John Connolly - El Libro De Las Cosas Perdidas

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John Connolly, el aclamado autor irlandés de novela negra, sorprende agradablemente con la publicación de El libro de las cosas perdidas, una espeluznante y genial novela para el público juvenil y también adulto.
En su dormitorio del desván, David, un niño de doce años, llora la muerte de su madre. Está enfadado y solo, con la única compañía de los libros de sus estantes. Pero los libros han empezado a susurrarle en la oscuridad, y, mientras se refugia en los mitos y los cuentos que su madre tanto amaba, descubre que el mundo real y el mundo imaginario han empezado a mezclarse. Mientras la guerra se extiende por Europa, David aterriza de golpe en una tierra que es producto de su imaginación, pero aterradoramente real…
John Connolly nació en Dublín en 1968. Considerado como uno de los escritores de suspense más importantes de la actualidad, todas sus novelas se han convertido en best sellers según la lista de ventas del Sunday Times.
Esta novela abre la colección avalado por magníficas críticas en la prensa internacional: The Times, The Independent, Daily Mail, Sunday Times…

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Cayó la noche, o, mejor dicho, creció la oscuridad que no hacía más que profundizar la sombras del día y que, en aquel mundo, hacía las veces de noche. David miró al cielo y vio el débil brillo de la luna. Los susurros del bosque, que habían continuado mientras rodeaban la fortaleza, cesaron de repente con la llegada de la luna, y las aves carroñeras desaparecieron. David y Roland estaban solos.

Una luz tenue apareció en la ventana más alta de la torre, pero la bloqueó una figura que pasó por delante, se detuvo, y pareció mirar al hombre y al chico que estaban más abajo, para después desaparecer.

– Lo he visto -dijo Roland, antes de que David pudiese abrir la boca.

– Parecía una mujer -comentó David.

«Es la hechicera -pensó el niño-, que vigila a la dama dormida en la torre.»

La luz de la luna se reflejó en las armaduras de los hombres muertos empalados en las almenas, recordándole el peligro al que Roland y él se enfrentaban. Todas aquellas personas estaban bien armadas cuando llegaron a la fortaleza, pero todas habían muerto. El cadáver del caballero que yacía al otro lado de las puertas era enorme, al menos treinta centímetros más alto que Roland y casi tan ancho como él. Quien guardara la torre debía de ser fuerte, rápido y muy, muy cruel.

Entonces, mientras observaban, las enredaderas y las espinas que bloqueaban las puertas empezaron a moverse. Se replegaron poco a poco, creando una entrada a través de la que podía pasar un hombre. Se abría como una boca abierta, con las largas espinas colocadas a modo de dientes, esperando morder.

– Es una trampa -dijo David-. Tiene que serlo.

– ¿Qué alternativa tenemos? -repuso el soldado, levantándose-. Tengo que averiguar qué le pasó a Raphael, no he venido hasta aquí para quedarme sentado mirando muros y espinas.

Se puso el escudo en el brazo izquierdo y no parecía asustado. De hecho, David no lo había visto tan contento desde que se conocían. Había viajado desde su propia tierra para encontrar la respuesta a la desaparición de su amigo, atormentado por lo que podía haberle ocurrido. Daba igual lo que pasara al otro lado de los muros de la fortaleza, daba igual si vivía o moría como resultado, porque por fin descubriría la verdad sobre el fin del viaje de Raphael.

– Quédate aquí y mantén encendido el fuego -le dijo Roland-. Si no he regresado cuando despunte el alba, llévate a Scylla y aléjate lo más deprisa que puedas de este lugar. Scylla es tan tuya como mía, porque creo que te quiere tanto como a mí. Quédate en el camino, y al final te llevará al castillo del rey. -Sonrió-. Ha sido un honor recorrer estas tierras contigo. Si no nos volvemos a ver, espero que encuentres tu hogar y las respuestas que buscas.

Se dieron la mano, y David no dejó caer ni una lágrima, porque quería ser tan valiente como Roland. Sólo después se preguntó si su amigo sería realmente valiente. Sabía que Roland creía que Raphael estaba muerto y quería vengarse del que lo había matado, pero, observando cómo el soldado se acercaba a la fortaleza, también le daba la impresión de que parte de él no deseaba vivir sin Raphael, que la muerte, para él, era preferible a vivir solo.

