Tracy Chevalier - El azul de la Virgen

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En esta obra Chevalier fundió la existencia de una norteamericana que comienza a residir en la Francia actual con la de una joven que padeció las consecuencias de la Noche de San Bartolomé.
La primera de estas historias comienza en el último tercio del siglo XVI. El mismo día en que, en un pequeño pueblo francés, pintan el nicho de la Virgen de un azul intenso, a Isabelle se le enrojece el pelo. Desde aquel día es llamada La Rousse, como la Virgen María (ya que se decía que también tenía el pelo rojo). Pero ese apodo deja de ser cariñoso cuando los hugonotes proclaman que la Virgen se interpone entre los creyentes y Dios.
La segunda historia transcurre a finales del siglo XX. Mientras busca un pueblo interesante para establecerse con Rick, su marido, un arquitecto también norteamericano aunque sin raíces francesas, Ella Turner piensa que Francia es un banquete del que está dispuesta a probar todos los platos. Todo parece ir bien… hasta que empieza a tener pesadillas cada vez que hace el amor con su marido con la intención de concebir un hijo. Ella Turner sueña en azul, se siente arrastrada hacia un lugar lleno de azul.

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Interrumpí mi entrecortada explicación y esperé a que me contradijera. Al no hacerlo, me encontré tratando de responder a las preguntas que Jean-Paul no me había hecho.

– En nuestra familia los nombres se han transmitido incluso hasta el momento actual. Sigue habiendo Jacobs y Jeans, Hannahs y Susannes. Es como una conmemoración. Todos los nombres originales subsisten aún, si se exceptúan Marie e Isabelle. Ya sé que crees que construyo algo de nada, sin prueba alguna, pero pienso que eso significa que hicieron algo que estaba mal, y murieron o las rechazaron o algo parecido. Y la familia dejó de utilizar sus nombres.

Jean-Paul encendió un cigarrillo y aspiró hasta llenarse los pulmones.

– Hay otras cosas, la clase de pruebas que despiertan tu desconfianza. Como el pelo, el que está en el bolso, y que es del mismo color que el mío. El color del que se volvió el mío cuando llegué aquí. Y cuando estábamos levantando la piedra del hogar y cayó de nuevo, hizo el mismo ruido que había oído en mi pesadilla. Un gran ruido sordo. Exactamente el mismo. Pero sobre todo se trata del azul. Los trozos de vestido son exactamente del azul con el que soñaba. El azul de la Virgen.

– El azul Tournier -dijo Jean-Paul.

– Sí. No es más que una coincidencia, dirás. Ya sé lo que piensas de las coincidencias. Pero son demasiadas, no sé si te das cuenta. Demasiadas para mí.

Jean-Paul se levantó y estiró las piernas; luego empezó a caminar en torno a las ruinas. Acabó por dar toda la vuelta.

– Esto es el Mas de la Baume du Monsieur, ¿no es cierto? -preguntó cuando estuvo de nuevo a mi lado-. ¿La granja que figuraba en la Biblia?

Asentí con la cabeza.

– Vamos a enterrar aquí los huesos.

– ¿Puedo mirar? -hizo un gesto en dirección al bolso.

– Sí -Jean-Paul tenía una idea. Lo conocía lo suficiente para reconocer las señales. Resultaba extrañamente consolador. Mi estómago, soliviantado desde la aparición del Dos Caballos, se serenó y pidió alimentos. Me senté en las rocas y me dediqué a mirarlo. Se arrodilló y abrió el bolso lo más que pudo. Estuvo contemplando el contenido mucho tiempo, tocó el pelo unos instantes, y también la tela azul. Alzó la vista, mirándome de arriba abajo; recordé que llevaba puesta su camisa. El azul y el rojo.

– No me la he puesto aposta, de verdad -dije-. No sabía que ibas a estar aquí. Fue idea de Sylvie. Dijo que no llevaba suficiente color.

Jean-Paul sonrió.

– Escucha, hablando de colores, resulta que Goethe pasó una noche en Moutier.

Jean-Paul resopló.

– No es como para presumir mucho. Estuvo en todas partes una noche.

– Imagino que habrás leído todo lo que escribió Goethe.

– ¿Qué es lo que dijiste en una ocasión? Sólo a ti se te ocurre sacar a relucir a alguien como Goethe en un momento así.

Sonreí.

Touché . De todos modos me llevé tu camisa. Y se… Tuve algo así como un accidente con ella…

La examinó.

– A mí me parece normal.

– No has visto la espalda. No, no te la voy a enseñar. Ésa es otra historia.

Jean-Paul cerró la cremallera del bolso.

– Tengo una idea -dijo-. Pero quizá te disguste.

– Nada me puede disgustar más de lo que ya ha sucedido.

