– ¡Joder, con esta mierda de muerto! ¡Qué forma de recibirle a uno!
Carmelo Méndez acompañó a Georgina en las diligencias y cuando el juez se distraía le metía mano.
– Estate quieto, Méndez, ya jugaremos cuando se lleven al finado.
– Como gustes, amor mío, ya sabes que siempre hago lo que tú mandes, ya sabes que no tengo más voluntad que la tuya.
Moncho Preguizas hablaba con mucho cariño de sus primas Georgina y Adela y de la madre de ambas.
– Para mí era como una madre, tía Micaela siempre fue muy buena conmigo, muy complaciente, cuando era pequeño me regalaba las aventuras de Dick Turpin y me la meneaba en cuanto nos quedábamos a solas. A mí me saltaba el corazón en el pecho cuando me decía: ¿Te gusta, marrano?
Al entierro de Adolfito fue mucha gente, como era un chisgarabís tenía simpatías. El personal del acompañamiento hablaba del Celta de Vigo y de lo buena y apetitosa que estaba la viuda.
– ¡Pues anda que la hermana!
– No hay por qué comparar, son distintas pero están las dos como es mandado.
Moncho Preguizas quedó cojo en tierra de moros, de Melilla volvió con una pata de palo y muerto de risa.
– ¿De qué te ríes, desgraciado?
– Me río de que peor hubiera sido que me pusieran de palo el alma.
Por casa de mi familia anduvieron rodando durante años y años tres boinas carlistas blancas y con el borlón de hilo de oro que fueron de don Severino Losada, un tío de mi madre que llegó a coronel carlista y que anduvo peleando por las comarcas de Órdenes y Arzúa, a un lado y a otro del río Tambre, entre el valle de Dubra y la tierra de Melide, mismo por donde al acabar la última guerra civil levantaron partida los guerrilleros Manuel Ponte y Benigno García Andrade, Foucellas; hay paisajes a los que va bien el olor de la pólvora y el color de la sangre. Las tres boinas de don Severino se las pateó tío Cleto en los carnavales y acabaron apolillándose, en mi familia lo normal es que las cosas se apolillen; en mi familia, el aburrimiento y la desidia se cultivan como dos bellas artes.
– Jesusa.
– Dime, Emilita.
– ¿Te acuerdas de aquel rosario de plata, bendecido por el Papa León XIII, que nos trajo nuestra santa madre de Roma?
– ¡Huy, vete tú a saber! Hace siglos que no lo veo, lo más probable es que se haya perdido.
– Claro.
Tía Jesusa y tía Emilita, a fuerza de rezar sin tino, murmurar sin descanso y orinar sin orden, han perdido el uso de la esperanza, la fe las reconforta y la caridad la ignoran. Tío Cleto, como se aburre como una ostra, se pasa el día vomitando en la bacinilla o detrás de la cómoda.
– ¡Qué alivio!
La perra de tío Cleto se llama Véspora y se alimenta de lo que el amo convulsamente vomita o dulcemente regurgita, que de ambas formas arroja tío Cleto. Véspora, a veces, hace los extraños y camina dibujando los jeribeques de la borrachera, se conoce que algunos días el vómito de tío Cleto le resulta algo fuerte. Tío Cleto tiene muy buena mano para tocar el jazz-band, sólo le falta ser negro, para esto de tocar de oído el jazz-band o lo que sea, la flauta, la bandurria o lo que sea, va bien ser viudo, le añade cierto interés a la interpretación.
– No lo entiendo.
– ¡Anda! ¿Y por qué lo había de entender? Hay muchas cosas que no se entienden, amigo mío, y ante eso no toca sino aguantarse.
– Ya me hago cargo.
Los restos del santo Fernández y de sus siete compañeros mártires (no hay por qué poner aquí los nombres, que lo hagan sus parientes) reposan en el convento español de Tierra Santa, en el barrio cristiano de Bab Tuma, en Damasco, casi todos los datos que vienen en las enciclopedias están equivocados pero esto es lo de menos porque fue un santo de poca importancia, en nuestra familia no tenemos otro. El P. Santisteban, S. J., era un pardillo que sorbía rapé y le acababa con la cascarilla a las tías.
– ¿Otra tacita, don Obdulio? Esto siempre reconforta.
– Por complacer, mis buenas amigas, por complacer…
El P. Santisteban, S. J., no conocía la misericordia.