David acompañó a Roland a las puertas. Al acercarse, el soldado miró las espinas con aprensión, como si temiese que se cerrasen sobre él en cuanto estuviese a su alcance, pero la planta no se movió, y Roland atravesó el hueco sin incidentes. Pasó por encima de la armadura del caballero y abrió la puerta de la torre. Miró a David, levantó la espada en un adiós final y entró en las sombras. Las enredaderas de las puertas se retorcieron, y las espinas se extendieron y restauraron la barrera de la entrada al patio. Después, todo volvió a quedar en silencio.

El Hombre Torcido observó lo sucedido desde la rama más alta del árbol más alto del bosque. Las presencias que moraban dentro de los troncos no le molestaban, porque le temían más a él que a casi cualquier otro ser de los que vivían en aquella tierra. La cosa de la fortaleza era antigua y cruel, pero el Hombre Torcido era más viejo y todavía más cruel. Contempló al chico, que estaba sentado junto al fuego, con Scylla cerca, sin atar, porque era una yegua valiente y lista que no se asustaba fácilmente ni abandonaba a su jinete. El Hombre Torcido sintió la tentación de acercarse de nuevo a David para preguntarle el nombre de su hermano, pero se lo pensó mejor: pasar una noche solo al borde del bosque, frente a la Fortaleza de Espinas y vigilado por las cabezas de los caballeros muertos, serviría para predisponerlo a negociar con el Hombre Torcido cuando se hiciese de día.

Porque el Hombre Torcido sabía que el caballero Roland nunca saldría vivo de la fortaleza, y David, de nuevo, estaría solo en el mundo.

A David, el tiempo se le hizo muy largo. Alimentaba el fuego con palos y esperaba a que regresase Roland. De vez en cuando, notaba el hocico de Scylla en el cuello, la forma que tenía el animal de recordarle que estaba a su lado. El niño agradecía la presencia del caballo, porque su fuerza y su lealtad le resultaban tranquilizadoras.

Pero el cansancio empezó a apoderarse de él, y su mente le jugaba malas pasadas. Se quedaba dormido durante un par de segundos y, al instante, soñaba; vislumbró su casa, y los incidentes de los últimos días se repetían en su cabeza, mezclándose las historias de lobos, enanos y crías de Bestia hasta que todas formaron parte del mismo cuento. Oyó la voz de su madre llamándolo, como había hecho a veces en sus últimos días de vida, cuando el dolor era demasiado grande para soportarlo. Entonces, el rostro de Rose reemplazaba al de su madre, igual que Georgie había ocupado el lugar de David en el corazón de su padre.

Pero ¿era cierto? De repente, se dio cuenta de que echaba de menos a Georgie, y aquel sentimiento le resultó tan inesperado que estuvo a punto de despertarse. Recordó la forma en que el bebé le sonreía, o cómo le apretaba el dedo con su puño gordezuelo. Cierto, era ruidoso, absorbente y olía mal, pero todos los bebés eran así; en realidad, no era culpa de Georgie.

Entonces, la imagen de Georgie se desvaneció, y David vio a Roland, espada en mano, avanzando por un pasillo largo y oscuro. Estaba dentro de la torre, pero la torre en sí era una especie de ilusión; escondidas en su interior, había muchas habitaciones y pasillos, y en todos ellos había trampas para los incautos. Roland entró en una gran cámara circular, y, en su sueño, David vio que la incredulidad hacía que el caballero abriese los ojos como platos, y las paredes se tiñeron de rojo mientras algo entre las sombras llamaba a David…

David se despertó de repente. Seguía junto al fuego, pero las llamas casi se habían apagado y Roland no había vuelto. El niño se levantó y se acercó a las puertas. Scylla relinchó, nerviosa, cuando vio que se alejaba, pero se quedó junto a la hoguera. David se puso delante de las puertas y, vacilante, acercó la mano a una de las espinas. De inmediato, las enredaderas se apartaron, las espinas se replegaron y una abertura en la barrera quedó al descubierto. David miró a Scylla y las ascuas moribundas del fuego. «Debería irme ahora -pensó-. Ni siquiera tendría que esperar al alba. Scylla me llevará hasta el rey, y él me dirá lo que tengo que hacer.»

Pero, aun así, se quedó junto a las puertas. A pesar de lo que le había pedido Roland que hiciera si él no volvía, David no quería abandonar a su amigo, y, mientras contemplaba las espinas, sin saber bien qué hacer, oyó una voz que lo llamaba.

– David -susurró-. Ven conmigo, por favor, ven. -Era la voz de su madre-. Aquí es donde me llevaron -siguió diciendo la voz-. Cuando la enfermedad pudo conmigo, me dormí y pasé de nuestro mundo a éste. Ahora, ella me vigila. No puedo despertarme y tampoco escapar. Ayúdame, David. Si me quieres, ayúdame, por favor…

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