Camilo Cela - Mazurca Para Dos Muertos

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Mazurca para dos muertos toma su título de un asesinato y una venganza, sucesos que no son sino dos puntos de referencia en el vasto hilo conductor de la obra, que se erige en un extenso retablo de unas vidas señaladas por la sexualidad, la barbarie y la violencia física, bajo la recurrencia cíclica de temas que, como la lluvia o el eje de carro, aluden a la continuidad inmutable del tiempo. El soporte principal de la novela es el finísimo e infalible oído de C. J. C., su sentido de la sonoridad (en lo armonioso tanto como en lo estridente y terrible) y de la rotunda música verbal, que impone cada pasaje como una realidad irrefutable en virtud de su contundencia expresiva. La guerra civil, irrumpiendo en primer plano en el centro del libro, sitúa en una perspectiva histórica este recitativo de una maestría técnica y expresiva indeclinable, que llega al máximo refinamiento y a la magia tribal desde una estética que no elude enfrentarse a lo fatal o bárbaro. Mazurca para dos muertos, que obtuvo el Premio Nacional de Literatura, es una de las obras maestras de su autor y ya actualmente un clásico mayor de la literatura de todos los tiempos en nuestra lengua.

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– Yo toco lo que me da la gana; a mí me pueden escupir y pegar, eso es fácil porque soy ciego, pero lo que no pueden es obligarme a tocar una pieza sí no quiero; vamos, si no me da la gana. Esa música no la puede oír cualquiera y sólo yo sé cuando hay que tocarla y lo que quiere decir.

Marta la Portuguesa se negó a ir a la cama con Cirolas.

– Antes me muero de hambre. ¿Por qué no le escupes a tu yerno, cabrón? ¿Tienes miedo de que te pegue una hostia?

La Parrocha puso a Cirolas en la calle para evitar la bronca.

– Anda, vete por ahí a que te dé el aire, mamón, que eres un mamón, ya volverás cuando te hayas serenado.

Tanis Gamuzo tiene más fuerza que nadie, a él le da la risa la fuerza que tiene, cuando mozo era el terror de las romerías. Si no fuera por el anís, daría gusto con Rosa su mujer: es buena y decente, lo malo es el anís. Sus hijos andan sucios y con las botas rotas, son cinco y todos van a su ser y sin mayores cuidados de nadie. Tanis Perello tampoco se da mucha cuenta, lo suyo es chapuzarse con Catuxa Bainte, la parva de Martiñá, los dos en porreta, en la balsa del molino de Lucio Mouro, cuando la calor arrecia y la carne busca el refresco y el regodeo saludable. La parva de Martiñá no sabe nadar, cualquier día se ahoga mientras la enguilan a flote y a la sombra de los helechos.

– Sería gracioso, ¿verdad?

– ¡Hombre, no! ¡Pobre Catuxa! ¿A ti qué mal te hizo?

A Tanis Gamuzo, Perello, también le gusta columpiarse de las ramas de los carballos, así no se coge nunca la sarna, y pintar molinetes en el aire con el palo de las peleas, que es muy duro y lleva sus iniciales marcadas a punta de navaja.

– ¿Quieres que te parta en dos la cachola, como si fuera un níspero?

– No seas papón, Perello, no gastes esas bromas.

– Bueno. ¿Quieres que te pinche el vacío, como si fuera un neumático?

– ¡Calla, coño!

Ádega tiene muy pálido el semblante.

– ¿Se encuentra mal?

– No, espere que busque un poco de aguardiente.

Ádega no es ya ninguna moza pero aún anda derecha.