– El día del Juicio Final los justos recibiremos nuestra recompensa entre alegres y saludables risas mientras los condenados caerán en la horrible caldera en la que arderán entre espantosos tormentos hasta la consumación de los siglos, ¿me pasa una galletita, amiga Jesusa?, que Dios se lo pague. Y nosotros les diremos henchidos de razón: ¿No queríais gozar de las galas del mundo corrupto y de los deleites de la carne pecadora? ¡Pues ahí tenéis vuestro premio! ¡Arded, malditos, y sufrid mientras nosotros nos solazamos con la bienaventuranza eterna!, ¿me sirve un culín de cascarilla, amiga Emilita?, que Dios se lo pague.
El P. Santisteban, S. J., no es muy distinguido para jesuita, parece un escolapio, y además no huele demasiado bien, vamos que hiede a chotuno o sea a macho cabrío.
– Lo que le pasa es que vive como un verdadero santo y descuida el aseo personal, él está ajeno a los respetos humanos.
– Claro, lo más probable.
– ¡Y tan probable, mi buena amiga, y tan probable!, porque, decidme, ¿de qué vale aromatizaros la carne mortal y los ropajes perecederos con mirra y almizcle, si perdéis el alma?
– ¡Anda, pues es verdad!
– ¡Y tanto que es verdad! Atendamos al gran negocio de la salvación del alma y demos de lado a las pompas y vanidades de este bajo mundo.
– Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero…
En 1935 no hubo ningún accidente en L.A.P.E., Líneas Aéreas Postales Españolas, habiendo recorrido en seis años de servicio un equivalente a 126 veces la vuelta al mundo. Mamerto Paixón inventó una máquina de volar a la que puso Anduriña de nombre, parecía un murciélago con pedales y piñón fijo pero le puso Anduriña.
– Le llamo así porque es el pájaro que mejor vuela, da gusto verlo planear, ¿se da usted cuenta, señorita Jesusa, de que si Dios quiere muy pronto andaré yo por los aires como una anduriña? Lo mejor será que me tire del campanario de San Xoan de Barrán para coger pulo.
– ¡No lo hagas, Mamertiño, que igual te deterioras!
– No, señorita, ya verá usted como no.
El domingo de pascuiña del año 1935, después de misa mayor, Mamerto se asomó al campanario de San Xoan, se calzó las alas de su máquina voladora y, ¡zas!, se lanzó al vacío, pero en vez de salir volando cayó a plomo sobre el santo suelo. Había venido mucha gente a verlo, habían venido hasta de Carballiño, de Chantada y de Lalín, de todas partes, y cuando Mamerto hubo de escarallarse se armó un revuelo considerable, todo el mundo corriendo de un lado para otro.
– ¡Calma, calma! -predicaba don Romualdo, el cura-. Está recién confesado y comulgado y se va al cielo derecho, ponedle una piedra de almohada y dejadlo expirar en paz y en gracia de Dios. ¡Preparado como en este momento no volverá a estarlo nunca!
– ¡Hombre, no! ¡Es mejor llevarlo a Orense, a ver si lo pueden salvar en el hospital!
– Haced lo que gustéis, yo declino toda responsabilidad en tan irreflexivas decisiones.
Don Romualdo era muy mirado en el hablar pero los feligreses lo oían como quien oye llover. A Mamerto Paixón lo envolvieron en una manta y lo llevaron a Orense en el taxi de Reboredo, que vino enseguida; llegó casi agonizante, pero hubo suerte en la operación y a los pocos días empezó a mejorar.
– ¿Quedó algo de la Anduriña?
– Poco, ¿por qué?
– Por nada, porque estoy deseando ponerme bueno para probar otra vez, yo creo que fue un fallo de la transmisión.
– Bueno, déjate de parvadas que ya libraste de buena, no se puede andar tentando a Dios todos los días.
Doña María Auxiliadora Mourence, viuda de Porras, la madre de la moza que no quiso casarse con Adolfito porque iba para muerto, era una dama gorda, muy gorda, con juanetes y de andar renqueante que tenía isócronamente acompasados sus reflejos, características y exhalaciones varias, el orden es el orden, a saber: dos pasos, cinco latidos del corazón, pluma resbalona, pausa, golpe de tos, pedorrera en cascada, tic de hocico, pausa, flato medio abortado, lamento suspirador, solo de hipo, pausa, y así hasta el día siguiente, el mes que viene, el año próximo y Dios mediante. La famosa escofina Losada destruye por encanto y sin dolor callos, ojos de gallo y uñas gordas.
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