C. Sansom - Invierno en Madrid
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Sandy inclinó la cabeza.
– Yo no tengo la culpa de que a algunas de las personas con quienes trabajo se les fuera la mano.
– Nuestra fuente nos dice que usted fue el instigador.
Sandy ingirió un buen trago de whisky sin mediar palabra. Hillgarth se reclinó contra el respaldo de su asiento. Tolhurst se había pasado todo el rato mirando con cara de lechuza a Sandy. Si con ello pretendía ponerlo nervioso, su propósito falló… Sandy ni siquiera pareció darse cuenta.
– Todo eso está fuera de nuestra jurisdicción -añadió Hillgarth, agitando una mano-. Pero la verdad es que tampoco nos interesa. Simplemente queríamos decirle que, si se encuentra usted en dificultades, quizá podría considerar la posibilidad de cambiar de actividad. Y trabajar para nosotros.
– ¿Qué clase de trabajo sería?
– Espionaje. Lo devolveríamos a Inglaterra. Pero, primero, nos lo tendría que decir todo acerca de la mina. Para eso enviamos a Brett. ¿Qué extensión tiene; cuánto falta para iniciar la producción? ¿Otorgará a España las reservas de oro necesarias para adquirir productos alimenticios en el extranjero? De momento, el país depende de nuestros préstamos y de los de Estados Unidos, lo cual nos permite ejercer cierta presión.
Sandy asintió muy despacio.
– ¿O sea que, si les dijera todo lo que sé sobre la mina, me sacarían ustedes de aquí?
– Sí. Lo enviaríamos a Inglaterra y, si usted quisiera, lo adiestraríamos y lo enviaríamos a trabajar a algún otro sitio en el que sus conocimientos pudieran resultar útiles. Tal vez a Latinoamérica. Creemos que el lugar podría ser muy indicado para usted. La paga sería buena. -Hillgarth se inclinó levemente hacia delante-. Si se encuentra a gusto con su trabajo de aquí, perfecto. Pero, si quiere salir, primero tendremos que averiguarlo todo acerca de la mina. Lo que se dice todo.
– ¿Es una promesa?
– Lo es.
Sandy ladeó la cabeza mientras movía el vaso que sostenía en la mano para agitar su contenido. Hillgarth añadió en tono tranquilo y reposado:
– De usted depende. Puede asociarse a nosotros o regresar a su mina de oro. Pero el juego es muy peligroso, por rentable que pueda haber parecido al principio.
Para asombro de Harry, Sandy echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
– Me has estado espiando y no te has enterado. Es para troncharse. Jamás lo adivinaste.
– ¿Qué? -preguntó Harry, perplejo.
– ¿Qué? -repitió Sandy, imitando su tono de voz-. ¿Sigues estando un poco sordo o la historia no era más que una tapadera?
– No -contestó Harry-. Pero ¿qué quieres decir? ¿Adivinar el qué?
– Pues que no hay ninguna mina de oro -contestó Sandy en un suave susurro teñido de un ligero tono de desprecio-. Nunca la hubo.
Harry se incorporó bruscamente en su asiento.
– Pero yo la vi.
Sandy miró a Hillgarth y no a Harry cuando contestó.
– Vio una extensión de territorio, un poco de material y unas cabañas. Bueno, el terreno es del tipo que podría contener yacimientos de oro, sólo que no los contiene. -Soltó otra carcajada y meneó la cabeza-. ¿Alguno de ustedes ha oído hablar alguna vez de eso que se llama aplicación de sal?
– Yo sí -dijo Hillgarth-. Se toma una muestra de un determinado tipo de terreno y se colocan en ella unos granos de oro, para que parezca mineral de oro. -Se quedó boquiabierto-. Dios bendito, ¿eso es lo que han estado haciendo?
Sandy asintió con la cabeza.
– Ni más ni menos. -Sacó otro cigarrillo-. Casi merece la pena haber sido traicionado por Brett para ver la cara que ustedes ponen ahora.
– Yo también he trabajado en el sector de la minería -dijo Hillgarth-. La aplicación de sal es una tarea difícil, hay que ser un experto geólogo para eso.
– Cierto. Tanto como mi amigo Alberto Otero. Trabajó en África del Sur y me contó algunos de los malabarismos que se han hecho por allí. Yo sugerí la posibilidad de hacer lo mismo en España, donde el Gobierno anda buscando desesperadamente oro y el Ministerio de Minas está lleno de falangistas que tratan de aumentar su influencia. Descubrió el lugar apropiado y compramos la tierra. Ya he conseguido establecer algunos contactos útiles con el ministerio.
– ¿Se refiere a De Salas? -preguntó Tolhurst.
