Yu Hua - Vivir

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¡Vivir!, publicada por primera vez en 1992 y editada recientemente en nuestro país por Seix Barral, es un relato crudo y firme de la vida en China en la etapa de la Revolución Cultural a través de la voz de Fugui, un campesino que pierde su fortuna en sus visitas a los burdeles y su afición al juego, y que aunque intenta rehacer su vida padece los cambios políticos de su país y muchos avatares y desgracias, pero resiste a pesar de todo y termina sus días ya anciano labrando la tierra acompañado de su buey y con la única intención de seguir viviendo. Resistencia y perseverancia ante el sufrimiento. Las hambrunas, los cambios constantes impuestos por la Revolución Cultural, las enfermedades, la miseria, la mala suerte y la incongruencia se cebarán con Fugui y tres de sus generaciones pero el protagonista de ¡Vivir! le contará al lector también sus pequeñas alegrías y tesoros. Un libro para sufrir, para llorar y para disfrutar de la prosa del autor.

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Así, completamente aturdido, llegué a las puertas de la ciudad. Por unos instantes, olvidé que acababa de perder toda la fortuna de mi familia, iba con la cabeza vacía, como un avispero después de golpearlo. Pero al salir de la ciudad y ver ese camino que se alejaba en diagonal ante mis ojos, me entró miedo; me pregunté qué iba a hacer. Di unos pasos, pero no podía andar. No se veía un alma por ninguna parte, y pensé en ahorcarme con un cinturón y acabar de una vez. Así pensando, eché a andar de nuevo. Pasé delante de un olmo, pero sólo le lancé una ojeada, sin ninguna intención de desabrocharme el cinturón. En realidad, no quería morir, sólo era una manera de desahogar mi furia conmigo mismo. Pensé que esa maldita deuda no moriría conmigo.

«Fuera. Ni hablar de suicidarse», me dije a mí mismo.

Esa deuda iba a tener que saldarla mi padre. Y al pensar en mi padre, el corazón me dio un vuelco. Esta vez, a ver si no iba a matarme a palos. Así iba yo cavilando, y por muchas vueltas que le diera, no veía más salida que la muerte, así que, a fin de cuentas, para eso valía más volver a casa: si mi padre me mataba a palos, siempre sería mejor que acabar ahorcado como un perro vagabundo.

En ese poco rato, me quedé chupado, con los ojos hundidos, y yo ni me di cuenta. Cuando llegué a casa y me vio mi madre, lanzó un chillido del susto que se llevó.

– ¿Eres Fugui? -me preguntó.

Asentí mirándola con una sonrisa forzada. Le oí decir algo más entre gritos y exclamaciones, pero dejé de hacerle caso. Empujé la puerta y fui a mi habitación. Jiazhen, que estaba peinándose, también se asustó al verme. Se quedó mirándome boquiabierta. Al recordar cómo había ido la noche anterior a pedirme que volviera a casa, y yo le había dado golpes y patadas, caí de rodillas, ¡catapún!, a sus pies.

– Jiazhen -le dije-, estoy perdido.

Y rompí en sollozos. Jiazhen vino enseguida y trató de ayudarme a levantarme. Pero ¿cómo iba a poder conmigo, llevando dentro a Youqing? Así que llamó a mi madre, y entre las dos me llevaron hasta la cama. Nada más tumbarme, empecé a echar espuma por la boca, como si me estuviera muriendo. ¡Menudo susto se llevaron, las pobres! Me dieron golpecitos en los hombros, me sacudieron la cabeza.

– He perdido toda nuestra fortuna -les dije apartándolas.

Al oírlo, mi madre se quedó atónita.

– ¿Qué has dicho? -preguntó después de mirarme intensamente.

– Que he perdido toda nuestra fortuna -repetí.

Mi aspecto la convenció. Se cayó sentada al suelo.

– De tal palo, tal astilla -dijo enjugándose las lágrimas.

Incluso en un momento como ése, mi madre me quería. No me culpaba a mí, sino a mi padre.

Jiazhen también lloraba.

– Lo que importa ahora es que no vuelvas a jugar dijo mientras me masajeaba la espalda con los puños.

Lo había perdido absolutamente todo, aunque quisiera jugar no tenía ni qué apostar. Oí a mi padre protestar y refunfuñar allí en su habitación. El hombre todavía no sabía que era más pobre que las ratas, sólo le molestaban los sollozos de las dos mujeres. Al oírlo, mi madre dejó de llorar. Se puso en pie y salió, y Jiazhen con ella. Sabía que iban al cuarto de mi padre. Al poco rato, lo oí gritar:

– ¡Bastardo!

En ese momento, mi hija Fengxia entró muy agitada y cerró la puerta.

– Padre, corre a esconderte, que el abuelo va a venir a pegarte -dijo con un hilo de voz.

