– ¿Es la primera vez que me caigo? -preguntó.
– Así es, amo -dijo Wang Xi.
Mi padre lanzó una risita, cerró los ojos, torció el cuello, y la cabeza se le deslizó hasta el suelo.
Ese día acabábamos de mudarnos al chamizo, y estábamos mi madre y yo poniendo orden. Fengxia, muy contenta, también participaba, sin saber que a partir de entonces todo serían sinsabores. Jiazhen volvía del lavadero con un barreño lleno de ropa cuando se encontró con Wang Xi, que venía corriendo.
– ¡Joven ama, creo que el amo está en las últimas!
Desde el chamizo, oímos a Jiazhen gritando desde fuera:
– ¡Madre! ¡Fugui! ¡Madre…!
No gritó mucho más y se puso a llorar desconsoladamente allí mismo. En ese momento, pensé que le había pasado algo a mi padre. Salí corriendo y vi a Jiazhen ahí parada, con el barreño de ropa por los suelos.
– ¡Fugui, tu padre…! -gritó al verme.
Me zumbó la cabeza. Eché a correr con todas mis fuerzas hacia la entrada del pueblo. Cuando llegué a la tinaja del estiércol, mi padre ya no respiraba. Lo sacudí, lo llamé, pero no me respondió. Yo no sabía qué hacer. Me puse en pie y al girarme vi a mi madre venir corriendo con sus pies vendados, llorando y gritando. Tras ella venía Jiazhen con Fengxia en brazos.
Después de morir mi padre, me quedé consumido, como si hubiera cogido la peste. Me pasaba los días sentado en el suelo, delante del chamizo, tan pronto llorando como suspirando. Fengxia venía a menudo a sentarse conmigo.
– ¿El abuelo se cayó? -preguntó una vez jugando con mi mano-. ¿Lo tiró el viento? -dijo al verme asentir.
Mi madre y Jiazhen no se atrevían a llorar abiertamente. Temían que yo me obsesionara con la desgracia y me fuera con mi padre. A veces, por descuido, tropezaba con alguna cosa, y ellas se asustaban. Sólo al ver que no me había caído al suelo como mi padre me preguntaban:
– ¿Estás bien?
Esos días, mi madre me decía a menudo:
– Cuando uno vive contento, no teme ni a la pobreza.
Lo decía para consolarme, creyendo que era la miseria lo que me había hundido de esa forma. Pero yo en lo que pensaba era en mi padre muerto. Yo era el causante de su muerte; y, sin embargo, mi madre, mi Jiazhen y Fengxia iban a tener que pagar conmigo mi culpa.
Diez días después de la muerte de mi padre, vino mi suegro. Entró en el pueblo levantándose el borde de la túnica con las manos, pálido como la cera. Lo seguía un palanquín engalanado de rojo y verde, con unos diez jóvenes tocando el gong y el tambor a cada lado. Al verlo, todo el pueblo acudió a mirar qué pasaba, creyendo que se trataba de alguna boda y preguntándose cómo podía ser que no estuvieran al corriente.
– ¿Qué familia celebra? -preguntó uno a mi suegro.
– La mía -contestó mi suegro en voz alta y con cara de pocos amigos.
En ese momento, yo estaba ante la tumba de mi padre. Al oír los gongs y los tambores, levanté los ojos y vi a mi suegro ir hecho una fiera hasta nuestro chamizo. Hizo una seña a la comitiva, depositaron el palanquín en el suelo, y los gongs y los tambores callaron. En ese momento me di cuenta de que quería recuperar a Jiazhen, y el corazón empezó a latirme con fuerza. No sabía qué hacer.
Al oír el ruido, mi madre y Jiazhen salieron.
– Padre -saludó Jiazhen.
– ¿Dónde está ese animal? -preguntó él tras mirar a su hija.
Mi madre sonrió como buenamente pudo.
– ¿Se refiere a Fugui?
– ¿A quién si no?
Mi suegro se volvió y me vio. Dio dos pasos hacia mí y me gritó:
– ¡Animal, ven!
Yo me quedé de pie sin moverme, ¿de qué iba yo a atreverme a ir?
– ¡Que vengas, so animal! -volvió a gritar haciéndome señas con la mano-. ¿Cómo es que no vienes a presentarme tus respetos? Escúchame bien, animal: igual que en su momento tú te llevaste a Jiazhen, hoy me la llevo yo. Mira: ahí está el palanquín de gala, ahí están los gongs y los tambores, el cortejo será más espléndido que el día de tu boda.
Luego se volvió hacia Jiazhen.
– Corre a recoger tus cosas -le dijo.
Jiazhen se quedó allí sin moverse.
– ¡Padre! -suplicó.
