Iain Banks - El puente

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El puente: краткое содержание, описание и аннотация

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El hombre que se despierta en el mundo extraordinario del puente sufre amnesia, y su médico parece no querer curarlo. Pero ¿eso importa?
Explorar el puente ocupa la mayor parte de sus días. Pero por la noche están sus sueños. Sueños en los que los hombres desesperados conducen carruajes sellados a través de montañas yermas rumbo a un extraño encuentro; un bárbaro analfabeto asalta una torre encantada mediante una tormenta verbal; y hombres destrozados caminan eternamente sobre puentes sin fin, atormentados por visiones de una sexualidad que los lleva a la perdición.
Yacer en cama inconsciente después de sufrir un accidente no parece muy divertido a simple vista. ¿Y si lo es? Depende de quién seas y de lo que hayas dejado atrás.
Iain Banks está considerado como uno de los escritores más innovadores de la narrativa británica actual. El puente es una novela de contrastes perturbadores, donde se funden el sueño y la fantasía, el pasado y el futuro.

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Toso. El viejo sigue durmiendo plácidamente. Golpeo un saliente de la puerta.

—¿Hola?

Se despierta sobresaltado, descruza los brazos y se pone de pie, junto a los controles del ascensor. Suena un clic y las puertas empiezan a cerrarse, chirriando y crujiendo, hasta que el hombre pone los brazos en las palancas metálicas para volver a abrirlas.

—Vaya. ¡Qué susto me ha dado, señor! Estaba echando una cabezadita. Pase, pase. ¿A qué piso se dirige?

El ascensor es considerablemente amplio y está lleno de sillas de todo tipo, colocadas de cualquier manera, de espejos desconchados y tapices polvorientos. A menos que sea una ilusión creada por los espejos, tiene forma de «L», cualidad única en un ascensor, al menos según mi experiencia.

—A la plataforma del tren, por favor.

—Enseguida, señor.

El anciano botones engancha su atrofiada mano a la palanca de control. Las puertas se cierran entre crujidos y chirridos, y tras varios codazos y golpes calculados sobre el disco de las palancas, el hombre consigue finalmente que el ascensor se ponga en marcha. Desciende, con un solemne estruendo, mientras los espejos vibran, la estructura traquetea y las sillas se balancean sobre la moqueta desgastada del suelo. El viejo se inclina con precariedad sobre su taburete y se agarra a uno de los raíles de las palancas de control. Sus dientes castañetean a un volumen audible. Me sujeto a un pasamanos brillante y ligeramente descolgado. Un ruido como de metal rasgado suena por encima de nuestras cabezas.

Con tranquilidad fingida, me pongo a leer una lista amarillenta colgada a la altura de mi hombro, que presenta los distintos pisos a los que accede el ascensor, así como los departamentos, secciones de alojamiento y otras instalaciones que se encuentran en dichos niveles. Uno de ellos, en la parte superior, llama mi atención. ¡Eureka! ¡La encontré!

—Disculpe —le espeto al anciano. El hombre vuelve la cabeza, como un paralítico, para mirarme. Señalo la lista colgada—. He cambiado de idea. Me gustaría ir al piso 52. A la Biblioteca de la Tercera Ciudad.

El viejo me mira con desesperación durante un instante y luego apoya una de sus manos temblorosas en los ruidosos controles, al tiempo que baja una palanca antes de apoyarse imperiosamente de nuevo en el raíl. Cierra los ojos.

El ascensor chirría, protesta, se agita y vibra de un lado al otro. Casi me caigo, lo mismo que el compañero del taburete. Las sillas se vienen abajo. Un espejo se resquebraja. Un aplique se descuelga del techo y rebota, como un ahorcado, deteniéndose entre balanceos en medio de una cascada de yeso, polvo y cables colgando.

Nos detenemos momentáneamente. El viejo ascensorista se sacude el polvo de los hombros, se recoloca la chaqueta y el sombrero, recoge el taburete y vuelve a accionar los controles. Ascendemos, con un movimiento mucho más suave en comparación.

—Lo siento —le grito al anciano. Me mira con furia y luego empieza a escudriñar el ascensor, como si intentase descubrir por qué crimen terrible me estoy disculpando—. No pensaba que parar y volver atrás iba a resultar tan... aparatoso —prosigo. El tipo parece completamente fuera de juego, y no deja de observar con detenimiento el interior damnificado del ascensor decrépito, como si no pudiera comprender de qué va todo este jaleo.

Paramos. Al llegar, no suena ninguna campana, sino un potente timbre cuyo estruendo debe de haberse escuchado a kilómetros. El ascensorista mira asustado hacia arriba.

—Ya hemos llegado, señor —grita.

