– He dicho que no lo he robado -repitió David-, y no va a ir a ninguna parte con vosotros. Ahora, alejaos.
– Vaya, será…
El de la espada cogió de nuevo las riendas de Scylla pero, esta vez, David hizo que levantase las patas delanteras, y la instó a avanzar y a bajar sobre el ladrón. Uno de los cascos golpeó al hombre en la frente, y se oyó un ruido hueco a roto cuando el hombre cayó muerto al suelo. Su compañero bandido estaba tan perplejo que no supo reaccionar lo bastante deprisa. Todavía intentaba levantar el arco cuando David espoleó a Scylla, con la espada desenvainada y extendida. Atacó al arquero, y la punta de la espada lo alcanzó en el cuello, cortando los harapos y rebanando la carne de abajo. El bandido se tambaleó y se le cayó el arco. Se llevó la mano al cuello e intentó hablar, pero sólo surgió un ruido húmedo, como un borboteo. La sangre le corría entre los dedos y se derramaba sobre la nieve, y la parte delantera de su ropa ya estaba empapada de rojo cuando cayó de rodillas junto a su compañero muerto, cortándose el flujo de sangre conforme el corazón le dejaba de latir.
David hizo que Scylla se volviese para ponerla de cara al hombre moribundo.
– ¡Os lo advertí! -gritó el niño. Estaba llorando, llorando por Roland, por su madre y su padre, incluso por Georgie y Rose, por todas las cosas que había perdido, tanto las que sabía nombrar como las que sólo podía sentir-. Os dije que me dejaseis en paz, pero no habéis querido. Mirad lo que habéis conseguido. ¡Idiotas! ¡Hombres estúpidos!
El arquero abrió y cerró la boca, y sus labios formaron unas palabras, pero no pudo emitir ningún sonido. Tenía la mirada fija en el chico. David vio cómo entrecerraba los ojos, como si no acabase de entender lo que se decía ni lo que le pasaba, arrodillado en la nieve, con su propia sangre encharcándose a su alrededor.
Después, lentamente, abrió mucho los ojos y su expresión quedó en calma, como si la muerte le diese una explicación.
David bajó del lomo de Scylla y le miró las patas para comprobar que no se había hecho daño durante el enfrentamiento. No parecía estar herida. Había sangre en la espada de David, y se le ocurrió limpiarla en la ropa harapienta de uno de los hombres muertos, pero no quería tocar los cadáveres. Tampoco quería limpiarla en su propia ropa, porque entonces llevaría su sangre encima, así que abrió la bolsa, sacó un trozo de muselina vieja con la que Fletcher había envuelto un poco de queso y la utilizó para librarse de la sangre. Después tiró el trapo ensangrentado en la nieve, antes de echar a patadas los cadáveres en la zanja paralela al camino. Estaba demasiado cansado para intentar esconderlos mejor. De repente, sintió un gruñido en el estómago, notó un sabor agrio en la boca y la piel se le cubrió de sudor. Se apartó de los cuerpos y vomitó detrás de una roca, sufriendo una arcada tras otra hasta que sólo pudo escupir gas apestoso.
Había matado a dos hombres. No había querido hacerlo, en realidad, pero estaban muertos por su culpa. Los loups y los lobos que habían perdido la vida en el cañón, incluso lo que le había hecho a la cazadora en su casita y a la hechicera en su torre, no le habían afectado tanto. Había provocado la muerte de otros, cierto, pero había matado a uno de aquellos dos desgarrándole la carne con la punta de una espada. Los cascos de Scylla se habían encargado del otro, pero David estaba en la silla cuando pasó y la había urgido a hacerlo. Ni siquiera había tenido que pensarlo, le había salido de forma natural, y era esa capacidad para causar daño lo que lo asustaba más que nada en el mundo.