Me quedé mirándola sin inmutarme, así que ella se acercó a tirarme de la mano y, al ver que no podía moverme, se echó a llorar. Verla así me partió el corazón. Tan pequeñita y ya era capaz de proteger a su padre. Sólo con mirarla sentí que merecía que me descuartizaran.

Oí a mi padre venir hecho una furia.

– ¡Bastardo! ¡Te voy a hacer pedazos! ¡Te voy a capar! ¡Te voy a hacer picadillo, cabronazo hijo de puta!

Yo pensaba: «Pasa, padre, hazme picadillo.» Pero mi padre llegó hasta la puerta, se tambaleó y cayó al suelo inconsciente. Mi madre y Jiazhen, gritando, corrieron a levantarlo para llevarlo hasta su cama. Al cabo de un rato, oí a mi padre llorar con voz de oboe.

Una vez en cama, se pasó allí tres días. El primero, llorando como un desesperado. Luego dejó el llanto y empezó a lanzar suspiros. Uno tras otro llegaban a mi habitación.

– ¡Es un castigo del cielo! ¡Un castigo del cielo!

El tercer día, mi padre empezó a recibir visitas en su cuarto, tosiendo ruidosamente y hablando todo el día en voz baja, de modo que no lo oía. Al anochecer, vino mi madre a decirme que me llamaba mi padre. Me levanté, pensando que esta vez sí que estaba perdido de verdad: mi padre llevaba tres días descansando y tenía fuerza para descuartizarme; como mínimo me daría una paliza hasta dejarme medio muerto. Iba yo pensando: «Por mucho que me pegue, no debo devolverle los golpes.» Al acercarme a la habitación de mi padre iba sin fuerza, con flojera en el cuerpo y las piernas que parecían falsas. Entré en la habitación y me coloqué detrás de mi madre, espiando a mi padre a hurtadillas a ver qué pinta tenía allí tumbado. Él me miró con los ojos desorbitados y los bigotes blancos temblando.

– Sal -le dijo a mi madre.

Mi madre se fue de mi lado. Cuando salió, sentí el corazón desfallecer, esperando que en cualquier momento mi padre saltara de la cama y se abalanzara sobre mí. Pero se quedó tumbado, sin moverse. El edredón que lo cubría resbaló y quedó arrastrando por el suelo.

– Fugui… -me llamó-. Siéntate -dijo dando palmadas en la cama.

El corazón me golpeaba en el pecho cuando fui a sentarme a su lado. Puso su mano sobre la mía. La tenía fría como el hielo, y ese frío me atravesó el corazón.

– Fugui, las deudas del juego no dejan de ser deudas. Y desde siempre, las deudas hay que saldarlas. He hipotecado los más de cien mu de tierra y esta casa. Mañana me traerán el dinero en monedas de cobre. Yo ya soy viejo, no podré con esa carga, así que ve tú mismo a llevar el dinero y saldar la deuda.

Al acabar, lanzó un largo suspiro. Al oír sus palabras, se me llenaron los ojos de lágrimas. Sabía que no iba a luchar conmigo a muerte, pero lo que dijo fue tan doloroso como si me hubiera cortado el cuello con un cuchillo mal afilado, sin decapitarme del todo; me dejó más muerto que vivo.

– Ve a dormir, anda -dijo mi padre dándome palmadas en la mano.

Al día siguiente, al amanecer, acababa de levantarme cuando vi a cuatro hombres entrar en el patio de casa. En cabeza iba un ricachón vestido de seda. Se volvió hacia los tres porteadores vestidos de algodón basto.

– Dejadlo en el suelo -dijo con una seña de la mano.

Los porteadores depositaron sus cargas en el suelo y se secaron el sudor con el bajo de la camisa.

– Señor Xu -dijo a voces, dirigiéndose a mi padre aunque mirándome a mí-, ya está aquí lo que pidió.

Mi padre salió, sin parar de toser, con los títulos de propiedad de las tierras y la casa, y se los entregó.

– Gracias por haberse tomado la molestia de venir hasta aquí -dijo con una reverencia.

– Aquí está todo, puede contarlo -le dijo el hombre señalando los canastos de las tres palancas, que contenían las monedas de cobre.

Mi padre no se daba aires de ricachón.

– No, no es necesario -dijo, sencillo y respetuoso como un pobre-. Pase y tómese un té.

– No, gracias -dijo el hombre-. Éste debe de ser el joven amo, ¿no? -preguntó a mi padre mirándome.

Mi padre asintió.

– Cuando vayas a entregar esto -me dijo con una risita-, cúbrelo con hojas de calabaza, no sea que te lo roben.

A partir de ese día, recorrí los más de diez li que había hasta la ciudad acarreando con palanca el dinero para saldar la deuda. Las hojas de calabaza que lo cubrían las habían arrancado mi madre y Jiazhen. Cuando las vio Fengxia, ella también quiso participar y eligió las dos más grandes para ponerlas sobre los canastos. Cuando levanté la palanca con el hombro, disponiéndome a salir, Fengxia no sabía que yo iba a saldar una deuda.

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