– Padre -me dijo levantando su carita-, ¿vas a estar otra vez muchos días lejos de casa?
Al oírla me cosquilleó la nariz y faltó poco para que se me saltaran las lágrimas. Me apresuré a salir con mi carga hacia la ciudad.
– ¡Ya está aquí el joven amo Xu! -me saludó muy cariñoso Long Er al verme llegar con la palanca.
Dejé la carga delante de él.
– ¿No se está mortificando demasiado? -preguntó apartando las hojas de calabaza-. Habría sido mucho más fácil traerlo en yuanes de plata.
Cuando le llevé la última tanda de monedas de cobre, dejó de llamarme «joven amo».
– Fugui, déjalo ahí -me dijo señalándome el suelo con la barbilla.
En cambio, el otro acreedor fue algo más amable.
– Fugui, ve a tomarte un té -me dijo dándome unas palmadas en el hombro.
– Eso, eso, que se tome un té, invito yo -se apresuró a decir Long Er al oírlo.
Dije que no, pensando que sería mejor volver a casa. En sólo un día, mi chaqueta de seda se había desgastado hasta romperse y me sangraba el hombro. Me fui solo hacia casa, andando y llorando, llorando y andando. Pensé que sólo por cargar con monedas todo un día me había quedado para el arrastre y me pregunté cuántos antepasados míos se habían dejado la salud para ganar ese dinero. En ese momento supe por qué mi padre había pedido monedas de cobre y no yuanes de plata, para que me diera cuenta de eso, para que me diera cuenta de lo dificilísimo que es ganar dinero. Al pensarlo no pude seguir andando. Me puse en cuclillas al borde del camino y me eché a llorar hasta que se me quedaron crispados los músculos de la cintura.
En ese momento pasó por allí el viejo peón de mi casa, ese Changgen que cuando yo era pequeño me llevaba a cuestas a la escuela. Había trabajado en casa varias décadas, pero ahora tenía que marcharse. Era huérfano desde muy niño, y mi abuelo se lo llevó a casa. Luego nunca se casó. Como yo, iba llorando desconsolado, descalzo y con los pies agrietados, en carne viva.
– ¡Joven amo! -saludó al verme en cuclillas al borde del camino.
– ¡No me llames joven amo, llámame animal de bellota!
– Un emperador que mendiga sigue siendo un emperador -me dijo moviendo la cabeza-. Aunque no tenga dinero, usted sigue siendo el joven amo.
Al oírlo, las lágrimas que acababa de secarme volvieron a brotar. Él se puso en cuclillas a mi lado y se echó a llorar cubriéndose la cara con las manos.
– Va a anochecer. Changgen, vuelve a casa.
Changgen se levantó y fue alejándose paso a paso.
– ¿Qué casa tengo ya? -iba diciendo con voz lúgubre.
También había perjudicado a Changgen. Viéndolo irse, más solo que la una, sentí encogérseme a golpes el corazón. Sólo cuando Changgen desapareció a lo lejos, me levanté y eché a andar hacia casa.
Cuando llegué ya era de noche. Todos los mozos y las criadas de casa se habían ido. Mi madre y Jiazhen estaban en la cocina, una encendiendo el fuego y la otra preparando la cena. Mi padre seguía en cama. Sólo Fengxia seguía igual de alegre que siempre, sin saber todavía que a partir de entonces tendría que sufrir penalidades y miseria. Vino dando brincos y saltó a mi regazo.
– ¿Por qué dicen que ya no soy una señorita? -preguntó.
Le acaricié las mejillas, incapaz de decir una sola palabra. Menos mal que no insistió. Me rascó con la uña el barro de los pantalones.
– Te estoy lavando los pantalones -dijo alegre.
Cuando llegó la hora de cenar, mi madre fue hasta la puerta de la habitación de mi padre.
– ¿Te traigo la cena? -le preguntó.
– No, me levanto -dijo mi padre.
.Salió de su cuarto sujetando con tres dedos la lámpara de petróleo. La luz lo iluminaba a destellos, dejándole la cara medio a oscuras. Iba encorvado y tosiendo sin parar.
– ¿Has saldado la deuda? -me preguntó.
– Sí -contesté cabizbajo.
– Bien, bien -dijo él-. Tienes el hombro en carne viva -añadió al verlo.
