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Yu Hua: Vivir

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Yu Hua Vivir

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¡Vivir!, publicada por primera vez en 1992 y editada recientemente en nuestro país por Seix Barral, es un relato crudo y firme de la vida en China en la etapa de la Revolución Cultural a través de la voz de Fugui, un campesino que pierde su fortuna en sus visitas a los burdeles y su afición al juego, y que aunque intenta rehacer su vida padece los cambios políticos de su país y muchos avatares y desgracias, pero resiste a pesar de todo y termina sus días ya anciano labrando la tierra acompañado de su buey y con la única intención de seguir viviendo. Resistencia y perseverancia ante el sufrimiento. Las hambrunas, los cambios constantes impuestos por la Revolución Cultural, las enfermedades, la miseria, la mala suerte y la incongruencia se cebarán con Fugui y tres de sus generaciones pero el protagonista de ¡Vivir! le contará al lector también sus pequeñas alegrías y tesoros. Un libro para sufrir, para llorar y para disfrutar de la prosa del autor.

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Cuando vi que había salido el siete, me zumbó la cabeza: esa vez había perdido en serio. Luego, pensé: «Al fin y al cabo, siempre puedo dejarlo a deber, ya tendré ocasión de volver a ganar», y desapareció la preocupación.

– Póngalo en mi cuenta -le dije, levantándome.

Long Er me hizo seña de que volviera a sentarme.

– Ya no puede dejar a deber nada más -dijo-. Ha perdido los cien mu. Si le hiciera crédito otra vez, ¿con qué me pagaría?

Al oírlo, interrumpí bruscamente mi bostezo.

– No es posible, no es posible -dije de un tirón.

Entonces Long Er y los otros dos acreedores sacaron el libro de cuentas y fueron sumando cada una de las cantidades. Long Er me dio unas palmadas en la cabeza, que había agachado para mirar.

– Joven señor, ¿lo ve? Todas llevan su firma.

Me di cuenta de que había empezado a deberles dinero seis meses atrás y que, en esos seis meses, había ido perdiendo todas las propiedades que me habían dejado mis antepasados.

– Dejen de contar -dije cuando llegaron a la mitad.

Volví a levantarme y, como un pollo apestado, salí de La Casa Verde. Para entonces, ya era totalmente de día, y me quedé allí parado, en la calle, sin saber hacia dónde dirigirme.

– Buenos días, joven amo Xu -saludó a voces, al verme, un conocido que llevaba una cesta de tofu.

Su voz me sobresaltó del susto. Me quedé mirándolo, pasmado.

– ¡Vaya pinta tiene! -dijo risueño-. ¡Está hecho polvo!

El hombre creía que me habían agotado esas mujerzuelas, no sabía que acababa de arruinarme y que me había quedado más pobre que un jornalero. Con una sonrisa amarga, miré cómo se alejaba. Pensé que sería mejor no quedarme allí parado y me puse en camino.

Cuando llegué cerca de la tienda de arroces de mi suegro, dos empleados estaban quitando el panel de la puerta. Al verme soltaron una risita creyendo que iba a pasar por delante saludando a gritos a mi suegro, pero ¿cómo iba yo a tener valor para eso? Todo encogido, pegado a las casas del otro lado, pasé como una exhalación. Oí a mi suegro toser en el interior y luego, ¡ptu!, lanzar un escupitajo al suelo.

Así, completamente aturdido, llegué a las puertas de la ciudad. Por unos instantes, olvidé que acababa de perder toda la fortuna de mi familia, iba con la cabeza vacía, como un avispero después de golpearlo. Pero al salir de la ciudad y ver ese camino que se alejaba en diagonal ante mis ojos, me entró miedo; me pregunté qué iba a hacer. Di unos pasos, pero no podía andar. No se veía un alma por ninguna parte, y pensé en ahorcarme con un cinturón y acabar de una vez. Así pensando, eché a andar de nuevo. Pasé delante de un olmo, pero sólo le lancé una ojeada, sin ninguna intención de desabrocharme el cinturón. En realidad, no quería morir, sólo era una manera de desahogar mi furia conmigo mismo. Pensé que esa maldita deuda no moriría conmigo.

«Fuera. Ni hablar de suicidarse», me dije a mí mismo.

Esa deuda iba a tener que saldarla mi padre. Y al pensar en mi padre, el corazón me dio un vuelco. Esta vez, a ver si no iba a matarme a palos. Así iba yo cavilando, y por muchas vueltas que le diera, no veía más salida que la muerte, así que, a fin de cuentas, para eso valía más volver a casa: si mi padre me mataba a palos, siempre sería mejor que acabar ahorcado como un perro vagabundo.