– Sí, De Salas. Tuvo muchas dificultades para mantener a raya a Maestre. El también cree que la mina es auténtica y que servirá para que España se convierta en un gran país fascista. -Sandy se volvió para mirar a Hillgarth con una sonrisa en los labios-. En nuestros laboratorios mezclamos polvo de oro de excelente calidad con la llamada «mena» y después lo enviamos todo a los laboratorios del Gobierno. Llevamos seis meses haciéndolo. Ellos siguen pidiendo más muestras y nosotros se las proporcionamos.
Hillgarth entornó los párpados.
– Necesitarían ustedes una considerable cantidad de oro para poder hacerlo. El precio en el mercado negro es muy elevado. Cualquier compra importante sería objeto de comentario.
– No, si formas parte de un comité que ayuda a unos pobres y desgraciados judíos a huir de Francia. A éstos sólo les está permitido traer lo que puedan llevar en su equipaje de mano, y la mayoría trae oro. Nosotros nos quedamos con él a cambio de visados para Lisboa; después, Alberto lo funde y lo convierte en minúsculos granos de oro.
Tenemos todo el oro que necesitamos y nadie se entera. En realidad, lo de los judíos fue idea mía. -Exhaló una nube de humo-. Cuando supe que los judíos de Francia se estaban trasladando a Madrid para huir de los nazis, pensé que quizá los podría ayudar. Es probable que Harry no se lo crea, pero yo me compadecía de ellos, de esa gente a la que parece que nunca le sale nada a derechas y siempre anda errante por el mundo. Pero, para conseguirles visados, necesitaba dinero y lo único que ellos tenían era oro. Eso me indujo a comentarle a Otero el sempiterno valor del oro que siempre hace que a la gente se le iluminen los ojos de codicia. De ahí surgió toda la idea.
Sandy miró con una sonrisa a Hillgarth, todavía reacio a mirar a Harry.
O sea que todo había sido un engaño, pensó Harry. Todo aquello, el trabajo, las traiciones y la muerte de Gómez no habían servido de nada. Pura prestidigitación.
Hillgarth se pasó un buen rato mirando a Sandy. Después, soltó una sonora risotada.
– Dios bendito, Forsyth, pero qué listo es usted. Ha tenido engañado a todo el mundo. -Sandy inclinó la cabeza-. ¿Qué pensaba hacer? ¿Esperar a que las acciones de la compañía subieran lo suficiente para después endilgárselas a alguien y desaparecer?
– La idea era ésta. Pero alguien del Ministerio de Minas ha estado haciendo correr la voz de que es muy probable que la empresa sea adquirida por otra. Su táctica más reciente para hacerse con el control. Un puñado de taimados cabrones. -Sandy volvió a reírse-. Sólo que los pobres no saben que no van a controlar nada, simplemente un par de fincas inservibles. Pero entonces va Maestre y nos coloca un espía. Tenía las llaves de todos los despachos… a poco listo que fuera, habría acabado descubriendo la verdad.
– O sea que podía usted llegar a quedarse sin un céntimo. -Los ojos de Hillgarth eran duros como piedras-. Y puede que con precio sobre su cabeza.
– En cualquier momento. O bien apuñalado en una oscura callejuela. No me gusta tener que vigilarme constantemente la espalda.
– Ha estado jugando a un juego muy peligroso.
– Sí. Pensé que Harry podría ser una ventaja. -Seguía sin querer mirar a Harry-. Sabía que tenía dinero y que, si invirtiéramos más dinero y compráramos más tierras, seríamos más fuertes y resultaría más difícil comprarnos nuestra parte. Harry también habría obtenido unos buenos beneficios. Yo me habría encargado de que así fuera y le habría aconsejado cuándo vender. Después, cuando nos enteramos de lo de Gómez, temimos que éste hubiera averiguado que todo era una impostura; pero no fue así, pues no ocurrió nada más. Gómez no era muy listo. Pero Maestre sigue urdiendo intrigas para apoderarse del oro. Ya es hora de dejarlo. -Finalmente, Sandy se volvió para mirar a Harry. Su rostro inexpresivo estaba lleno de rabia y dolor-. Yo confiaba en ti, Harry, eras la última persona del mundo en quien todavía confiaba. -Esbozó una leve sonrisa-. Pero no importa. Todo se ha resuelto de la mejor manera. -Se reclinó un momento contra el respaldo de su asiento con semblante pensativo. Harry observó una ligera sacudida espasmódica por encima de su ojo izquierdo. Estaba avergonzado, demasiado avergonzado para contestar, a pesar de lo que Sandy había hecho. Sandy miró de nuevo a Hillgarth-. Usted es el Alan Hillgarth que escribía novelas de aventuras, ¿verdad?
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