– Verá. El muerto que mató a mi difunto ya no descansó más, ni en esta vida ni en la otra, la sangre ahoga a la sangre y nosotros no tenemos por qué perdonar la sangre, es la ley del monte. La familia del muerto que mató a mi difunto no era de por aquí, pero bien sabe Dios que tuvo tiempo de aprender la costumbre. Los papeles en los que se dice de dónde era la familia del muerto que mató a mi difunto -su padre era de Foncebadón, llegando a Astorga- se los dejó robar Coxo de Marañís, el escribiente del juzgado de Carballiño, el que antes fuera carabinero y hubo de quedar rangado en una pelea con los contrabandistas de la parte de Pontedeva, a mi hermano Secundino, eso ya lo sabe usted porque se lo dije bien claro. Usted, don Camilo, es un Guxinde, bueno, un Morán, tanto tiene, y eso se paga, ya lo sé, pero también hay que defenderlo hasta con la vida. Algún día le contaré mejor cómo robé los restos de Moucho, que Dios confunda. ¡Cómo se cabrearon los Carroupos! ¿Hace otra copita de aguardiente?

La octava señal del hijoputa es el pijo fláccido y doméstico, en casa de la Parrocha las pupilas se reían del pirulí de Fabián Minguela.

– ¡Parece un angelito de la Purísima! ¡Parece un angelito de la Purísima!

Moncho Requeixo, o sea Moncho Preguizas, es un soñador, puede que tenga mucho de poeta.

– Si quiere le pinto ochos en el suelo con la pata de palo, a mí no se me cae ningún anillo por complacer a una señora.

Moncho Preguizas semeja un caballero en desgracia, un paladín venido a menos y también, ¡vaya por Dios!, hecho de menos.

– Mi prima Georgina, antes de enviudar de su primer finado, el Adolfito, ya se entendía con Carmelo Méndez, con el que casó más tarde, o sea cuando pudo. Mis primas Georgina y Adela siempre fueron muy aficionadas a los pecados, la vida es corta y hay que aprovechar. El casal de macho y hembra de jesusitos curados se me murió pasando el mar Rojo, yo creo que fue mejor porque mis primas se los hubieran comido fritos para darme rabia, bueno, para marear. A tía Micaela, ya sabe, la madre de mis primas, también le gustaba el roce, yo le estoy muy agradecido, cuando era pequeño me dejaba que le metiese la mano por el escote y que le palpara sobos y le hiciera cosquillas por los muslos, pero sin quitarse las bragas, tía Micaela no se dejaba quitar las bragas, en eso era muy supersticiosa. ¿Puedo tomar otro café? Muchas gracias. Mis primas, a veces, bailan el tango con la señorita Ramona y con Rosicler, la de las inyecciones, y mi prima Georgina, cuando se calienta, pide permiso para desnudarse. ¿Me puedo sacar la blusa? Haz lo que quieras. ¿Me puedo sacar el sostén? Haz lo que quieras. ¿Me puedo sacar las bragas? Haz lo que quieras. ¿Te gusto, Moncha? Cállate, tía puta, y túmbate en la cama. ¿Apago la luz? No.

Moncho Preguizas aflauta un poco la voz cuando cuenta el diálogo entre las mujeres.

– ¡Qué raras son las mujeres!, ¿verdad, usted?

– Hombre, según.

En el cementerio mana la fuente de agua milagrosa que borra la alfolesía sin tener que quemar la ropa a pedazos, es mejor que el agua bendita porque la bendice Dios antes de salir de la tierra, cuando todavía va por los conductos de la tierra entre topos vagabundos, cagulos cegatos y malas intenciones; le llaman la fuente del Miangueiro y su agua, si se usa bien fría, alivia las llagas de la lepra, ni las seca ni las cura pero las alivia.

– A mí me parece que todas las mujeres van al cielo derechas.

– A mí no; yo pienso que más de la mitad se condenan y acaban ardiendo en el infierno: unas por putas, otras por avaras y otras por asquerosas, las hay muy asquerosas, las francesas y las moras sin ir más lejos.

Llueve por encima del tejado de casa de la señorita Ramona, también alrededor, sobre los cristales de la galería, llueve sobre los rododendros y el ciprés y los mirtos del jardín que llega hasta el río, está todo mojado y la tierra tiene más agua que tierra, tres suicidas en algo más de diez años tampoco son demasiados: una vieja con más dolor del que pudo aguantar, un viajante de comercio que perdió hasta la hijuela jugando al cané (y eso haciendo trampas), una mocita a la que no le acababan de crecer las tetas.

