John Updike - El Centauro

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Centauro es un texto diáfano para el lector, sin zonas que para ser transitadas requieran de su complicidad, servido una vez más por la voluntad de estilo puntilloso que personaliza la prosa de Updike. Si los personajes casi nunca logran hacernos olvidar la firmeza y la elegancia formales que los especifican, es decir, la riqueza del verbo aplicado a sus vidas ficticias, se debe en gran medida a que expresamente son deudores de la leyenda mitológica que Updike quiso insertar en la historia contemporánea, con lo cual en su composición tiene más peso lo arquetípico que lo propiamente substantivo de las criaturas humanas susceptibles de desenvolverse libres de vínculos o afinidades prefijadas.
Por lo tanto, no alimento la menor duda acerca del valor de Centauro como una obra que al mismo tiempo que ejemplifica con fidelidad las maneras narrativas de John Updike -las virtudes y las servidumbres del Updike de la primera etapa-, se aparta un buen trecho del camino real que a lo largo de una cuarentena de títulos le llevarían a erigirse en el novelista por excelencia de la domesticidad norteamericana, el que con mayor profundidad ha analizado los conflictos y evolución de la pareja liberal, esto es, de la familia, y la transformación de sus esquemas sociales y morales al ritmo de los acontecimientos históricos que a su vez han modificado la sociedad desde el ya lejano mandato de Kennedy al de Bush.
Updike no ha vuelto a servirse de la mitología griega como soporte, quizá porque ha sido precisamente él, junto con Saul Bellow, quien de manera convincente ha creado una simbología no codificada del individuo moderno en una sociedad lastrada por la violencia, la dureza y el vacío espiritual, que lo perturba. En tanto que cronista veraz de esa confrontación trascendental, molesta e inquietante, John Updike es soberbio y, aunque sólo fuera por eso, habría que leer sus obras de ficción con interés y respeto.
De la Introducción de Robert Saladrigas

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Las entradas de baloncesto que han desaparecido son las que van del número 18.001 al 18.145. No estaban ni en su armario, ni en sus cajones, ni entre sus papeles, y lo único que había encontrado era la hoja azul del informe de Zimmerman, una hoja de color azul cielo que hizo que el estómago se le doblara como un dedo atrapado por una puerta cerrada de golpe. Zas. Bum. Bueno, al menos él no había sepultado su talento bajo tierra, sino que había levantado su celemín y había mostrado a todo el mundo cuál es el aspecto de una vela apagada.

Un pensamiento que había pasado por su mente unos minutos antes le agradó. Pero ¿cuál era? A través de las pardas guijas de su cerebro busca el camino que le lleva a esta joya. Ahí está. Felicidad. La ignorancia es la felicidad.

Amén.

Los parteluces de acero de la ventana del rellano que se encuentra a mitad de la escalera, llenos de negras partículas de suciedad que han adquirido la solidez del acero, provocan en él una extraña sorpresa. Como si, al transformarse en una ventana, la pared le dijera en voz alta una palabra de un idioma extranjero. Desde que, hace cinco días, Caldwell se percató de la posibilidad de que podía morir, y se lo tomó como quien se traga una mariposa, en la esencia de las cosas había penetrado una gravedad curiosamente variable que hacía que ahora todas las superficies parecieran tristemente pesadas como el plomo para, al cabo de un instante, mostrarse inquietas e inconsecuentemente ligeras como pañuelos. A pesar de todo, a pesar de vivir entre superficies en proceso de desintegración, Caldwell intenta mantener inmutable su curso.

Éste es su programa

Hummel.

Telefonear a Cassie.

Ir al dentista.

Regresar para el partido de las 6.15

Recoger el coche y llevar a Peter a casa.

