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María Quesada: Mujeres de Rosas

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María Quesada Mujeres de Rosas

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Las mujeres de Rosas ha sido el pretexto para reconstruir algunas biografías femeninas del siglo XIX sobre la base del material relativamente abundante que existe en lo que se refiere a la época de Rosas. Como era habitual en ese tiempo, estas señoras escribieron muchas cartas -parte de las cuales permanece inédita- y como eran personas estrechamente vinculadas con el dictador, sus historias interesaron a mucha gente. Por otra parte, en los archivos de sucesiones, se guardan algunos de sus secretos. Todo esto permite recuperar a través de la historia de un hombre prominente y de su círculo el peso de las mujeres en la historia social del poder. Sería presuntuoso pretender que Agustina, Encarnación, Manuela, Eugenia y Josefa, las protagonistas de los cinco capítulos de este libro, puedan servir de prototipos femeninos. Fueron solamente seres particulares y únicos, pero además condicionadas por el medio en que nacieron y se educaron. Ricas o pobres, luchadoras, ganadoras o sometidas, sus vidas merecen ser reconstruidas con el respeto que se debe a quienes amaron, sufrieron y murieron antes que nosotros, pero con algo del humor y de la ironía que forma parte inseparable de la narración histórica. La biografía tiene un encanto indudable, especialmente cuando se ocupa de esa parte olvidada de la gran historia, las mujeres, en este caso las más próximas a Juan Manuel de Rosas. Ellas han sido mi compañía intelectual en el curso de un año en el que las realidades políticas y económicas azotaron de manera implacable al país que en otro tiempo fue el suyo, esta tierra nuestra en la que entonces y ahora se viven desventuras y esperanzas. Debo agradecer a los muchos amigos que colaboraron con estas páginas, especialmente a los que dieron generosamente documentos o pistas historiográficas logradas con años de trabajo y de búsqueda: Juan Isidro Quesada, Juan M. Méndez Avellaneda y Enrique Mayochi. A José M. Massini Ezcurra, descendiente de esas familias patricias. A María Esther de Miguel y a Juan Ruibal, que leyeron los originales. A Marta Pérez Extrach, que aportó su valiosa biblioteca. Al director del Archivo de Tribunales. Y a los infatigables empleados del Archivo General de la Nación que, escaleras mediante, superaron con buena voluntad las deficiencias técnicas.

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Debido a su conducta, León Ortiz de Rozas sería exonerado del cargo -renunció a su empleo para dedicarse a la vida privada, prefiere decir el historiador Bilbao, casado con una nieta de don León-, pero lo cierto es que la dedicación preferencial de la pareja a sus intereses económicos estaba rindiendo buenos beneficios. En efecto, hacia 1810 la ganadería competía con el comercio en materia de rendimientos y ganancias. El cuero de los ganados rioplatenses y la carne con la nueva industria del tasajo se habían convertido en un negocio excelente gracias a la apertura de los puertos de Montevideo y Buenos Aires al comercio con las naciones neutrales. Un aporte sustancial de misia Agustina a su matrimonio habían sido las estancias fundadas por su padre en la línea del Salado: Esto le daba derecho para reclamar la posesión definitiva del sitio después de haberlo “limpiado de indios y de alimañas”. Así lo hizo León Ortiz de Rozas presentándose en febrero de 1811 a reclamar la compra de esos terrenos que la familia ocupaba desde la década de 1760. Poco tiempo después obtenía la propiedad definitiva, achicada respecto de la extensión original de la histórica estancia que se conoce aún como “El Rincón de López”.

Cuando estos sucesos tenían lugar, ya se había producido la Revolución de Mayo. Pero los Rozas se habían mantenido indiferentes a los acontecimientos que conmovieron a sus contemporáneos. Su presencia no se registra en el Cabildo Abierto del 22 de mayo ni en la explosión patriótica que atravesó la sociedad de la época dividiendo a los godos o realistas de los revolucionarios.

“Los padres de Juan Manuel eran esencialmente realistas y participaban de las costumbres e ideas trasmitidas por la España ” afirma Bilbao. “ La Revolución de la Independencia les fue extraña y más bien la miraban con aversión que con amor.” [23]Rosas, en desacuerdo con esta afirmación, sostendría que “ninguno de mis padres, ni yo, ni alguno de mis hermanos y hermanas, hemos sido contrarios a la causa de la Independencia Americana ”. Pondría como ejemplo de esa adhesión su participación en el rechazo de las dos invasiones británicas y las comisiones oficiales que desempeñó en 1819 cuando se preparaba una invasión española. [24]Pero en 1869, cuando el ex dictador hacía esa rectificación, la Revolución de Mayo era un hecho incuestionable. Resulta muy posible que en los días culminantes del año 10, cuando se dividieron las aguas dentro de la sociedad argentina, los Ortiz de Rozas hayan optado por un discreto segundo plano aprovechando sus largas estadías en la campaña. De habérselos tachado de godos, no hubieran obtenido la propiedad de los campos del Salado en 1811, en plena euforia revolucionaria. Pero de haber participado plenamente en la Revolución, su presencia no hubiera pasado inadvertida.

