– Pero tienes que averiguar qué le pasó.
– No podré descansar hasta lograrlo.
– Pero puede que tú también mueras en el intento. Si sigues su camino, podrías acabar como él. ¿No te asusta morir?
Roland cogió un palo y atizó el fuego, provocando chispas que volaron por el aire nocturno y se apagaron antes de llegar muy lejos, como insectos que ya estaban medio consumidos por las llamas incluso antes de emprender la huida.
– Me da miedo el dolor de la muerte -contestó-. Me hirieron una vez, una herida tan grave que creían que no sobreviviría. Recuerdo el dolor atroz y no deseo volver a sufrirlo.
»Pero temía más la muerte de otros. No quería perderlos y me preocupaba por ellos mientras estaban vivos. Creo que a veces me preocupaba tanto la posibilidad de perderlos que nunca disfruté realmente de su compañía. Era parte de mi naturaleza, incluso con Raphael, pero él era la sangre de mis venas, el sudor de mi frente. Sin él, soy menos de lo que antes era.
David contempló las llamas, y las palabras de Roland resonaron dentro de su cabeza. Era lo mismo que él había sentido por su madre: había estado tanto tiempo aterrado por la idea de perderla que nunca había disfrutado realmente del tiempo que habían pasado juntos cuando se acercaba su final.
– ¿Y tú? -le preguntó Roland-. Eres sólo un niño y no perteneces a este mundo, ¿no tienes miedo?
– Sí, pero oí la voz de mi madre. Está aquí, en alguna parte, y tengo que encontrarla. Tengo que llevarla a casa.
– David, tu madre está muerta -repuso Roland con tono cariñoso-. Tú me lo dijiste.
– Entonces, ¿cómo puede estar aquí? ¿Cómo puedo haber oído su voz con tanta claridad? -Roland no respondió, y la frustración de David creció-. ¿Qué es este lugar? -exclamó-. No tiene nombre. Ni siquiera tú puedes decirme cómo se llama. Tiene un rey, pero puede que no exista. Hay cosas que no deberían estar aquí: ese tanque, el avión alemán que me siguió a través del árbol, las arpías… Está todo mal, pero… -Sus palabras quedaron colgadas en el aire. Las ideas se formaban en su cerebro como una nube oscura en un claro día de verano, llenas de calor, furia y confusión. La pregunta apareció ante él, y se sorprendió al decirla en voz alta-. Roland, ¿estás muerto? ¿Estamos muertos?
– No lo sé -contestó el soldado, mirándolo a través de las llamas-. Creo que estoy tan vivo como tú. Siento frío y calor, hambre y sed, deseo y arrepentimiento. Soy consciente del peso de una espada en la mano, y, cuando me quito la armadura por la noche, mi piel lleva sus marcas. Puedo notar el sabor del pan y la carne, puede oler a Scylla en mi cuerpo después de pasar un día a caballo. Si estuviese muerto, no podría sentir todas esas cosas, ¿no?
– Supongo que no -contestó David. No tenía ni idea de qué sentían los muertos cuando pasaban al otro mundo.
¿Cómo iba a saberlo? Sólo sabía que la piel de su madre resultaba fría al tacto, pero David todavía sentía el calor de su propio cuerpo. Como Roland, podía oler, tocar y saborear. Era consciente del dolor y de la incomodidad, podía notar el calor del fuego, y estaba seguro de que, si ponía la mano en la hoguera, la piel se le ampollaría y quemaría.
Pero aquel mundo seguía siendo una curiosa mezcla de lo desconocido y lo familiar, como si, al llegar allí, hubiese alterado su naturaleza, infectándola con aspectos de su vida.
– ¿Alguna vez has soñado con este lugar? -le preguntó a Koland-. ¿Alguna vez has soñado conmigo o con alguna otra cosa de aquí?
