El explorador sabía algo que Roland y David no podían saber: la manada había dejado de avanzar poco después de cruzar el abismo, porque estaban llegando más lobos para unirse a la marcha hacia el castillo del rey. Leroi le había confiado al explorador la tarea de encontrar al niño. Si era posible, debía llevarlo vivo hasta la manada para que Leroi se encargase de él. Si no, tenía que matarlo y regresar con una prueba (la cabeza del chico) que demostrase que había cumplido la misión. El explorador ya había decidido que bastaba con la cabeza y que se comería el resto del chico, porque hacía mucho tiempo que no comía carne humana fresca.
El híbrido de lobo había detectado el rastro del niño en el campo de batalla, junto con el hedor de otra cosa desconocida que hacía que le picase la delicada nariz y le lloriqueasen los ojos. El hambriento explorador se había alimentado de los huesos de uno de los soldados, chupando la médula del interior, y su tripa no había estado tan llena desde hacía muchos meses. Con energías renovadas, siguió de nuevo el olor del caballo, y llegó a las ruinas justo a tiempo de ver marcharse al chico y al jinete.
Con sus enormes patas traseras, el explorador podía dar largos saltos en el aire, y su cuerpo era tan grande que había logrado derribar a más de un jinete de la silla de su caballo, para después desgarrarle el cuello con sus dientes largos y afilados. Coger al chico le resultaría fácil, y, si calculaba bien el salto, lo tendría entre sus dientes y lo destrozaría antes de que el jinete se diese cuenta de nada. Entonces saldría corriendo, y, si el jinete decidía seguirlo, bueno, lo llevaría directamente a la hambrienta manada.
El jinete conducía su montura a ritmo lento, sorteando con cuidado las ramas bajas y los gruesos zarzales. El lobo se situó detrás de ellos, esperando su oportunidad. Delante del jinete apareció un árbol caído, y el lobo supuso que el caballo se pararía un momento para intentar encontrar la mejor forma de superar el obstáculo. Cuando el caballo se parase, el lobo aprovecharía para coger al chico. El animal avanzó en silencio, adelantó al caballo en busca de la mejor posición para atacar, llegó al árbol y, en los arbustos que había a su derecha encontró una roca elevada que resultaba perfecta para sus propósitos. Se le hizo la boca agua, porque ya podía saborear la sangre del niño en su boca. El caballo apareció, y el explorador se tensó, listo para saltar.
Entonces, el lobo oyó un sonido detrás de él: un débil roce de metal contra piedra. El animal se volvió para enfrentarse a la amenaza, pero no lo bastante deprisa, porque sólo pudo ver el reflejo de una espada antes de sentir un profundo ardor en el cuello, tan profundo que ni siquiera pudo gemir de dolor o sorpresa. Empezó a ahogarse en su propia sangre, las piernas le cedieron y cayó sobre la roca, con los ojos brillantes de pánico, porque se moría. El fulgor de su mirada empezó a desvanecerse, y el cuerpo del explorador sufrió un espasmo, se retorció y, finalmente, se quedó quieto.
En la oscuridad de sus pupilas se reflejó la cara del Hombre Torcido. Con la hoja de su espada, el hombre cortó la nariz del lobo y la metió en una bolsita de cuero que llevaba en el cinturón; era otro trofeo más para su colección, y su ausencia daría a Leroi y su manada algo en que pensar cuando encontrasen los restos de su hermano. Sabrían con quien trataban, oh, sí, porque nadie mutilaba así a sus presas. El chico era suyo y nada más que suyo, ningún lobo se alimentaría de sus huesos.
Así que el Hombre Torcido observó cómo pasaban David y Roland. Scylla se detuvo un segundo delante del árbol caído, como había supuesto el explorador, lo sorteó de un solo salto y siguió por el camino con su carga. Después, el Hombre Torcido se metió entre las zarzas y las espinas y desapareció.
.
XX. Sobre la aldea y la segunda historia de Roland
David y Roland no se encontraron con nadie en el camino aquella mañana. A David todavía lo sorprendía que lo recorriese tan poca gente porque, al fin y al cabo, el camino estaba bien mantenido y suponía que los habitantes del lugar tendrían que utilizarlo para ir de un sitio a otro.
