– Pues no lo sé, Tolly.
Harry miró hacia el fondo de la mesa. La cena de aquella noche también tenía su agenda oculta. Habían recibido instrucciones de mostrarse animados y relajados y de no dar a entender su preocupación por los cambios en el Gabinete. Todo el mundo bebía sin recato y soltaba carcajadas sonoras. Era como una cena en un club de rugby. Los secretarios de embajada, allí presentes para llenar el cupo, parecían sentirse un tanto incómodos.
Los camareros, con sus blancas chaquetas almidonadas, empezaron a servir el vino y la comida. La comida era excelente, la mejor que Harry había saboreado desde su llegada al país.
– Se están recuperando los antiguos niveles de calidad -dijo Goach, rozándolo con el codo.
Harry se preguntó qué edad tendría; decían que llevaba en la embajada desde los tiempos de la guerra americano-española. Habían transcurrido cuarenta años. Al parecer, no había nadie que supiera más que él acerca del protocolo español.
– Por lo menos en el Ritz, a juzgar por la comida -contestó Harry.
– Bueno, y en otros lugares también. Están volviendo a abrir los teatros, el Teatro de la Ópera. Recuerdo la conversación que tuve allí con el antiguo rey. Fue encantador. Te hacía sentir a gusto. -Goach suspiró-. Creo que el Generalísimo desearía restaurar la monarquía, pero la Falange no quiere. Menudo desastre. El jueves le arrojaron harina, ¿verdad?
– Sí, en efecto.
– Maldita gentuza. Tenía la típica mandíbula de los Habsburgo, ¿sabe? Prominente.
– ¿Cómo?
– El rey Alfonso. Pero sólo un poco. Gajes de la realeza. El duque de Windsor pasó por Madrid el pasado mes de junio. Cuando huyó de Francia. -Goach meneó la cabeza-. Lo hicieron pasar rápidamente por la embajada y lo enviaron a Lisboa. Sin recepción oficial ni nada. Pero, hombre, por Dios, un ex rey. -Volvió a menear tristemente la cabeza.
Harry miró de nuevo alrededor de la mesa. Se preguntó qué habría pensado Bernie de todo aquello.
– ¿En qué piensas? -preguntó Tolhurst.
Harry se volvió para mirarlo.
– A veces tengo la sensación de encontrarme en el País de las Maravillas -dijo en voz baja-. No me sorprendería ver aparecer un conejo blanco vestido.
Tolhurst lo miró perplejo.
– ¿Qué quieres decir?
Harry se echó a reír.
– Aquí no tienen ni idea de cómo es la vida ahí afuera. -Señaló con la cabeza hacia la ventana-. ¿Tú nunca piensas en toda la maldita miseria que se ve por la ciudad, Simón?
Tolhurst frunció el entrecejo con expresión pensativa.
En medio de la conversación, Harry captó la enérgica voz del embajador.
– Esta bobada de las Operaciones Especiales es una locura. Tengo entendido que utilizan a republicanos españoles exiliados para adiestrar a los soldados británicos en la guerra política. Malditos comunistas.
– Van a prender fuego a toda Europa -replicó Hillgarth.
– Pues sí, una de las típicas frases de Winston. Retórica pura. -Hoare levantó la voz-. Sé cómo son los rojos, estaba en Rusia cuando cayó el zar.
Hillgarth bajó la voz, pero Harry lo oyó.
– Muy bien, Sam. Estoy de acuerdo contigo. No es momento para eso.
Tolhurst salió de su ensimismamiento.
– Supongo que ya estoy acostumbrado. La pobreza. En Cuba ocurre lo mismo.
– Pues yo no me acostumbro -dijo Harry.
Tolhurst reflexionó un instante.
– ¿Has estado alguna vez en una corrida de toros?
– Estuve una vez en el treinta y uno. No me gustó. ¿Por qué?
– La primera vez que fui, me puse enfermo, con toda aquella sangre cuando pican al toro, la aterrorizada expresión de su rostro todavía ensangrentado cuando después llevaron la cabeza al restaurante. Pero tuve que ir; formaba parte de la vida diplomática. La segunda vez ya no lo pasé tan mal; pensé, bueno, es sólo un animal. La tercera vez empecé a valorar la habilidad y la valentía del matador. Cuando eres diplomático, tienes que cerrar los ojos ante la parte negativa de un país, ¿comprendes?