Empuja la puerta de cristal reforzado y baja por el vacío pasillo. Ver a Hummel, telefonear a Cassie. A mediodía Hummel no había encontrado todavía un eje de transmisión de segunda mano con el que poder sustituir el que se había roto en el pequeño terreno de forma irregular que hay entre la fábrica de pastillas para la tos y las vías del ferrocarril; había estado preguntando por teléfono a todos los chatarreros y talleres de Alton y West Alton. Según sus cálculos la factura ascendería a unos veinte o veinticinco dólares; se lo diría a Cassie y, de una u otra manera, ella quitaría importancia a esta cantidad, porque para ella apenas si sería otra gota más en el recipiente, una gota más o menos que echar a su ingrata tierra, en aquellas treinta y dos hectáreas que ahora pesaban sobre los hombros de Caldwell, simple tierra fría y muerta en la que, como si fuera lluvia, se iba hundiendo su sangre. Y el abuelo Kramer seguirá metiéndose de una sola vez en la boca una rebanada entera de pan de molde. Telefonear a Cassie. Estará preocupada. Caldwell puede prever cómo se entrelazarán sus preocupaciones cuando hablen por teléfono, como dos cables empalmados. ¿Está bien Peter? ¿Se ha caído ya por las escaleras el abuelo Kramer? ¿Qué se ve en la radiografía? Caldwell no lo sabe todavía. Se ha pasado el día entero pensando que tiene que llamar al doctor Appleton, pero hay algo en su interior que se resiste a darle esa satisfacción al viejo fanfarrón. La ignorancia es la felicidad. De todas formas tiene que ir al dentista. Cuando lo piensa se chupa la muela careada. Si revisa lentamente su cuerpo puede encontrar dolores de todas clases y colores: la aguja de sacarina de un dolor de muelas, la sorda y cómoda punzada de su garra, el incansable veneno que le hace trizas los intestinos, la remota molestia que le produce una uña del pie doblada hacia arriba y que roe el dedo oprimido contra ella por el zapato, el pequeño latido en la parte superior de la nariz debido a que ha forzado demasiado la vista durante la última hora, y el dolor, emparentado con este último pero diferente, que recorre la parte superior de su cráneo y que le recuerda la inflamación que le dejaba su viejo casco de cuero después de magullarse en una escaramuza cuando jugaba a rugby en el Lake Stadium. Cassie, Peter, el abuelo Kramer, Judy Lengel y Deifendorf, todos ellos, están en su pensamiento. Ver a Hummel, telefonear a Cassie, ir al dentista, estar aquí de vuelta a las seis y cuarto. Se imagina anticipadamente libre de tareas, purificado. En su vida había algo que sí le había gustado: cuando trabajaba de empalmador de cables disfrutaba al ver los hilos de cobre desnudos, puros, brillantes, abriéndose en abanico al despojarlos bruscamente de la sucia envoltura de caucho viejo. El núcleo conductor del cable. A Caldwell le asustaba sepultar algo tan vivo bajo tierra. La sombra del ala se tensa y los intestinos se le retuercen de dolor: los habita una araña. Brrr . En el confuso movimiento de sus pensamientos, la muerte siempre acaba dominando. Le arde la cara, se le licúan las piernas, y el corazón y la cabeza crecen de miedo hasta alcanzar enormes dimensiones. ¿Puede la muerte, esa blanca extensión, sobrevenirle? Tiene la cara empapada por el calor y el cuerpo dominado por cierta ceguera. Silenciosamente pide que aparezca en el aire una cara. En el largo pasillo barnizado, iluminado por globos espaciados de luz encerrada, brillan con tonos miel, ámbar, sebo. Le resulta tan familiar, tan familiar, que le sorprende que después de quince años sus pasos no hayan horadado un camino en las tablas; pero al mismo tiempo le parece extraño y nuevo, tan extraño como el día en que, cuando él era un joven recién casado y padre que conservaba todavía el gangueo y la pronunciación confusa de Nueva Jersey, vino una calurosa tarde de verano para celebrar su primera entrevista con Zimmerman. Aquel hombre le gustó. A Caldwell le gustó Zimmerman desde el primer instante. Su conversación pesada e inquietantemente alusiva le trajo a la memoria un enigmático amigo y compañero de habitación de su padre en sus años de seminario, un hombre que solía visitarles los domingos de vez en cuando y que siempre se acordaba de llevar una bolsita de bombones de licor para «el joven Caldwell». Bombones de licor para George y una cinta del pelo para Alma. Cada vez. De manera que, con el tiempo, ese pequeño estuche grabado que guardaba Alma en su mesa acabó rebosando de cintas para el pelo. A Caldwell le gustó Zimmerman y notó que también él le gustaba al director. Habían hecho un chiste sobre el abuelo Kramer. No consigue recordar cuál fue la broma pero sonríe al recordar que hubo una broma, hace quince años. Caldwell camina a zancadas cada vez más grandes. Como un imprevisible remolino del viento, aparece una ligera brisa que enfría sus mejillas con la idea de que un hombre que estuviera a punto de morir sería incapaz de caminar tan tieso.

En la pared de delante de la vitrina con los cientos de trofeos, aunque no exactamente enfrente, está, cerrada, la puerta de Zimmerman. En el momento en que Caldwell pasa por delante, se abre de golpe y aparece, como una línea oblicua bajo su nariz, la señora Herzog. Ella queda tan desconcertada como él; bajo su sombrero con plumas de pavo real, que lleva torcido como si acabara de recibir una conmoción, se le agrandan los ojos detrás de sus estúpidas gafas de concha color crema. Ella es, para la edad de Caldwell, una mujer joven; su hijo mayor acaba de llegar a séptimo curso. Pero ya empieza a extenderse por el claustro de profesores agitadas ondas protectoras en torno a ese niño. A fin de garantizar personalmente la educación de sus hijos, la señora Herzog consiguió que la eligieran miembro de la Junta del instituto. Con toda su alma profesional, Caldwell desprecia a estas madres entrometidas. No tienen ni idea de qué es la educación: una selva, una maldita confusión. Sus labios, con el carmín corrido, se niegan arrogantemente a dibujar una sonrisa y confesar así la sorpresa, y prefieren quedarse abiertos en una actitud de declarado asombro, como una abertura de buzón atascada.

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