John Connolly - El Libro De Las Cosas Perdidas

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John Connolly, el aclamado autor irlandés de novela negra, sorprende agradablemente con la publicación de El libro de las cosas perdidas, una espeluznante y genial novela para el público juvenil y también adulto.
En su dormitorio del desván, David, un niño de doce años, llora la muerte de su madre. Está enfadado y solo, con la única compañía de los libros de sus estantes. Pero los libros han empezado a susurrarle en la oscuridad, y, mientras se refugia en los mitos y los cuentos que su madre tanto amaba, descubre que el mundo real y el mundo imaginario han empezado a mezclarse. Mientras la guerra se extiende por Europa, David aterriza de golpe en una tierra que es producto de su imaginación, pero aterradoramente real…
John Connolly nació en Dublín en 1968. Considerado como uno de los escritores de suspense más importantes de la actualidad, todas sus novelas se han convertido en best sellers según la lista de ventas del Sunday Times.
Esta novela abre la colección avalado por magníficas críticas en la prensa internacional: The Times, The Independent, Daily Mail, Sunday Times…

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El rey cumplió su palabra, y cubrió a Alexander de oro y joyas, además de ofrecerle la mano de su hija en matrimonio para que pudiese ser el heredero del trono. Pero Alexander lo rechazó todo y le dijo que sólo quería que se informase a su señor de la gran hazaña que había logrado.

El rey se lo prometió, y Alexander se fue para seguir con sus viajes. Mató al dragón más viejo y terrible de las tierras del oeste, y se hizo una capa con su piel. Utilizó la capa para protegerse del calor del inframundo, cuando fue allí para rescatar al hijo de la Reina Roja, que había sido secuestrado por un demonio. Cada vez que lograba una hazaña, hacía que informaran a su señor, de modo que la reputación de Alexander creció de manera asombrosa.

Pasaron diez años, y Alexander se cansó de vagar. Lucía las cicatrices de sus muchas aventuras, y estaba seguro de que su reputación lo convertía en el mejor de los caballeros. Decidió regresar a su tierra, así que inició el largo viaje de regreso, pero una banda de ladrones y bandidos cayó sobre él en un camino oscuro, y a Alexander, cansado tras innumerables batallas, mucho le costó deshacerse de ellos, y quedó malherido. Siguió cabalgando, pero estaba débil y enfermo. Ante él, en la cumbre de una colina, vio un castillo, de modo que se dirigió a sus puertas y pidió ayuda, ya que era costumbre en aquellas tierras que la gente auxiliase a los extranjeros en apuros y que, sobre todo, nunca se le diese la espalda a un caballero sin hacer todo lo posible por él.

Pero no hubo respuesta, aunque una luz se encendió en la parte superior del castillo. Alexander llamó de nuevo, y, aquella vez, una voz de mujer contestó:

– No puedo ayudarte. Debes marcharte y buscar auxilio en otra parte.

– Estoy herido -respondió Alexander-. Me temo que podría morir si no me curan las heridas.

– Vete -insistió de nuevo la mujer-. No puedo ayudarte, sigue cabalgando. Hay una aldea a unos dos o tres kilómetros, y allí podrán atenderte.

Sin más alternativa que hacer lo que le decían, Alexander se alejó con su caballo de las puertas del castillo y se preparó para seguir el camino que llevaba a la aldea, pero, al hacerlo, le fallaron las fuerzas, cayó del caballo al frío y duro suelo, y la oscuridad se cernió sobre él.

Cuando despertó, se encontró entre las sábanas limpias de una gran cama. La habitación en la que estaba era majestuosa, pero cubierta de polvo y telarañas, como si no la hubiesen usado desde hacía mucho tiempo. Se levantó, y vio que le habían limpiado y vendado las heridas, aunque no encontró ni sus armas ni su armadura por ninguna parte. Había comida y una jarra de vino junto a la cama. Comió, bebió y se vistió con una bata que colgaba de un gancho en la pared, todavía se sentía débil y le dolía cuando caminaba, pero ya no corría peligro de muerte. Cuando intentó salir de la habitación, comprobó que la puerta estaba cerrada y, entonces, oyó de nuevo la voz de la mujer, que decía:

– He hecho por ti más de lo que desearía, pero no permitiré que deambules por mi casa. Nadie ha entrado en este lugar desde hace muchos años. Son mis dominios. Cuando estés lo suficientemente fuerte para viajar, abriré la puerta y te irás para no volver.

– ¿Quién eres? -le preguntó Alexander.

– Soy la Dama -contestó ella-. Ya no tengo otro nombre.