No dije nada. Miré furtivamente a mi madre y a Jiazhen. Las dos me miraban el hombro con los ojos llenos de lágrimas. Mi padre se puso a cenar despacito, pero apenas tomó unos cuantos bocados dejó los palillos en la mesa y apartó el cuenco. Dejó de comer.
– Hace mucho tiempo, el fundador de nuestra familia Xu sólo criaba un pollito. Cuando el pollito creció, se convirtió en oca; cuando la oca creció, se convirtió en cordero; y cuando el cordero creció, se convirtió en buey. Así fue como hicimos fortuna los Xu.
Hablaba con un hilo de voz. Hizo una pausa y siguió:
– Cuando esa fortuna llegó a mis manos, el buey de los Xu se convirtió en cordero, y el cordero en oca. Al llegar a ti, la oca se hizo pollo, y ahora ya no tenemos ni pollo.
Al decir esto, mi padre se echó a reír; y riendo, riendo, se echó a llorar.
– Los Xu han tenido dos hijos pródigos -dijo enseñando dos dedos.
No pasaron ni dos días cuando vino Long Er. Había cambiado. Llevaba en la boca dos dientes de oro y lucía una sonrisa de oreja a oreja. Había comprado la casa y las tierras que habíamos hipotecado, y venía a visitar sus propiedades. Dio pataditas al zócalo, pegó la oreja a la pared y le dio unas palmadas.
– Sólidas, sí señor -dijo.
Long Er se fue a dar una vuelta por las tierras. Cuando volvió, nos hizo una reverencia.
– Al ver esos campos tan verdes, me siento completamente tranquilo.
Al llegar Long Er, tuvimos que abandonar la que había sido nuestra casa durante generaciones para ir a vivir a un chamizo. El día de la mudanza, mi padre recorrió varias habitaciones con las manos a la espalda. Cuando acabó, le dijo a mi madre:
– Y yo que creía que moriría en esta casa…
Luego se sacudió el polvo de la ropa de seda y, con la cabeza bien alta, cruzó el umbral. Siguiendo su costumbre de siempre, mi padre se fue lentamente, con las manos a la espalda, camino de la tinaja del estiércol de la entrada del pueblo. Estaba anocheciendo, había unos cuantos aparceros trabajando. Todos sabían que mi padre ya no era el dueño, pero aun así lo saludaron llamándolo «Amo».
Mi padre esbozó una sonrisa.
– Ya no me llaméis así -les dijo agitando la mano.
Mi padre ya no estaba en sus tierras. Se dirigió con las piernas temblorosas a la entrada del pueblo, se paró delante de la tinaja del estiércol y miró a su alrededor. Luego se desabrochó los pantalones y se encaramó a la tinaja.
Ese día, en el crepúsculo, mi padre ya no gritó al cagar. Miraba a lo lejos, con los ojos entornados, cómo se alejaba ese camino hacia la ciudad, desvaneciéndose poco a poco. Un aparcero que estaba allí cerca se agachó a cortar verdura. Cuando el hombre se levantó de nuevo, mi padre ya no veía el camino.
Mi padre cayó de la tinaja. Al oír el ruido, el aparcero se volvió enseguida y lo vio tirado en el suelo, inmóvil, con la cabeza apoyada en la tinaja. Corrió, hoz en mano, hasta mi padre.
– Amo, ¿se encuentra bien? -le preguntó.
Mi padre parpadeó.
– ¿De qué casa eres? -preguntó con voz ronca, mirándolo.
– Amo, soy Wang Xi -dijo el aparcero agachándose.
Mi padre pensó unos instantes.
– Ah, sí, Wang Xi. Wang Xi, tengo una piedra debajo que me está haciendo daño.
Wang Xi levantó el cuerpo de mi padre, hurgó debajo, encontró una piedra grande como un puño y la tiró a un lado. Mi padre volvió a quedar allí tumbado.
– Ahora sí que estoy cómodo -dijo con suavidad.
– ¿Quiere que le ayude a levantarse? -preguntó Wang Xi.
– No es necesario -suspiró moviendo la cabeza-. ¿Me habías visto caerme alguna vez? -le preguntó.
– No, amo -dijo Wang Xi moviendo la cabeza.
Mi padre pareció alegrarse un poco.
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