– ¿Por qué está tan vacío? -preguntó-. ¿Por qué no hay gente?
– Los hombres y las mujeres temen viajar, porque este mundo se vuelve cada vez más extraño -contestó Roland-. Ya viste los restos de aquellos hombres ayer, y te he contado lo de la mujer dormida y la hechicera que la maldijo. En estas tierras siempre han existido los peligros y la vida nunca ha sido fácil, pero ahora hay nuevas amenazas, y nadie sabe de dónde han salido. Ni siquiera el rey está seguro, si las historias que se cuentan sobre la corte son ciertas. Dicen que su hora se acerca. -Roland levantó la mano derecha y señaló al noreste-. Hay un asentamiento más allá de esas colinas, y allí pasaremos nuestra última noche antes de llegar al castillo. Quizás averigüemos algo más sobre la mujer y sobre lo que le sucedió a mi compañero.
Al cabo de una hora se encontraron con un grupo de hombres que salían de los bosques cargados de conejos y ratas de campo muertos y atados a palos. Estaban armados con bastones afilados en punta y toscas espadas cortas. Cuando vieron que se acercaba el caballo, levantaron las armas a modo de advertencia.
– ¿Quiénes sois? -preguntó uno-. No os acerquéis más hasta haberos identificado.
Roland tiró de las riendas de Scylla cuando todavía estaban fuera del alcance de los bastones de los hombres.
– Yo soy Roland, y éste es mi escudero, David. Nos dirigimos a la aldea, con la esperanza de encontrar allí comida y alojamiento.
– Puede que encontréis alojamiento -dijo el hombre que había hablado, bajando la espada-, pero poca comida -Levantó uno de los palos en los que llevaban los animales muertos-. Los campos y los bosques están casi vacíos. Esto es todo lo que hemos encontrado en dos días de caza, y perdimos a un hombre en el intento.
– ¿Perdido? -preguntó Roland.
– Iba en la retaguardia. Lo oímos gritar, pero, cuando nos volvimos, su cuerpo ya no estaba.
– ¿No visteis el rastro de lo que se lo llevó? -preguntó Roland.
– No. Vimos la tierra removida justo donde él estaba, como si alguna criatura hubiese salido de abajo, pero encima sólo había sangre y una sustancia repugnante que no produce ningún animal que conozcamos. No ha sido el primero en morir así, porque hemos perdido a otros, pero todavía no hemos visto al responsable. Ahora sólo nos atrevemos a salir en grupo y esperamos, porque la mayoría cree que pronto nos atacará mientras dormimos.
– Hemos visto restos de soldados a medio día de camino de aquí -comentó Roland, mirando hacia atrás, en la dirección que David y él habían seguido-. Por sus insignias, diría que eran hombres del rey. No tuvieron suerte con la Bestia, y se trataba de guerreros entrenados y bien armados. A no ser que vuestras fortificaciones sean altas y fuertes, os aconsejaría que abandonaseis vuestros hogares hasta que pase la amenaza.
– Tenemos granjas y ganado -respondió el hombre, sacudiendo la cabeza-. Vivimos donde antes vivían nuestros padres y nuestros abuelos. No abandonaremos lo que hemos construido con el sudor de nuestras frentes.
Roland no dijo nada más, pero David casi pudo oír lo que pensaba: «Pues entonces, moriréis».
David y Roland cabalgaron junto a los hombres, hablando con ellos y compartiendo el alcohol que quedaba en la petaca de Roland. Los hombres agradecieron su amabilidad y, a cambio, le confirmaron los cambios sucedidos en aquellas tierras, y la presencia de nuevas criaturas en bosques y campos, todas hostiles y hambrientas. También hablaron de los lobos, que cada vez eran más atrevidos. Los cazadores habían atrapado y matado a uno durante el tiempo que habían pasado en el bosque: un loup, un intruso llegado de lejos. Su pelaje era de un blanco perfecto, y llevaba calzones hechos con la piel de una foca. Antes de morir les dijo que había llegado del lejano norte, y que otros vendrían detrás de él para vengar su muerte. Era lo que el Leñador le había contado a David: los lobos querían adueñarse del reino y estaban reuniendo un ejército para lograrlo.
Читать дальше