John Updike - El Centauro

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Centauro es un texto diáfano para el lector, sin zonas que para ser transitadas requieran de su complicidad, servido una vez más por la voluntad de estilo puntilloso que personaliza la prosa de Updike. Si los personajes casi nunca logran hacernos olvidar la firmeza y la elegancia formales que los especifican, es decir, la riqueza del verbo aplicado a sus vidas ficticias, se debe en gran medida a que expresamente son deudores de la leyenda mitológica que Updike quiso insertar en la historia contemporánea, con lo cual en su composición tiene más peso lo arquetípico que lo propiamente substantivo de las criaturas humanas susceptibles de desenvolverse libres de vínculos o afinidades prefijadas.
Por lo tanto, no alimento la menor duda acerca del valor de Centauro como una obra que al mismo tiempo que ejemplifica con fidelidad las maneras narrativas de John Updike -las virtudes y las servidumbres del Updike de la primera etapa-, se aparta un buen trecho del camino real que a lo largo de una cuarentena de títulos le llevarían a erigirse en el novelista por excelencia de la domesticidad norteamericana, el que con mayor profundidad ha analizado los conflictos y evolución de la pareja liberal, esto es, de la familia, y la transformación de sus esquemas sociales y morales al ritmo de los acontecimientos históricos que a su vez han modificado la sociedad desde el ya lejano mandato de Kennedy al de Bush.
Updike no ha vuelto a servirse de la mitología griega como soporte, quizá porque ha sido precisamente él, junto con Saul Bellow, quien de manera convincente ha creado una simbología no codificada del individuo moderno en una sociedad lastrada por la violencia, la dureza y el vacío espiritual, que lo perturba. En tanto que cronista veraz de esa confrontación trascendental, molesta e inquietante, John Updike es soberbio y, aunque sólo fuera por eso, habría que leer sus obras de ficción con interés y respeto.
De la Introducción de Robert Saladrigas

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La voz del teléfono ha oído algo y pregunta:

– ¿Con quién habla?

– Con Minor Kretz.

– Esta clase de gente le fascina, ¿verdad? -comenta amargamente al oído de Peter la voz femenina en miniatura.

– Están hablando de los rusos.

Algo parecido a una tos suena en el auricular, y Peter sabe que su madre ha empezado a llorar. Se le hunde el estómago. Mira a su alrededor buscando algo que decir, y, como una mosca, su ojo aterriza en una de las cagarrutas de yeso pintado que hay entre las novedades que vende Minor.

– ¿Cómo está Lady ? -pregunta.

La respiración de su madre lucha por dominarse. En los intervalos entre el llanto sale una voz extrañamente controlada y pétrea:

– Se ha pasado toda la mañana en casa y después de comer la he dejado salir. Cuando volvió, noté que había estado persiguiendo otra mofeta. El abuelo está tan enfadado conmigo que no quiere salir de su habitación. Como nos hemos quedado sin pan, se está poniendo de mal humor.

– ¿Crees que Lady ha matado a la mofeta?

– Creo que sí. Se reía.

– Dice papá que va a ir al dentista.

– Sí. Ahora que es demasiado tarde.

Otra ola de lágrimas silenciosas penetra el oído de Peter; tiene el cerebro inundado por la imagen que seguramente tienen los ojos de su madre en ese momento: los bordes enrojecidos y llenos de lágrimas. Un ligero olor a grano, de hierba o maíz, afecta la nariz de Peter.

– No creo que sea necesariamente demasiado tarde -dice.

La frase ha sonado pomposa e insincera, pero se siente forzado a decir algo. Los números de teléfono que los adolescentes han escrito con lápiz en la pared empiezan a bailar delante de sus ojos.

– Sí, supongo que sí -suspira su madre-. Peter.

– ¿Qué?

– Cuida de tu padre.

– Lo intentaré. Aunque es difícil.

– Sí, ¿verdad? Pero te quiere mucho.

– De acuerdo, lo intentaré. ¿Quieres que le haga regresar?

– No. -La madre de Peter hace una pausa y luego, con ese talento teatral que le permite dominar el escenario y que quizá sea el único ápice de sentido común que tiene la fantasía de su padre cuando habla de hacerla actuar en un teatro de vodevil, repite con una trémula voz-: No.

– De acuerdo, entonces nos veremos alrededor de las once.

Desprovista de su reconfortante cuerpo, la voz de su madre le resulta agotadora. Ella se da cuenta y, cuando vuelve a hablar, parece incluso más ofendida, más distante, más pequeña y pétrea.

– Dice el hombre del tiempo que nevará.

– Sí, se nota en el aire.

– Muy bien. Muy bien, Peter. Dile adiós a tu pobre madre. Eres un buen muchacho. No te preocupes por nada.

– De acuerdo, ni tú tampoco. Eres una buena mujer.

¡Menuda frase para decírsela a la madre de uno! Peter cuelga, asombrado de sí mismo. Cuando habla con ella por teléfono, su madre se convierte, incestuosamente, en una simple voz femenina con la que ha compartido secretos, y la sensación es tan especial que hace que aumente la comezón de sus costras.

