– ¡Es más alta que el muro! -gritó Fletcher-. No tiene que atravesarlo, ¡puede pasar por encima!
Roland no contestó, sino que les dijo a los hombres que encendieran las flechas y apuntasen a la cabeza de la Bestia. Una lluvia de llamas salió volando hacia la criatura. Algunas de las flechas no dieron en el blanco, otras rebotaron en los gruesos pelos espinosos de su piel, pero sí hubo algunas que acertaron, y David vio cómo una de ellas se clavaba en los ojos de la criatura, que estallaron al instante. El hedor a podredumbre y carne quemada se hizo aún más intenso. La Bestia sacudió la cabeza de dolor y empezó a avanzar hacia el muro. Ya veían claramente lo grande que era: nueve metros de largo de las mandíbulas a la parte de atrás. Se movía mucho más deprisa de lo que Roland imaginaba, y sólo la espesa capa de nieve evitaba que fuese aún más veloz. La tendrían encima en unos momentos.
– ¡Seguid disparando todo el tiempo que podáis y retiraos en cuanto la hayáis atraído hasta el muro! -gritó Roland. Después cogió a David del brazo-. Ven conmigo, necesito tu ayuda.
Pero David no podía moverse, estaba atrapado por los ojos oscuros de la Bestia, incapaz de apartar la mirada. Era como si un fragmento de sus pesadillas hubiese cobrado vida: la cosa que yacía en las sombras de su imaginación por fin había tomado forma.
– ¡David! -gritó Roland, sacudiéndolo por el brazo, y el hechizo se rompió-. Vamos, no tenemos tiempo.
Bajaron de la plataforma y se dirigieron a las puertas, que consistían en dos gruesas masas de tablas, cerradas desde el interior con medio tronco de árbol que podía levantarse aplicando presión en un extremo. Cuando llegaron al tronco, Roland y David empezaron a empujar con todas sus fuerzas.
– ¿Qué estáis haciendo? -les gritó el herrero-. ¡Nos estáis condenando a muerte!
Y, entonces, la gran cabeza de la Bestia apareció sobre el hombre, y uno de sus brazos con garras lo cogió, lo levantó en el aire y se lo metió en la boca. David apartó la vista, incapaz de contemplar la muerte del herrero. Los otros defensores estaban usando ya las lanzas y las espadas. Fletcher, que era más grande y fuerte que los demás, levantó una espada y, de un solo golpe, intentó cortar uno de los brazos de la Bestia, pero era tan grueso y duro como el tronco de un árbol, y la espada apenas le desgarró la piel. En cualquier caso, el dolor la distrajo lo suficiente para que los aldeanos pudiesen empezar a retirarse del muro, justo cuando David y Roland lograban levantar la barrera que cerraba las puertas.
La Bestia estaba intentando subir por el muro, pero Roland les había dicho a los hombres que metiesen palos con ganchos en la punta por los huecos cuando la Bestia se acercase lo suficiente. Los ganchos arañaron la piel de la criatura, que se retorció y agitó, pero, aunque entorpecieron su avance y la hirieron, no lograron evitar que siguiese atravesando sus defensas. Entonces, Roland abrió las puertas y apareció en el exterior del muro. Sacó una flecha y le disparó a un lado de la cabeza.
– ¡Eh! -gritó el soldado-. Por aquí, ¡vamos!
Agitó los brazos y disparó de nuevo. La Bestia se apartó del muro y bajó al suelo, ennegreciendo la nieve con la sustancia que supuraban sus heridas. Se volvió hacia Roland, avanzando por las puertas, e intentó cogerlo con los brazos, con la cabeza inclinada y lanzando dentelladas, mientras él corría delante de ella. La criatura se detuvo al cruzar el umbral, examinando las calles retorcidas y a los hombres que huían.
Roland agitó la antorcha y la espada.
– ¡Por aquí! -chilló-. ¡Estoy aquí!