Sobre el éxito de los negocios familiares escribe Bilbao: “Don León consiguió en poco tiempo hacerse de entradas suficientes para dejar la campaña, estableciendo un saladero, beneficiando los cueros, el sebo y la lana, expendiendo tropas de mulas para el Perú y haciendo cosechas abundantes de granos”. Su regreso a la capital ocurrió en el mismo año en que pudo legalizar las tierras del Salado dejando la administración de ésa y otras estancias a cargo del hijo mayor, Juan Manuel. [25]

Porque más allá del rendimiento económico de los campos, seguía siendo la ciudad la residencia favorita de las familias criollas pudientes. Por más que levantaran en esas soledades “casa cómoda”, era preferible transitar por las sucias calles de Buenos Aires, barrosas o polvorientas según la estación, y arriesgarse a cruzar los terceros cuando las lluvias los convertían en un torrente, antes que quedar en el aislamiento y la soledad de la campaña bonaerense. Paulatinamente los Ortiz de Rozas seguirían el ejemplo de otros ricos hacendados de la época que trocaron sus campos por casas de renta cuyos alquileres eran fáciles de cobrar y por lo tanto resultaban inversiones controlables. Muy diferente era lidiar con los gauchos díscolos, los capataces ladinos, los esclavos indóciles, los indios al acecho, en fin, todas las dificultades de la campaña que la Revolución no había hecho sino agravar. Pero mientras la pareja mayor se desentendía de esas cuestiones, el encanto de la vida rural empezaba a atrapar a los hijos varones que con el tiempo serían a su vez grandes estancieros.

Entre tanto era preciso llevar una vida social activa a fin de que las niñas de la casa pudieran casarse dentro de su clase. Los festejos tenían lugar en la tertulia familiar en la que las muchachas tocaban la guitarra para deleite de los mozos, mientras la gente de más edad se entretenía con los juegos de mesa. Los lunes era el día de recibo de Agustina, pero la casa de los Rozas siempre estaba colmada de amigos y relaciones y hasta de huéspedes que pasaban largas temporadas en ella. A la señora le gustaba compensar así la falta de hoteles -sólo había una que otra fonda en Buenos Aires- y llegó a enfurecerse con un andaluz que vivió cinco años bajo su techo porque se iba de regreso a España: “Mi señora doña Agustina, repetía, queja de mí no pueden ustedes tener, que a nadie hice esperar, siendo siempre el primero a las horas de comer”. [26]

La comida era efectivamente un rito abierto a parientes y amigos. Mesa sin adornos, salvo flores de vez en cuando, pulcritud en el mantel y en las fuentes y cubiertos de plata maciza; la dueña de casa se jactaba de que se sirvieran “pocos platos, pero sanos y el que quiera que repita”. Desdeñaba las innovaciones a la europea, como las que ensayaba María Sánchez de Thompson, la hija de su antiguo tutor: “Déjame, hija, de comer en casa de Marica, que allí todo se vuelve tapas lustrosas y cuatro papas a la inglesa, siendo lo único abundante la amabilidad. La quiero mucho: pero más quiero el estómago de los Rozas”. [27]

El gusto por los usos tradicionales se expresaba en el interior doméstico por esa abundancia sin sofisticación y por la negativa cerrada a aceptar modelos extranjeros que deslumbraban, en cambio, a las mujeres de temperamento romántico como era Mariquita. Incluso años después, cuando ya se estaban imponiendo los muebles ingleses o norteamericanos, los Rozas seguían aferrados a su mobiliario sólido, a la antigua usanza; comparados con ellos el juego de dormitorio de Mercedes Rozas de Rivera parecía una rareza: era estilo imperio y adornado con águilas doradas. [28]

Los Ortiz de Rozas tenían una larga lista de relaciones entre las familias más distinguidas de la ciudad. Agustina estaba más o menos emparentada con gente de fortuna que en la mayoría de los casos formaba parte de esos linajes venidos de España hacia 1760 que fundaron casas de comercio importantes y pronto iniciaron la ocupación de la pampa rioplatense, tal como hicieron los García de Zúñiga, Anchorena, Arana, Llavallol, Aguirre, Trápani, etc. Los Sáenz Valiente y los Pueyrredón eran íntimos de la madre de Rosas. Entre los contertulios de don León figuraba la crema del Buenos Aires político y social: Necochea, Guido, Alvear, Olaguer Feliú, Balcarce, Saavedra, Pinedo, López, Maza, Soler, Iriarte y Viamonte, entre otros. [29]

Con estas y otras familias la pareja casó a sus vástagos. Gregoria, la mayor, contrajo enlace con Felipe Ezcurra Arguibel (1782-1874), nieto de Felipe Arguibel, el albacea de la sucesión López de Osornio y durante largos años funcionario público. Juan Manuel eligió a su esposa Encarnación en la misma familia Ezcurra. Andrea se casó con Francisco Saguí (1794-1847) que había sido condiscípulo de Rosas en el Colegio de Francisco Argerich, y era hijo de un comerciante español y de una criolla (había contribuido al éxito de la Revolución de Mayo y era amigo de Bernardino Rivadavia, lo que le dio un perfil diferente al de su familia política).

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