Se lavó la boca con nieve, volvió a montar en Scylla y la animó a continuar, dejando atrás su acto, aunque no el recuerdo del mismo. Mientras cabalgaba, unos gordos copos de nieve empezaron a caer, posándose sobre su ropa, y sobre la cabeza y el lomo de Scylla. No había viento. La nieve caía lentamente, en línea recta, añadiendo otra capa a los montículos, y tapando caminos, árboles, arbustos y cadáveres, todos, tanto vivos como muertos, ocultos bajo su velo. Los cadáveres de los ladrones pronto quedaron cubiertos de blanco y allí habrían permanecido, sin que nadie los llorase ni descubriese hasta la llegada de la primavera, de no haber captado su rastro un hocico húmedo, que enseguida los destapó. El lobo emitió un largo aullido, y el bosque cobró vida con el descenso de la manada, que arrancó carne y masticó huesos, mientras que los débiles tenían que conformarse con luchar por las sobras que los más fuertes y veloces dejaban tras llenarse el estómago. Pero había demasiados para alimentarse con una comida tan parca. La manada había crecido tanto que ya contaba con varios miles de miembros: lobos blancos del lejano norte, que se camuflaban en el paisaje invernal con tanta perfección que sólo la oscuridad de sus ojos y el rojo de sus mandíbulas los traicionaba; lobos negros del este, los que las ancianas decían que eran espíritus de brujas y demonios en forma de animales; lobos grises de los bosques del oeste, grandes y más lentos que los demás, que se mantenían juntos y no confiaban en nadie; y, finalmente, los loups, que se vestían como hombres, anhelaban como lobos y querían gobernar como reyes. Guardaban las distancias con el resto de la manada, vigilando el borde del bosque, mientras sus hermanos primitivos lanzaban dentelladas y luchaban por las entrañas de los bandidos muertos. Una hembra se les acercó desde el camino. En la boca llevaba un trozo de muselina marcada con sangre seca. El sabor de la sangre le hacía la boca agua, y tenía que emplear toda su voluntad para no masticar la tela y tragársela mientras caminaba. La soltó a los pies de su líder y dio un paso atrás, obediente. Leroi levantó el trapo, se lo llevó a la nariz y lo olió. El hedor de la sangre de los hombres muertos era fuerte e intenso, pero también detectaba el olor del niño debajo.
Leroi había olido por última vez al niño en el patio de la fortaleza, conducido hasta allí por sus exploradores. Los lobos se habían negado a subir por las escaleras de la torre, inquietos por lo que intuían que moraba dentro, pero Leroi había ascendido, más para demostrar su valor ante sus seguidores que por un genuino deseo de descubrir lo que había arriba. Una vez desaparecidos sus encantamientos, la torre no era más que un cascarón vacío en el corazón de una vieja fortaleza. Sólo quedaba de su antiguo ser una cámara de piedra en lo más alto, llena de restos de hombres muertos y de un puñado de polvo que antes era algo menos que humano. En su centro se encontraba el pedestal de piedra con los cadáveres de Roland y Raphael tumbados encima. Leroi reconoció el olor de Roland, y supo que el protector del chico estaba muerto. Había sentido la tentación de destrozar los cuerpos de los dos caballeros, de profanar su lugar de descanso, pero sabía que eso era lo que haría un animal, y él ya no lo era. Dejó los cadáveres donde estaban, y, aunque nunca lo reconocería delante de sus lugartenientes, se alegró de poder salir de la cámara y la torre. Allí había cosas que no comprendía y le hacían sentirse incómodo.
En aquellos instantes tenía el trapo entre las garras, y el chico a quien cazaba empezaba a despertarle una ligera admiración. «Qué deprisa has crecido -pensó Leroi-. Hace poco eras un niño asustado, y ahora triunfas donde caballeros armados no han podido. Tomas las vidas de unos hombres y limpias tu espada, listo para la siguiente matanza. Es casi una pena que debas morir.»
Leroi era más hombre que lobo con cada día que pasaba, o eso se decía. Todavía tenía el cuerpo cubierto de resistente vello, unas orejas puntiagudas y dientes afilados, pero el hocico ya no era más que un bultito alrededor de la boca, y los huesos de la cara se reconfiguraban para hacerlo parecer más humano y menos lupino. Rara vez caminaba a cuatro patas, excepto cuando era necesario ir más deprisa o cuando la emoción de detectar el rastro del chico lo abrumaba momentáneamente. Era una de las ventajas de tener a tantos seres a sus órdenes: aunque el olor del caballo era fuerte, mucho más fuerte que el del chico o el hombre, las nevadas hacían que lo perdieran con frecuencia, pero, al utilizar tantos exploradores, pronto volvían a encontrarlo. Lo habían seguido hasta la aldea, y Leroi había sentido la tentación de atacar con toda la fuerza de su manada, pero habían encontrado las huellas del caballo y el hombre dirigiéndose al este, así que sabían que ya no estaban con los aldeanos. Algunos de los loups seguían aconsejando un ataque al pueblo, porque la manada tenía hambre, pero Leroi sabía que perderían un tiempo muy valioso. Además, le venía bien que la manada tuviese hambre, porque el hambre aumentaría su ferocidad cuando atacasen el castillo del rey. Recordaba al hombre que se había puesto en pie detrás de las defensas de la aldea, desafiándolo mientras los demás se escondían. Leroi había admirado el gesto, igual que admiraba otros muchos aspectos de la naturaleza del hombre; era una de las razones por las que se encontraba tan cómodo con su transformación, aunque eso no evitaría que regresase al pueblo para que el hombre sufriese un castigo ejemplar por haber intentado desafiarlo.
Читать дальше