– Cuando te conocí en el camino, no te había visto antes -respondió el soldado-, y, aunque sabía que aquí había una aldea, nunca la había visto hasta hoy, porque nunca había viajado por aquí. David, esta tierra es tan real como tú. No empieces a creer que es un sueño creado por ti. He visto el miedo en tus ojos cuando hablas de las manadas de lobos y las criaturas que las conducen, y sé que te comerán si te encuentran. He olido la putrefacción de los hombres de aquel campo de batalla, y pronto nos enfrentaremos a la criatura que los aniquiló. Puede que no sobrevivamos al encuentro, porque todas estas cosas son reales. Ya has sentido dolor en este mundo y, si sientes dolor, puedes morir; pueden matarte aquí, y nunca volverías a tu hogar. No lo olvides, porque, si lo haces, estarás perdido
«Quizá», pensó David.
«Quizá.»
En las horas más oscuras de la tercera noche, oyeron un grito que surgía de uno de los puestos de vigilancia junto a las puertas.
– ¡A mí! ¡A mí! -chilló el joven encargado de guardar el camino principal que daba al asentamiento-. He oído algo y he visto movimiento en el suelo, estoy seguro.
Los que estaban durmiendo se despertaron y se unieron a él. Los que estaban lejos de las puertas oyeron el grito y se dispusieron a correr hacia él, pero Roland les dijo que se quedaran donde estaban. Llegó a las puertas y empezó a subir por una escalera a la plataforma en lo alto del muro. Algunos de los otros hombres ya lo esperaban allí, mientras que los demás se quedaban en el suelo y miraban por las rendijas que habían abierto en los troncos para asomarse al exterior. Las antorchas siseaban y chisporroteaban, y la nieve caía sobre ellas para fundirse al instante.
– No veo nada -le dijo el herrero al joven-. Nos has levantado sin razón.
Oyeron los mugidos inquietos de la vaca, que se había despertado e intentaba liberarse del poste al que estaba atada.
– Esperad -advirtió Roland. Cogió una flecha de la pila que había junto al muro, todas con un trapo empapado en aceite atado a la punta, la acercó a una de las antorchas, y el trapo prendió. Apuntó con cuidado y disparó hacia el lugar donde el vigía había visto movimiento. Otros cuatro o cinco hombres hicieron lo mismo, y las flechas volaron como estrellas moribundas por el aire nocturno. Durante un instante sólo vieron los copos de nieve y los árboles en sombras, pero, entonces, algo se movió, y contemplaron un enorme cuerpo amarillo que surgía de la tierra, arrugado como un gran gusano y con gruesos pelos negros en cada arruga, los cuales acababan en una punta afilada como una cuchilla. Una de las flechas se había clavado en la criatura, y un repugnante olor a carne quemada los envolvió, tan horrible que los hombres se taparon la nariz y la boca para protegerse de él. Un fluido negro salía de la herida, chisporroteando con el calor de la llamarada de la flecha. David vio los trozos de flechas y lanzas rotas que le sobresalían de la piel, reliquias de su anterior encuentro con los soldados. Resultaba imposible saber lo larga que era, pero su cuerpo medía al menos tres metros de alto. Vieron que la Bestia se retorcía y giraba para salir de la tierra, y, entonces, una terrible cara quedó al descubierto: tenía varios ojos juntos, como las arañas, unos pequeños y otros grandes, y una enorme boca succionadora bajo ellos, con varias filas de dientes afilados. Entre los ojos y la boca tenía unas aberturas similares a fosas nasales que temblaban al oler a los hombres de la aldea y la sangre caliente que fluía bajo su piel. Había dos brazos a cada lado de sus mandíbulas, cada uno de ellos terminado en una serie de tres uñas ganchudas con las que podía llevarse a su presa a la boca. No parecía capaz de emitir sonido alguno, pero sí emitía un ruido húmedo, de succión, cuando se movía por el suelo del bosque, mientras unos hilos claros y pegajosos de mocos le caían de la parte superior del cuerpo al levantarse como una enorme y fea oruga en busca de una hoja sabrosa. En aquellos momentos, su cabeza estaba a unos seis metros de la tierra, dejando al aire la parte inferior del cuerpo y las filas gemelas de patas negras y llenas de espinas con las que avanzaba hacia la aldea.
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