En ese poco rato, me quedé chupado, con los ojos hundidos, y yo ni me di cuenta. Cuando llegué a casa y me vio mi madre, lanzó un chillido del susto que se llevó.

– ¿Eres Fugui? -me preguntó.

Asentí mirándola con una sonrisa forzada. Le oí decir algo más entre gritos y exclamaciones, pero dejé de hacerle caso. Empujé la puerta y fui a mi habitación. Jiazhen, que estaba peinándose, también se asustó al verme. Se quedó mirándome boquiabierta. Al recordar cómo había ido la noche anterior a pedirme que volviera a casa, y yo le había dado golpes y patadas, caí de rodillas, ¡catapún!, a sus pies.

– Jiazhen -le dije-, estoy perdido.

Y rompí en sollozos. Jiazhen vino enseguida y trató de ayudarme a levantarme. Pero ¿cómo iba a poder conmigo, llevando dentro a Youqing? Así que llamó a mi madre, y entre las dos me llevaron hasta la cama. Nada más tumbarme, empecé a echar espuma por la boca, como si me estuviera muriendo. ¡Menudo susto se llevaron, las pobres! Me dieron golpecitos en los hombros, me sacudieron la cabeza.

– He perdido toda nuestra fortuna -les dije apartándolas.

Al oírlo, mi madre se quedó atónita.

– ¿Qué has dicho? -preguntó después de mirarme intensamente.

– Que he perdido toda nuestra fortuna -repetí.

Mi aspecto la convenció. Se cayó sentada al suelo.

– De tal palo, tal astilla -dijo enjugándose las lágrimas.

Incluso en un momento como ése, mi madre me quería. No me culpaba a mí, sino a mi padre.

Jiazhen también lloraba.

– Lo que importa ahora es que no vuelvas a jugar dijo mientras me masajeaba la espalda con los puños.

Lo había perdido absolutamente todo, aunque quisiera jugar no tenía ni qué apostar. Oí a mi padre protestar y refunfuñar allí en su habitación. El hombre todavía no sabía que era más pobre que las ratas, sólo le molestaban los sollozos de las dos mujeres. Al oírlo, mi madre dejó de llorar. Se puso en pie y salió, y Jiazhen con ella. Sabía que iban al cuarto de mi padre. Al poco rato, lo oí gritar:

– ¡Bastardo!

En ese momento, mi hija Fengxia entró muy agitada y cerró la puerta.

– Padre, corre a esconderte, que el abuelo va a venir a pegarte -dijo con un hilo de voz.

Me quedé mirándola sin inmutarme, así que ella se acercó a tirarme de la mano y, al ver que no podía moverme, se echó a llorar. Verla así me partió el corazón. Tan pequeñita y ya era capaz de proteger a su padre. Sólo con mirarla sentí que merecía que me descuartizaran.

Oí a mi padre venir hecho una furia.

– ¡Bastardo! ¡Te voy a hacer pedazos! ¡Te voy a capar! ¡Te voy a hacer picadillo, cabronazo hijo de puta!

Yo pensaba: «Pasa, padre, hazme picadillo.» Pero mi padre llegó hasta la puerta, se tambaleó y cayó al suelo inconsciente. Mi madre y Jiazhen, gritando, corrieron a levantarlo para llevarlo hasta su cama. Al cabo de un rato, oí a mi padre llorar con voz de oboe.

Una vez en cama, se pasó allí tres días. El primero, llorando como un desesperado. Luego dejó el llanto y empezó a lanzar suspiros. Uno tras otro llegaban a mi habitación.

– ¡Es un castigo del cielo! ¡Un castigo del cielo!

El tercer día, mi padre empezó a recibir visitas en su cuarto, tosiendo ruidosamente y hablando todo el día en voz baja, de modo que no lo oía. Al anochecer, vino mi madre a decirme que me llamaba mi padre. Me levanté, pensando que esta vez sí que estaba perdido de verdad: mi padre llevaba tres días descansando y tenía fuerza para descuartizarme; como mínimo me daría una paliza hasta dejarme medio muerto. Iba yo pensando: «Por mucho que me pegue, no debo devolverle los golpes.» Al acercarme a la habitación de mi padre iba sin fuerza, con flojera en el cuerpo y las piernas que parecían falsas. Entré en la habitación y me coloqué detrás de mi madre, espiando a mi padre a hurtadillas a ver qué pinta tenía allí tumbado. Él me miró con los ojos desorbitados y los bigotes blancos temblando.

– Sal -le dijo a mi madre.

Mi madre se fue de mi lado. Cuando salió, sentí el corazón desfallecer, esperando que en cualquier momento mi padre saltara de la cama y se abalanzara sobre mí. Pero se quedó tumbado, sin moverse. El edredón que lo cubría resbaló y quedó arrastrando por el suelo.

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