– ¿Parecía preocupada? -le pregunta su padre.

– Un poco. Me parece que el abuelo se está poniendo de mal humor y el ambiente está un poco enrarecido.

– Ese viejo es perfectamente capaz.

Caldwell se vuelve y le explica a Minor:

– Es mi suegro. Tiene ochenta y cuatro años, y es capaz de incordiar de una manera que te saca de quicio. Este viejo tiene más fuerza en su dedo meñique que nosotros dos en nuestros cuatro brazos juntos.

– Aaag -gruñe suavemente Minor poniendo sobre el mostrador un vaso de leche con la superficie llena de espuma. Caldwell se lo bebe en dos tragos, lo deja, hace una mueca de dolor, se pone ligeramente más pálido, y se traga un eructo.

– Chico -dice-, esta leche se ha equivocado de camino en algún recoveco de aquí dentro.

Todavía pronuncia la palabra «leche» con acento de Nueva Jersey. Caldwell se pasa la lengua por los dientes, como para limpiarlos.

– Ahora me voy a ver al doctor Sacamuelas.

– ¿Te acompaño? -pregunta Peter.

En realidad, el dentista se llama Kenneth Schreuer. Y su consulta está dos manzanas más abajo siguiendo la carretera, pasado el instituto y enfrente de las pistas de tenis. Schreuer siempre tiene la radio puesta con un serial, de las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde. Desde comienzos de primavera hasta mediados de otoño, todos los miércoles y domingos se pone un calzón corto blanco, cruza las vías del tranvía y se convierte en uno de los mejores jugadores de tenis del condado. Es mejor jugador de tenis que dentista. Su madre trabaja en la cafetería del instituto.

– No, diablos -dice Caldwell-. ¿Qué podrías hacer, Peter? El daño ya está hecho. No te preocupes por este montón de chatarra. Quédate aquí, hay amigos y se está caliente.

De forma que, para llevar a cabo la orden de su madre de cuidar a su padre, lo primero es contemplar a aquel hombre dolorido, disfrazado con su chaquetón desabrochado y demasiado corto y su gorro de punto embutido por encima de las orejas, salir solitario por la oscura puerta para hacer frente una vez más al destino.

Desde su mesa, Johnny le dice en tono sincero:

– Eh, Peter. Hace un momento, cuando estabais tú y tu padre de pie contra la luz, ha habido un instante en que no hubiera sabido decir quién era el padre y quién el hijo.

– Él es más alto -dice Peter secamente.

El Dedman que le interesa no es precisamente este chico bueno y sincero. Peter siente que, con la llegada de la noche, han madurado en su interior enormes cantidades de dulce maldad. Se da la vuelta, utilizando como eje el peso de los cinco dólares que lleva en su cadera, y le dice triunfalmente a Minor:

– Dos hamburguesas. Sin ketchup . Y un vaso de esa leche aguada que vendes, y cinco monedas para esa máquina del millón con que nos robas el dinero.

Regresa a su reservado y vuelve a encender el Kool que había apagado a medio fumar. Un frío polar estremece su orgullosa garganta; en el vacío escenario que es ahora el bar de Minor, Peter se acicala convencido de que todos los ojos del mundo le están mirando. El lapso de tiempo necesariamente ocioso que tiene por delante, un auténtico sueño de libertad para un muchacho, exalta tanto su corazón que se duplica la velocidad de sus latidos y amenaza estallar y teñir de color rosa la penumbra. Perdóname .

– Cariño. ¿Me espero?

– ¿Mmm?

– ¿No hay ningún sitio mejor que tu despacho?

– En invierno, no.

– Pero nos han visto.

– Te han visto a ti.

– Pero él se ha dado cuenta. Por la cara que ha puesto, sé que se ha dado cuenta. Estaba tan asustado como yo.

– Caldwell se ha dado cuenta y no se ha dado cuenta.

– Pero ¿confías en él?

– Nunca se ha planteado entre nosotros la cuestión de la confianza.

– ¿Y en este caso?

– Confío en él.

– No deberías confiar. ¿No podríamos despedirle?

Él suelta una carcajada que la desconcierta. Siempre tarda en darse cuenta de su propio humor.

– Exageras mi omnipotencia -dice él-. Este hombre lleva dando clases desde hace quince años. Tiene amigos. La cátedra es suya.

– Pero es un incompetente, ¿no?

Al abrazarla le molesta que ella se ponga a discutir y a preguntar. La estupidez femenina tiene siempre un renovado poder de decepcionarle.

– ¿Incompetente? No es tan fácil de definir la competencia. Como mínimo sabe estar en clase con ellos, que es lo más importante. Además, me es fiel. Muy fiel.

– ¿Por qué le defiendes? Ahora mismo podría destruirnos a los dos.

– Anda, anda, pajarillo -vuelve a reír él-. No es tan fácil destruir a un ser humano.

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