La Dama bajó la cabeza y pareció que iba a decir algo, pero el espejo brilló, y ella desapareció.
Pasaron los días, y la Dama no volvió. Alexander se quedó solo, preguntándose si la habría ofendido. Todas las noches dormía tranquilamente, y todas las mañanas encontraba comida, pero nunca logró ver a la Dama que se la llevaba.
Entonces, al cabo de cinco días, oyó una llave que abría la cerradura de su puerta, y la Dama entró en la habitación. Todavía llevaba el velo y vestía de negro, pero Alexander notó algo diferente en ella.
– He estado pensando en lo que dijiste -explicó la mujer-. Yo también siento algo por ti, pero debes responderme a una pregunta, y hacerlo con honestidad: ¿me amas? ¿Me amarás siempre, pase lo que pase?
En lo más profundo de Alexander todavía vivía la premura de la juventud, porque, casi sin pensar, respondió:
– Sí, siempre te amaré.
Entonces, la Dama se levantó el velo, y Alexander vio su rostro por primera vez: era la cara de una mujer mezclada con la de un animal, una criatura salvaje de los bosques, como una pantera o una tigresa. El caballero abrió la boca para hablar, pero la conmoción se lo impidió.
– Me lo hizo mi madrastra -dijo la Dama-. Yo era bella, y ella envidiaba mi belleza, de manera que me condenó a tener los rasgos de un animal y me dijo que nadie me amaría nunca. Y yo la creí y me escondí, avergonzada, hasta que llegaste.
La Dama avanzó hacia Alexander con los brazos extendidos y los ojos llenos de esperanza, amor y un atisbo de miedo, porque se había abierto a él como nunca había hecho antes ante otro ser humano, y ahora su corazón yacía expuesto, como si sobre él pendiese una cuchilla.
Pero Alexander no se acercó a ella, sino que retrocedió, y, en aquel momento, su destino quedó sellado.
– ¡Hombre traicionero! ¡Criatura inconstante! Me dijiste que me amabas, pero sólo te amas a ti mismo.
La mujer levantó la cabeza y le enseñó los afilados dientes. Las puntas de los guantes se rompieron, y unas largas uñas le surgieron de los dedos. Rugió y se lanzó sobre el caballero, mordiéndolo, arañándolo, desgarrándolo con sus zarpas, y sintiendo el sabor de su sangre en la boca y el tacto del líquido rojo en la piel.
Y así lo hizo pedazos en el dormitorio, y lloró mientras lo devoraba.
Las dos niñas parecían bastante escandalizadas cuando Roland terminó su cuento. El soldado se levantó, le dio las gracias a Fletcher y su familia por la comida, y le indicó a David que debían marcharse. Al llegar a la puerta, Fletcher tocó el brazo de Roland con amabilidad.
– Me gustaría comentarte una cosa, si no te importa -le dijo-. Los ancianos están preocupados, creen que la Bestia de la que has hablado ha marcado la aldea, porque no cabe duda de que está cerca.
– ¿Tenéis armas? -le preguntó Roland.
– Sí, pero ya has visto las mejores. Somos granjeros y cazadores, no soldados.
– Quizá eso juegue en vuestro favor -repuso Roland-, porque los soldados no tuvieron mucha suerte con ella. Quizá a vosotros os vaya mejor.
Fletcher lo miró con curiosidad, como si no supiera si Roland hablaba en serio o se reía de él. Ni siquiera David estaba seguro.
– ¿Te burlas de mí? -le preguntó el aldeano.
– Sólo un poco -contestó el soldado, poniéndole una mano en el hombro-. Los soldados intentaron destruir a la Bestia como si fuese otro ejército más. Tuvieron que luchar en un terreno desconocido contra un enemigo al que no comprendían. Les dio tiempo a construir algunas defensas, porque vimos lo que quedaba de ellas, pero no fueron lo bastante fuertes para mantenerlas. Se vieron obligados a retirarse al bosque, y allí encontraron su final. Sea lo que sea esa criatura, es grande y pesada, porque vi los lugares en que su cuerpo había aplastado árboles y arbustos. Dudo que pueda moverse con rapidez, pero es fuerte, y puede resistir las heridas de lanzas y espadas. En campo abierto, los soldados no eran rival para ella.
