A medio camino del pasillo había un enorme comedor, dominado por una gran mesa de roble con cien sillas alrededor. Tenía velas encendidas a todo lo largo, y su luz iluminaba un majestuoso banquete: pavos, gansos y patos asados, y el punto central era un gigantesco cerdo con una manzana en la boca. Se veían bandejas con pescados y embutidos, y verduras humeantes en grandes ollas. Olía todo tan bien, que David se sintió atraído por la habitación, incapaz de resistirse al impulso de su hambriento estómago. Alguien había empezado a cortar uno de los pavos, porque le habían quitado el muslo y habían colocado unos trozos de carne blanca de la pechuga, tiernos y jugosos, en un plato. David cogió uno de los trozos, y estaba a punto de morderlo cuando vio un insecto que cruzaba la mesa. Era una hormiga roja muy grande, y se acercaba a un fragmento de piel que había caído del pavo. La hormiga cogió el fresco bocado marrón entre las mandíbulas, lista para llevárselo, pero, de repente, se tambaleó, como si el peso fuese más de lo que esperaba; soltó la piel, se balanceó un poco más y dejó de moverse. El niño la empujó con el dedo, pero el insecto no reaccionó: estaba muerto.
David soltó el trozo de pavo en la mesa y se limpió rápidamente los dedos en la ropa. Al fijarse mejor, vio que la mesa estaba repleta de insectos muertos. Los cadáveres de moscas, escarabajos y hormigas salpicaban la madera y los platos, todos envenenados por lo que contenía la comida. David se alejó de la mesa y regresó al pasillo; había perdido el apetito.
Pero si el comedor le había dado asco, la siguiente habitación en la que miró le resultó mucho más perturbadora: era su dormitorio en la casa de Rose, perfectamente recreado hasta en el último libro de la estantería, aunque más ordenado de lo que David lo había tenido nunca. La cama estaba hecha, pero las almohadas y sábanas estaban ligeramente amarillentas y cubiertas de una fina capa de polvo. También había polvo en los estantes, y, cuando David entró, dejó sus huellas en el suelo. Delante de él estaba la ventana que daba al jardín, abierta, y se oían ruidos que provenían del exterior, risas y gente cantando. Se acercó al cristal y miró afuera; en el jardín de abajo, tres personas bailaban en círculo: su padre, Rose y un chico al que David no reconoció, aunque supo al instante que se trataba de Georgie. Georgie era mayor, tenía unos cuatro o cinco años, pero seguía siendo un niño rechoncho. Sonreía de oreja a oreja mientras sus padres bailaban con él, su padre cogiéndolo de la mano derecha, y Rose de la izquierda, con el sol iluminándolos desde un cielo azul perfecto.
– ¡Chocolate, molinillo -le cantaban-, corre, corre, que te pillo!
Y Georgie se reía contento, mientras las abejas zumbaban y los pájaros cantaban.
– Se han olvidado de ti -dijo la voz de la madre de David-. Antes, ésta era tu habitación, pero ya nadie entra. Tú padre lo hacía al principio, pero después se resignó a perderte, y empezó a disfrutar de su otro hijo y su nueva esposa. Ella está otra vez embarazada, aunque todavía no lo sabe. Georgie tendrá una hermana, y entonces tu padre tendrá dos hijos de nuevo y ya no tendrá que recordarte.
La voz parecía salir de todas partes y de ninguna a la vez, del interior de David y del pasillo, del suelo bajo sus pies y del techo sobre su cabeza, de las piedras de las paredes y de los libros de los estantes. Durante un instante, el niño creyó verla reflejada en el cristal de la ventana, una visión descolorida de su madre de pie tras él, mirándolo. Cuando se volvió, no había nadie, pero su reflejo seguía en el cristal.
– No tiene que ser así -siguió diciendo la voz. Los labios de la imagen del espejo se movían, pero parecían decir otras palabras, porque los movimientos no coincidían con las palabras que oía David-. Sigue siendo valiente y fuerte durante un poco más. Encuéntrame aquí, y así podremos recuperar nuestra antigua vida. Rose y Georgie desaparecerán, y tú y yo ocuparemos su lugar.
Las voces del jardín cambiaron, ya no cantaban y reían. Cuando miró, David vio a su padre cortar el césped y a su madre podar un rosal con unas tijeras, cortando cada rama y colocando las flores rojas en una cesta que tenía a sus pies. Sentado en un banco entre ellos, leyendo un libro, estaba David.