El hombre disparó otra flecha, que estuvo a punto de acertar a la Bestia en la mandíbula, pero la criatura ya no estaba interesada en él; abría y cerraba las fosas nasales, y bajaba la cabeza, olisqueando, buscando. David, escondido en las sombras delante de la forja del herrero, se vio reflejado en las profundidades de los ojos de la Bestia cuando ella lo encontró. La cosa abrió la boca, que goteaba saliva y sangre, y una de sus afiladas uñas arrancó el tejado de la forja para coger al chico. David se lanzó hacia atrás justo a tiempo de evitar que la criatura lo agarrase. Oyó la voz de Roland a lo lejos:
– ¡Corre, David! ¡Tienes que hacernos de cebo!
David se puso de pie y corrió a toda velocidad por las estrechas calles de la aldea. Detrás de él, la Bestia aplastaba paredes y tejados en su persecución, bajando la cabeza y lanzando zarpazos para intentar atrapar a la pequeña figura que tenía delante. El niño tropezó en una ocasión, y las zarpas le rasgaron la ropa de la espalda, pero él rodó por el suelo para apartarse y se puso de nuevo en pie. Estaba a un tiro de piedra del centro de la aldea. Había una plaza alrededor de la iglesia, donde montaban el mercado en los buenos tiempos. Los defensores habían excavado unos canales que atravesaban la plaza, de modo que el aceite fluyese por ella y rodease a la Bestia. David corrió por aquel espacio abierto hacia las puertas de la iglesia, con la Bestia detrás. Roland ya estaba en el umbral, animándolo a seguir.
De repente, la criatura se detuvo. David se volvió y la miró. En las casas cercanas, los hombres se preparaban para enviar el aceite por los canales, pero también dejaron de hacerlo y observaron a la Bestia. La cosa empezó a temblar y a sacudirse, las mandíbulas se abrieron de forma increíble, y el animal sufrió espasmos, como si sufriese un gran dolor. De repente, cayó al suelo y la barriga comenzó a hinchársele. David vio que algo se movía dentro de ella, una forma que presionaba la piel de la Bestia desde el interior.
Ella. El Hombre Torcido había dicho que la Bestia era una hembra.
Encendió la flecha con su antorcha y apuntó a uno de los canales de aceite. La flecha salió volando del arco y cayó en el negro arroyo. Al instante surgieron las llamas y el fuego se extendió por la plaza siguiendo el patrón que habían dibujado. Las criaturas que estaban en su camino empezaron a arder, lanzando chispas y muriendo entre sacudidas. Roland cogió otra flecha y disparó a una casa por la ventana, pero no pasó nada. David ya veía cómo algunas de las crías intentaban escapar de la plaza y el fuego. No podían permitir que las criaturas regresaran al bosque.
Roland puso una última flecha en el arco, tiró de ella hasta tenerla junto a la mejilla y la soltó. Aquella vez se oyó una fuerte explosión dentro de la casa, y el tejado voló por los aires. Las llamas subieron por el cielo, y se oyeron más estallidos, porque el sistema de barriles que Roland había montado dentro de las casas prendió fuego poco a poco, derramando líquido ardiente por la plaza y matando todo lo que tenía a su alcance. Sólo Roland y David se salvaron, encaramados a la torre del campanario, ya que las llamas no llegaron a la iglesia. Allí se quedaron, mientras el hedor a criaturas quemadas y humo acre llenaba el aire, hasta que lo único que perturbó el silencio de la noche fue el crepitar moribundo de las llamas y el suave susurro de la nieve al derretirse en el fuego.
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XXII. Sobre el Hombre Torcido y cómo sembró la duda
David y Roland abandonaron la aldea a la mañana siguiente. La nieve ya había dejado de caer y, aunque los gruesos montículos blancos todavía enmascaraban la faz de la tierra, era posible distinguir la ruta que seguía el camino entre las colinas cubiertas de árboles. Las mujeres, los niños y los ancianos habían salido de su escondrijo en las cuevas, y David oía cómo algunos lloraban y gemían delante de las ruinas calcinadas de lo que antes fueran sus hogares, o cómo lamentaban la pérdida de sus seres queridos, porque tres hombres habían muerto luchando contra la Bestia. Otros se habían reunido en la plaza, donde los caballos y los bueyes de nuevo se ponían a trabajar para llevarse los cuerpos achicharrados de la Bestia y su repugnante carnada.
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