«O cuando eres un espía», pensó Harry. Con el tenedor, trazó una línea sobre el mantel blanco.
– Pero así es como siempre se empieza, ¿verdad? Nos anestesiamos para protegernos y, de esta manera, dejamos de ver la crueldad y el sufrimiento.
– Supongo que, si empezamos a pensar en todas estas cosas tan horribles, acabamos imaginando que nos ocurren a nosotros. Lo sé, porque a mí me sucede algunas veces -dijo Tolhurst, soltando una carcajada nerviosa.
Harry miró mesa arriba y abajo y observó el carácter forzado de las sonrisas y el áspero tono de las carcajadas.
– Creo que no estás solo -dijo.
Alguien situado al otro lado de Tolhurst lo agarró del brazo y empezó a contarle en voz baja que dos funcionarios habían sido sorprendidos juntos en un armario de material de escritorio.
– ¿Julián, marica? No me lo puedo creer.
Harry se volvió de nuevo hacia Goach.
– Está bueno el salmón.
– Excelente.
– ¿Cómo? -Harry no había captado la respuesta del anciano. En medio de la gente, su sordera podía seguir siendo un problema. Por un instante, se sintió desorientado.
– He dicho que es excelente -repitió Goach-. Verdaderamente excelente.
Harry se inclinó hacia delante.
– Usted lleva mucho tiempo en el servicio diplomático, señor. El otro día oí un comentario acerca de los Caballeros de San Jorge. ¿Tiene alguna idea de lo que eso significa? Pensé que, a lo mejor, era una especie de jerga de la embajada.
Goach se ajustó el monóculo y frunció el entrecejo.
– No creo, Brett; jamás he oído hablar de semejante cosa. ¿Dónde oyó el comentario?
– En algún lugar de la embajada. Me pareció extraño.
Goach meneó la cabeza.
– Lo siento, no tengo ni idea. -Miró a Hoare un instante y, después, dijo-: El embajador es un buen hombre. Pese a todos los defectos que pueda tener, conseguirá mantener a España al margen de la guerra.
– Así lo espero -dijo Harry. A continuación, añadió-: Si España se mantiene al margen y nosotros ganamos, ¿qué ocurrirá después con el país?
Goach soltó una leve carcajada.
– Primero ganemos la guerra. -Reflexionó un momento-. Aunque, si Franco se mantiene al margen y consigue controlar el elemento fascista del Gobierno, creo que tendríamos motivos para estarle agradecidos, ¿no le parece?
– ¿Usted cree que en el fondo es un monárquico?
– Estoy seguro. Si analiza usted cuidadosamente sus discursos, verá que le interesa todo lo relacionado con las tradiciones españolas y sus antiguos valores.
– ¿Y sus gentes?
Goach se encogió de hombros.
– Siempre han necesitado mano dura.
– Pues eso ya lo tienen.
Goach inclinó la cabeza y bajó la vista a su plato. Se escucharon unas risotadas desde el otro extremo de la mesa, seguidas de unas sonoras carcajadas de los alemanes que no tenían la menor intención de pasar inadvertidos.
El martes Barbara acudió a una nueva cita con Luis. Era un día espléndido, tranquilo y apacible, y las hojas de los árboles caían suavemente al suelo. Barbara iba a pie, porque la Castellana estaba cerrada al tráfico; el Reichsführer Himmler bajaría más tarde por allí en su camino hacia el Palacio Real para celebrar su encuentro con el Generalísimo.
Tuvo que cruzar la Castellana. La cruz gamada ondeaba en todos los edificios y colgaba de unas cuerdas tendidas de uno a otro extremo de la calle. Las banderas rojas con la cruz de brazos doblados en ángulo recto contrastaban fuertemente con los edificios grises. Unos guardias civiles jalonaban la calle a intervalos, algunos de ellos acunando unas metralletas en sus brazos. Cerca de allí, un grupo de las Juventudes Falangistas permanecía alineado a lo largo del bordillo de la acera, sosteniendo en sus manos unas banderitas con la cruz gamada. Barbara apuró el paso y desapareció en el laberinto de calles que conducían al centro.
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