– Quiero cavar aquí. Junto a la chimenea.

– ¿Por qué?

– No es más que una teoría -se acuclilló junto a los restos del hogar. No era mucho lo que quedaba. Había sido un gran bloque de granito, como el de Moutier, pero estaba rajado por el centro y se deshacía.

– Escucha, no quiero enterrarla exactamente ahí, si es eso lo que estás pensando -dije-. Ése es el último sitio donde querría ponerla.

– No, claro que no. Sólo quiero buscar algo.

Lo miré remover trozos de piedra durante un rato, luego me arrodillé y le ayudé, evitando los trozos más grandes, cuidadosa de mi vientre. En una ocasión Jean-Paul me miró la espalda, luego extendió el brazo y, con un dedo, trazó el contorno de la mancha de sangre en la camisa. Seguí encorvada, sintiendo que en los brazos y en las piernas se me ponía la carne de gallina. Jean-Paul movió el dedo hasta llegarme al cuello y a la cabeza, dónde extendió todos los dedos y me los pasó por el peló como un peine.

Su manó se detuvo.

– No quieres que te toque -dijo; era una afirmación más que una pregunta.

– No querrás tocarme cuando lo hayas oído todo. Todavía no te he contado todo.

Jean-Paul retiró la manó y tomó la pala.

– Cuéntamelo después -dijo; y empezó a cavar.

No me sorprendió demasiado que encontrara los dientes. Después de desenterrarlos me los mostró en silencio. Los cogí, abrí el bolso de gimnasia y saqué la otra dentadura. Eran del mismo tamaño: dientes de niño. Los sentí cortantes en la manó.

– ¿Por qué? -dije.

– En algunas culturas la gente entierra cosas en los cimientos de las casas cuando se construyen. Cuerpos de animales, a veces herraduras. Otras, no es frecuente, seres humanos. La idea era que su alma permanecería en la casa y ahuyentaría a los malos espíritus.

Se produjo un largó silenció.

– Quieres decir que los sacrificaron. Que esas criaturas fueron sacrificadas.

– Quizá. Probablemente. Es demasiada coincidencia encontrar huesos bajo el hogar de las dos casas.

– Pero…, eran cristianos. ¡Lo lógico es que fueran temerosos de Dios, no supersticiosos!

– La religión nunca ha destruido por completó la superstición. El cristianismo era como un estrato sobre las viejas creencias: las cubría sin que por ello desaparecieran.

Contemplé las dos dentaduras y me estremecí.

– Dios santo. ¡Qué familia! Y soy uno de ellos. Una Tournier también yo -me había echado a temblar.

– Estás muy lejos de ellos, Ella -dijo Jean-Paul amablemente-. Perteneces al siglo XX. Nadie te va a hacer responsable de sus acciones. Y recuerda que eres mucho más un producto de la familia de tu madre que de la de tu padre.

– Pero no dejó de ser una Tournier.

– Sí, pero no tienes que pagar por sus pecados.

Lo miré fijamente.

– Nunca te había oído utilizar antes esa palabra.

Se encogió de hombros.

– Me educaron como católico, después de todo. Algunas cosas es imposible dejarlas atrás por completo.

Sylvie apareció a lo lejos, corriendo en zigzag, distraída por las flores o los conejos, de manera que parecía una mariposa amarilla revoloteando de aquí para allá. Al vernos se dirigió hacia nosotros en línea recta.

– ¡Jean-Paul! -exclamó, y fue corriendo a ponerse a su lado.

Él se acuclilló.

– Bonjour, mademoiselle- dijo .

Sylvie lanzó una risita y le dio palmaditas en el hombro.

– ¿Ya habéis cavado vosotros dos? -Mathilde se abría caminó entre las rocas con sus zapatos sin talón de color rosa, balanceando un panier amarillo-. Salut, Jean-Paul -dijo, sonriéndole. Él le devolvió la sonrisa. Se me ocurrió que si tenía un mínimo de sentido común haría una reverencia y los dejaría solos, para que Mathilde pudiera divertirse un poco y Sylvie tuviera un padre. Sería mi sacrificio personal, una expiación por los pecados de mi familia.

Di un paso atrás.

– Voy a buscar un sitio donde enterrar los huesos de Marie -anuncié, al tiempo que tendía una mano-. Sylvie, ¿quieres venir conmigo?

– No -dijo Sylvie-. Me voy a quedar aquí con Jean-Paul.

– Pero…, quizá tu madre quiera quedarse a solas con Jean-Paul.

Me di cuenta al instante de que había cometido una equivocación. Mathilde lanzó una de sus carcajadas más estentóreas.

– De verdad, Ella, ¡a veces eres muy estúpida!

Jean-Paul no dijo nada, pero sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa y lo encendió con una sonrisita.

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