– Tú y yo somos parientes, por aquí somos todos parientes menos la yerba tarela de los Carroupos. Si quieres, pido que nos hagan chocolate, ¿por qué no te quedas a cenar?

Don Brégimo, el difunto padre de la señorita Ramona, tuvo en vida muy buena mano para interpretar foxtrots y charlestones en el banjo.

– Mi padre fue muy bueno, ya lo sé, pero tenía venas, yo creo que era medio lunático, a mí que no me digan pero los tangos son mucho mejores y acompañan más.

Zalacaín el aventurero, de Baroja, es una novela muy bonita, tiene mucha acción y sentimiento, no recuerdo a quién se la presté, esto es lo que tiene prestar libros, que te quedas sin ellos, Robín Lebozán devuelve los libros, a lo mejor no se la presté a nadie y está en cualquier armario, la verdad es que esta casa anda manga por hombro.

– ¿Por qué no te quedas a cenar conmigo? Tengo una botella de aguardiente de manzana que me mandaron de Asturias.

Nadie atiende a la prudente marcha del mundo que rueda y rueda mientras orvalla sin principio ni fin: un hombre denuncia a otro hombre y después, cuando aparece muerto en la cuneta o a las tapias del cementerio, se le hace raro que le remuerda la conciencia; una mujer cierra los ojos para meterse una botella llena de agua templada por donde quiere y a nadie le importa; un niño cae por las escaleras y se mata, todo pasó en un abrir y cerrar de ojos; Rosicler sigue empeñada en meneársela al mono, cada día que pasa tose más, ¡mira que son teimas! Todos los Carroupos lucen una chapeta de amarga piel de puerco en la frente, a lo mejor tienen un abuelo jabalí del monte, cualquiera sabe. El ciego Gaudencio toca la mazurca Ma petite Marianne cuando quiere, no cuando se lo mandan, una cosa es ser ciego y otra muy distinta no tener voluntad, el repertorio de Gaudencio es variado, la gente es caprichosa y a veces no sabe ni lo que pide, ¿no ve usted que esa mazurca no se puede tocar más que en determinados y muy solemnes trances?, esa mazurca es como una misa cantada, que quiere su tiempo y lugar y también su lujo. El acordeón es instrumento sentimental y sufre cuando se le lleva la contraria, la gente ha perdido el respeto a todo, se conoce que vamos camino del fin del mundo. A Policarpo Portomourisco Expósito, el de la Bagañeira, le faltan tres dedos de la mano, se los segó un griñón en los montes del Xurés, un día que fue al curro con los parientes. Policarpo el de la Bagañeira vive en Cela do Camparrón, el piso de arriba de su casa se hundió cuando fuera de la muerte de su padre y entonces se le escaparon tres donosiñas amaestradas, obedientes y bailonas. Policarpo el de la Bagañeira se las arregla bien con el dedo pequeño y el gordo de la mano derecha, a todo se acostumbra uno, Policarpo sube de vez en cuando hasta la carretera, en el ómnibus de Santiago siempre van dos o tres curas comiendo avellanas y pan de higo, tienen cara de brutos, van mal afeitados y se ríen por lo bajo con mucho misterio y complicidad, antes de la guerra los curas que viajaban en ómnibus comían chorizo y regoldaban y se peían con estruendo y entre grandes carcajadas. Don Mariano Vilobal fue el cura más famoso por sus ventosidades tanto por arriba como por abajo, en toda la provincia no había quien le igualara, don Mariano murió a poco de empezar la guerra, se subió al campanario a arreglar la campana, se le fue un pie y se partió la nuca contra las sepulturas del atrio. Don Mariano, cuando comía bien, era capaz de estarse tirando regüeldos y pedos durante seis horas o más.

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