no son asunto nuestro, a no ser que ellos decidan lo contrario.
Sin embargo, sacó lentamente la espada, la bajó y cabalgó con ella en la mano, lista para usar.
El bosque estaba tan tupido que perdieron de vista la fortaleza mientras lo atravesaban, así que David se sobresaltó un poco cuando por fin salieron de allí y llegaron al desolado paisaje de troncos caídos. La fuerza del estallido, o de lo que fuera, había arrancado los árboles de cuajo, de modo que las raíces yacían expuestas sobre unos hoyos profundos. En el epicentro estaba la fortaleza, y David empezó a entender por qué le había parecido borrosa a lo lejos.
Estaba completamente cubierta de unas enredaderas marrones que rodeaban la torre central, y cubrían muros y almenas. De aquellas enredaderas nacían oscuras espinas, algunas de hasta treinta centímetros de largo y más gruesas que la muñeca de David. Podrían haber intentado trepar los muros usando las enredaderas, pero el más nimio traspiés habría supuesto empalarse un miembro o, peor, la cabeza o el corazón en aquellas púas.
Rodearon el perímetro a caballo hasta llegar a las puertas, que estaban abiertas, aunque la enredadera había formado una barrera que impedía la entrada. A través de los huecos entre las espinas, David vio un patio y una puerta cerrada en la base de la torre central. Una armadura yacía en el suelo delante de la puerta, pero no había ni yelmo ni cabeza.
– Roland -dijo el niño-. Ese caballero…
Pero Roland no miraba hacia las puertas, ni al caballero, sino que tenía la cabeza levantada y los ojos fijos en las almenas. David siguió su mirada y descubrió qué era lo que había visto brillar antes sobre los muros.
Habían empalado las cabezas de varios hombres en las espinas más altas, de cara al exterior, sobre las puertas. Algunos todavía llevaban los yelmos, aunque les habían levantado o arrancado las viseras para que se les pudiera ver la cara, mientras que a otros no les quedaba ninguna armadura. La mayoría eran poco más que calaveras, y, aunque tres o cuatro eran todavía reconocibles como hombres, no parecía quedarles carne en la cara, sólo una fina capa de piel gris y apergaminada sobre el hueso. Roland examinó a cada uno de ellos hasta recorrer todas las caras de los hombres muertos que adornaban las almenas. Cuando terminó, parecía aliviado.
– Raphael no está entre los que puedo identificar -dijo-. No veo ni su cara, ni su armadura.
Desmontó y se acercó a la entrada, donde sacó la espada para cortar una de las espinas. El pincho cayó al suelo, y, al instante, otro aún más largo y grueso creció en su lugar. Crecía tan deprisa que estuvo a punto de atravesar el pecho de Roland antes de que el soldado lograse, justo a tiempo, apartarse de su camino. Roland intentó después cortar el tallo, pero su espada sólo logró arañarlo, y el daño se reparó solo ante sus ojos, así que dio un paso atrás y envainó de nuevo la espada.
– Tiene que haber una forma de entrar -dijo-. Si no, ¿cómo consiguió llegar hasta ahí ese caballero antes de morir? Esperaremos. Esperaremos y observaremos. Quizá nos revele sus secretos si tenemos paciencia. -Se sentaron después de encender una pequeña hoguera para calentarse, y vigilaron en silencio y nerviosos la Fortaleza de las Espinas.
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