– ¡Que te des prisa! -ordenó mi suegro dando una patada en el suelo.
Jiazhen me miró, allí a lo lejos, dio media vuelta y entró.
– Tenga piedad de nosotros -dijo mi madre, llorosa-, deje que se quede Jiazhen.
Mi suegro le hizo señas de que se fuera y se volvió hacia mí.
– ¡Animal! ¡A partir de ahora, Jiazhen y tú no tendréis nada que ver! ¡Los Chen y los Xu hemos roto la relación!
Mi madre se inclinó para rogarle:
– Por favor, hágalo por el padre de Fugui, deje que se quede Jiazhen.
Mi suegro se volvió hacia ella.
– ¡Si fue él quien mató a su padre a disgustos! -le gritó.
Luego, a él mismo le pareció que se había pasado un poco, así que suavizó el tono:
– No piense que soy cruel. De lo que está pasando tiene toda la culpa ese animal y sus mamarrachadas -le dijo, antes de volverse de nuevo hacia mí-. Os dejo a Fengxia, será una Xu, pero el niño que lleva Jiazhen en el vientre será de los Chen.
Mi madre estaba a un lado, llorando a todo llorar.
– ¿Y cómo voy a cumplir ahora con los antepasados de la familia Xu? [10]
Jiazhen salió con un fardo en la mano.
– Sube al palanquín -le dijo mi suegro.
Jiazhen me miró, fue hasta el palanquín y se volvió hacia mí de nuevo, luego hacia mi madre, y se metió en el palanquín. En ese momento, Fengxia salió corriendo de no se sabe dónde y, al ver que su madre estaba en el palanquín, ella también quiso subir. Apenas metió la cabeza, Jiazhen la apartó.
Mi suegro hizo una seña a los porteadores, que levantaron el palanquín. Dentro, Jiazhen se echó a llorar a gritos.
– ¡Música! -ordenó.
Los diez jóvenes se pusieron a tocar como si les fuera en ello la vida, de modo que dejé de oír el llanto de Jiazhen. El palanquín se puso en camino. Alzándose el borde de la túnica, mi suegro se alejó igual de rápido que el palanquín. Mi madre, torciendo sus pies vendados, fue tras ellos que daba pena; sólo se detuvo a la entrada del pueblo.
En ese momento, Fengxia vino corriendo, ilusionada.
– ¡Padre, madre va en palanquín!
Me sentí mal viéndola tan inocente.
– Fengxia, ven aquí -le dije.
Ella se acercó.
– Fengxia -le dije-, no olvides nunca que soy tu padre.
Ella se rió de buena gana.
– Pues tú tampoco olvides que soy Fengxia.
* * *
Cuando Fugui llegó a ese punto de su historia, me miró soltando una risita. El golfo de cuarenta años atrás estaba ahora sentado en la hierba con el torso desnudo. El sol penetraba entre las hojas destellando en sus ojos entornados. Tenía las piernas cubiertas de barro. En su cabeza afeitada despuntaban ralas algunas canas. Tenía la piel del torso completamente arrugada, y por sus surcos serpenteaba el sudor. En ese momento, el viejo buey se tumbó en el agua amarillenta de la laguna, dejando fuera sólo la cabeza y el largo lomo. Vi cómo el agua batía sobre su lustroso espinazo negro como si de la orilla se tratara.
Ese anciano fue la primera persona que encontré en mi camino. En aquella época yo acababa de iniciar mi vida bohemia, era joven y despreocupado, cada nuevo rostro me llenaba de entusiasmo y todo lo que yo desconociera me atraía vivamente. Fue en ese momento cuando conocí a Fugui y él me narró su historia de forma tan vivida y gráfica. Era la primera vez que alguien me contaba toda su vida sin reservas: mientras yo mostrara interés, él se abría a mí de buena gana.
El haber conocido a Fugui convirtió el tiempo que dediqué a recoger canciones populares en un período de plenitud y de felicidad. Creí que esa tierra fértil y exuberante estaba llena de gente como Fugui. Y efectivamente, después conocí a muchos ancianos como él, con la misma ropa, con la entrepierna de los pantalones colgando a la altura de las rodillas, las arrugas del rostro rebosantes de sol y de barro. Cuando me sonreían, se les veía la boca vacía con los cuatro dientes que les quedaban colgando. Con frecuencia se les saltaban turbios lagrimones, pero no necesariamente porque estuvieran tristes: cuando estaban contentos, o incluso cuando estaban tranquilos y sin ninguna preocupación, también les podían brotar las lágrimas; entonces alzaban sus manos, tan ásperas y agrietadas como los caminos rurales de barro reseco, para enjugarse los ojos, como quien se sacude de encima una paja de arroz.
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