»Pero tus compañeros y tú estáis en una posición diferente. Es vuestra tierra y la conocéis. Tenéis que enfrentaros a esa cosa como os enfrentaríais a un lobo o a un zorro que amenazase a vuestros animales. Debéis atraerla hasta el lugar que escojáis, atraparla allí y matarla.
– ¿Estás sugiriendo un señuelo? ¿Ganado, quizá?
– Eso podría funcionar -respondió Roland, asintiendo con la cabeza-. Se dirige aquí porque le gusta el sabor de la carne, y quedan pocos animales entre el lugar de su última comida y esta aldea. Podéis esconderos en vuestras casas y esperar que los muros puedan retenerla, o podéis planear su destrucción, pero quizá tengáis que sacrificar algo más que unas reses si queréis acabar con ella.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Fletcher, asustado.
Roland metió el dedo en una jarra con agua, se arrodilló y dibujó un círculo en el suelo de piedra, dejando un pequeño hueco en él.
– Ésta es vuestra aldea -dijo-. Los muros se construyeron para rechazar un ataque desde el exterior. -Dibujó flechas que señalaban al exterior del círculo-. Pero ¿y sí dejarais que el enemigo entrase y después cerraseis las puertas? -Roland cerró el círculo y, esta vez, dibujó flechas señalando hacia dentro-. Así los muros se convertirían en una trampa.
Fletcher contempló el dibujo, que ya empezaba a secarse sobre la piedra hasta desaparecer.
– ¿Y qué hacemos cuando esté dentro? -preguntó.
– Prendéis fuego a la aldea y a todo lo que quede en su interior -respondió el soldado-. Quemáis viva a la Bestia.
Aquella noche, mientras Roland y David dormían, se levantó una gran ventisca, y la aldea y todo lo que la rodeaba quedó cubierta por un manto de nieve. La nieve siguió cayendo durante todo el día, y lo hizo con tanta intensidad que resultaba imposible ver a más de cuatro pasos de distancia. Roland decidió que tendrían que quedarse en la aldea hasta que mejorase el tiempo, pero ni David ni él tenían más comida, y los aldeanos no tenían suficiente ni para sus familias, así que Roland solicitó reunirse con los ancianos y pasó un tiempo con ellos en la iglesia, porque allí se reunían los aldeanos para hablar sobre los asuntos de gran importancia. Les ofreció ayuda para matar a la Bestia a cambio de cobijo para David y él. El niño estaba sentado en los bancos de atrás mientras Roland les explicaba su plan, y los argumentos en favor y en contra se repitieron hasta la saciedad. Algunos aldeanos no estaban dispuestos a entregar sus casas a las llamas, y David no podía culparlos. Querían esperar, por si los muros y las defensas los salvaban cuando Llegase la Bestia.
– ¿Y si no es así? -preguntó Roland-. ¿Entonces qué? Para cuando os deis cuenta de que no funcionan, será demasiado tarde para sobrevivir.
Al final se sugirió una solución de compromiso. Cuando el tiempo mejorase, las mujeres, los niños y los ancianos abandonarían la aldea, y se refugiarían en las cuevas de las colinas cercanas. Se llevarían con ellos todo lo de valor, incluso los muebles, dejando tan sólo las estructuras de las casas. Guardarían barriles llenos de brea y aceite en las granjas cercanas al centro del pueblo. Si la Bestia atacaba, los defensores intentarían rechazarla o matarla al otro lado de los muros. Si la criatura entraba, se retirarían y la atraerían hacia el centro. Encenderían las mechas, y la Bestia quedaría atrapada y moriría, pero sólo como último recurso. Los aldeanos votaron y decidieron que aquél era el mejor plan.
Roland salió de la iglesia hecho una furia, y David tuvo que correr para alcanzarlo.
– ¿Por qué estás tan enfadado? -le preguntó David-. Han aceptado casi todo tu plan.
– Casi todo no es suficiente. Ni siquiera sabemos a qué nos enfrentamos. Lo que sí sabemos es que unos soldados entrenados, armados con acero templado, no lograron matar a esa cosa. ¿Qué esperanza tienen los granjeros? Si me hubiesen escuchado, puede que hubieran derrotado a la Bestia sin apenas derramamiento de sangre. Ahora perderán inútilmente, sólo por salvar palos y paja, por salvar unas casuchas que podrían reconstruir en semanas.
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