– ¿Dónde estás? -preguntó el caballero, porque su voz parecía venir de algún lugar detrás de las paredes.

– Estoy aquí.

En aquel momento, el espejo de la pared de su derecha brilló y se volvió transparente, y, a través del cristal, Alexander vio la forma de una mujer. Estaba vestida de negro y se sentaba en un gran trono, aunque el resto del cuarto estaba vacío. Se tapaba la cara con un velo y tenía las manos enfundadas en guantes.

– ¿Acaso no puedo ver la cara de la persona que me ha salvado la vida? -preguntó Alexander.

– No deseo permitirlo -contestó la Dama.

Alexander se inclinó, porque si aquella era la voluntad de la Dama, así debía ser.

– ¿Dónde están tus criados? Me gustaría asegurarme de que mi caballo recibe los cuidados oportunos.

– No tengo criados -respondió la Dama-. Me he encargado del caballo yo misma, y está bien.

Alexander tenía tantas preguntas que no sabía bien por dónde empezar. Abrió la boca, pero la Dama levantó una mano para silenciarlo.

– Ahora debo dejarte -dijo-. Duerme, porque deseo que te recuperes pronto y te marches de este lugar lo antes posible.

El espejo brilló, y el reflejo de Alexander sustituyó a la imagen de la Dama. Sin nada mejor que hacer, el caballero regresó a la cama y durmió.

A la mañana siguiente, se despertó, y vio que tenía pan fresco y un jarro de leche caliente junto a la cama, aunque no había oído entrar a nadie por la noche. Bebió parte de la leche y, mientras comía, se acercó al espejo y lo examinó. Aunque la imagen no cambió, estaba seguro de que la Dama estaba detrás del cristal, observándolo.

Pues bien, Alexander, como muchos de los grandes caballeros, no era simplemente un soldado, sino que sabía tocar el laúd y la lira, componer poemas e incluso pintar un poco. Amaba los libros, porque en los libros se encontraba la sabiduría de todos los que habían vivido antes que él. Por tanto, cuando la Dama volvió a aparecer en el espejo aquella noche, le pidió algunas de aquellas cosas para pasar el rato mientras se recuperaba de sus heridas. La mañana siguiente, al despertarse, se encontró con una pila de viejos libros, un laúd algo polvoriento, y un lienzo, pinturas y algunos pinceles. Tocó el laúd y empezó a leer los libros: había volúmenes de historia, filosofía, astronomía, ética, poesía y religión. Conforme los leía, la Dama empezó a aparecer más a menudo en el espejo para preguntarle sobre ellos. Al caballero le quedó claro que ella los había leído tantas veces que se sabía su contenido de memoria, lo cual le sorprendió, porque, en su tierra, las mujeres no tenían permitido el acceso a tales libros; a pesar de todo, se sentía agradecido por la conversación. La Dama le pidió entonces que tocase el laúd para ella, y él lo hizo y le pareció que el sonido le agradaba.

Así fue como los días se convirtieron en semanas, y la Dama cada vez pasaba más tiempo al otro lado del cristal, hablando con Alexander de arte y libros, oyéndolo tocar y preguntándole qué pintaba, porque el caballero se negaba a enseñárselo y le había hecho prometer a su anfitriona que no lo miraría mientras él estuviese dormido, ya que no quería mostrarlo hasta estar terminado. Aunque las heridas de Alexander estaban casi curadas, la Dama ya no parecía querer que se fuera, y el caballero ya no quería irse, porque se estaba enamorando de aquella extraña mujer con velo que se escondía detrás del espejo. Habló con ella de las batallas en las que había luchado y de la reputación que había obtenido por sus hazañas. Quería que la Dama comprendiese que era un gran caballero, un caballero merecedor de una gran dama.

Al cabo de dos meses, la Dama fue a ver a Alexander y se sentó en el sitio de siempre.

– ¿Por qué estás tan triste? -le preguntó al hombre, puesto que estaba claro que el caballero se sentía desgraciado.

– No puedo terminar mi cuadro -respondió él.

– ¿Por qué? ¿Acaso no tienes pinceles y pinturas? ¿Qué más necesitas?

Alexander le dio la vuelta al lienzo, que estaba de cara a la pared, para que la Dama pudiese ver la imagen que representaba: era un retrato de la Dama, pero la cara estaba en blanco, porque el caballero todavía no la había visto.

– Perdóname, pero te amo -explicó el hombre-. En estos meses que hemos pasado juntos, he llegado a saber muchas cosas sobre ti. Nunca había conocido a una mujer como tú, y me temo que, si me voy, nunca volveré a hacerlo. ¿Puedo albergar la esperanza de que sientas lo mismo por mí?

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