– ¿Ves? ¿Ves cómo podría ser? Ahora ven, llevamos demasiado tiempo separados. Ha llegado el momento de que volvamos a reunimos, pero ten cuidado: ella estará observando y esperando. Cuando me veas, no mires a izquierda ni a derecha, mantén los ojos fijos en mi cara y todo irá bien.
La imagen desapareció del cristal, y las figuras se desvanecieron del jardín. Se levantó un viento frío que formó fantasmas de polvo en el cuarto, oscureciéndolo todo. El polvo hizo que David tosiera y le llorasen los ojos, así que salió de la habitación y se inclinó en el pasillo, entre toses y escupitajos,
Oyó un ruido cerca: el sonido de una puerta al cerrarse y echarse el pestillo desde dentro. Se volvió, y una segunda puerta se cerró y se bloqueó desde el interior, y después otra y otra. La puerta de todas las habitaciones por las que pasaba se cerraba con fuerza. En aquel momento, la puerta de su dormitorio se le cerró en sus narices, y todas las puertas que le quedaban por delante hicieron lo mismo. Sólo las antorchas iluminaban el camino y, de repente, también se fueron apagando, empezando por las que estaban más cerca de las escaleras. Detrás de él, todo se sumergía en una oscuridad total, que avanzaba muy deprisa. Pronto, todo el pasillo estaría a oscuras.
David corrió, intentando desesperadamente mantenerse por delante de las sombras que se acercaban, mientras notaba en los oídos el ruido de los portazos. Se movía tan deprisa como podía sobre el duro suelo de piedra, pero las luces morían con más rapidez de lo que él podía correr. Vio que las antorchas que tenía justo detrás se apagaban, después las que tenía a cada lado y, finalmente, las que tenía delante. Siguió corriendo, esperando poder alcanzarlas de algún modo, esperando no quedarse solo en la oscuridad. Entonces, la última antorcha se apagó, y ya no pudo ver nada.
– ¡No! -gritó el niño-. ¡Mamá! ¡Roland! ¡No veo! ¡Ayudadme!
Pero nadie respondió. David se quedó quieto, sin saber qué hacer, porque no sabía qué tenía delante, pero sí sabía que las escaleras estaban detrás. Si se volvía, siguiendo la pared, podía encontrarlas, pero estaría abandonando a su madre y a Roland, si seguía vivo. Si avanzaba, tendría que avanzar a ciegas por un lugar desconocido, presa fácil para la mujer de la que había hablado la voz de su madre, la hechicera que protegía aquel lugar con espinas y enredaderas, y que reducía a los hombres a cascarones vacíos y cabezas en almenas.
Entonces, David vio una luz diminuta a lo lejos, como una luciérnaga suspendida en la oscuridad, y la voz de su madre dijo:
– David, no tengas miedo, ya casi has llegado. No te rindas ahora.
Hizo lo que le decía, y la luz se hizo más intensa y brillante, hasta que vio que se trataba de una lámpara colgada sobre su cabeza. Poco a poco, la silueta de un arco quedó a la vista, y David se fue acercando hasta llegar a la entrada de una gran cámara, en la que cuatro enormes pilares de piedra sujetaban un techo abovedado. Las paredes y los pilares estaban cubiertos de enredaderas con espinas más gruesas que las que guardaban los muros y las puertas de la fortaleza, con pinchos tan largos y afilados que algunos eran más altos que David. Entre cada par de pilares había una lámpara, colgada de una recargada estructura de hierro, y su luz iluminaba cofres llenos de monedas y joyas, copas y marcos dorados, espadas y escudos, todos hechos de oro y piedras preciosas. Era un tesoro tan grande que quedaba fuera del alcance de la imaginación de la mayoría de los hombres, pero David apenas le echó un vistazo, porque su atención se centraba en un altar elevado de piedra en el centro del cuarto. Una mujer yacía en el altar, inmóvil como los muertos. Llevaba un vestido de terciopelo rojo y tenía las manos cruzadas sobre el pecho. Al mirarla con más cuidado, el niño vio que el pecho de la mujer se movía, que respiraba, por lo que aquélla era la dama dormida, la víctima del encantamiento de la hechicera.
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