A continuación, me abre las puertas a un panorama caótico y vuelve a entrar en el ascensor. Durante unos instantes, observo anonadado el lugar, mientras avanzo lentamente. El ascensorista se asoma con curiosidad para ver algo, pero sin moverse de su sitio.

Parece que hemos aterrizado en el escenario de una catástrofe terrible. El vestíbulo es inmenso y está lleno de escombros. Frente a nosotros hay fuego, vigas desplomadas, tuberías destrozadas, cables sueltos. Varios hombres uniformados se precipitan de un lado al otro equipados con mangueras de incendios, camillas y otros accesorios que no logro identificar. Una nube colosal de humo envuelve todo. El estruendo y el jaleo formado por los sonidos discordantes de alarmas y bocinas, explosiones y gritos de mando amplificados resultan atemorizantes, incluso para unos oídos ya prevenidos de alguna forma por el timbre escandaloso que ha anunciado nuestra llegada. ¿Qué diablos ha pasado aquí?

—Pues no es por nada —dice el anciano entre toses—, pero esto no parece una biblioteca, ¿verdad?

—No, lo cierto es que no —respondo, y observo que unos doce hombres transportan una especie de bomba inmensa entre los escombros que inundan el vestíbulo—. ¿Está seguro de que este era el piso?

—Completamente, señor —contesta, mientras comprueba el indicador del ascensor y golpea la esfera con su puño artrítico.

Una explosión repentina en una pila de tuberías y vigas emite un cilindro de humo negro y chispas en nuestra dirección. Unos hombres sofocan el conato. Uno de ellos, uniformado con un mono amarillo brillante y un sombrero alto, nos ve y agita un megáfono. Pasa por encima de unas camillas ocupadas y se acerca a nosotros.

—¡Oigan! —grita—. ¿Qué demonios creen que están haciendo? ¿Acaso son macabros o morbosos? ¿Es eso? Márchense por donde han llegado.

—Estoy buscando la Biblioteca de Archivos y Material Histórico de la Tercera Ciudad —respondo pausadamente. El hombre señala, con el megáfono, el panorama caótico que tiene detrás.

—¡Y nosotros también, imbécil! ¡Hay que joderse! ¡Largo de aquí! —Lanza el megáfono hacia mi pecho y se da la vuelta, furioso; tropieza con uno de los cuerpos de una camilla y corre hacia los hombres que manipulan la bomba gigante. El viejo ascensorista y yo nos miramos. Cierra las puertas.

—Qué tipo más descortés, ¿eh, señor?

—Parecía algo nervioso, sí.

—¿A la plataforma del tren, señor?

—Mmm... Ah, sí, por favor. —Vuelvo a sujetarme al pasamanos mientras descendemos—. Me pregunto qué le habrá pasado a la biblioteca.

—A saber, señor —añade el anciano, encogiéndose de hombros—. En estas zonas tan altas siempre pasan cosas curiosas. He visto cada caso... —Niega con la cabeza y murmura—: Se sorprendería, señor.

—Sí —reconozco a mi pesar—, probablemente sí.

Por la tarde, en el club de frontón, gano un partido y pierdo otro. Los aviones y sus extrañas señales son el único tema de conversación; la mayor parte de los socios del club (profesionales y burócratas) perciben el extraño vuelo no autorizado como una atrocidad injustificada frente a la que hay que tomar medidas. Pregunto a un periodista si se ha enterado de un terrible incendio en la planta que presuntamente alojaba la Biblioteca de la Tercera Ciudad, pero ni siquiera ha oído hablar de la biblioteca y, desde luego, no tiene noticias sobre ninguna catástrofe en la parte superior de la estructura del puente. Consultará con sus fuentes.

Desde el club, llamo a Reparaciones y Mantenimiento para dar parte de las averías de mi televisor y mi teléfono. Como algo en el club y voy al teatro por la noche, a ver una obra poco inspirada sobre la hija de un guardavía, enamorada de un turista que resulta ser el hijo de un jefe ferroviario que va a casarse y quiere tener una última aventura amorosa. Me marcho al finalizar el segundo acto.

En casa, mientras me desvisto, un trozo de papel arrugado se cae de uno de mis bolsillos. Es el diagrama que la recepcionista de la clínica me dibujó para mostrarme el camino hasta la nueva consulta del doctor Joyce. Es algo así:

Me quedo mirándolo, con cierta confusión. La cabeza me da vueltas mientras la estancia parece inclinarse, como si todavía me encontrase en el ascensor en forma de «L» con el viejo ascensorista, ejecutando otra maniobra no programada y peligrosa por el hueco del ascensor. Por un momento, mis pensamientos se revuelven, mezclados como las señales de humo emitidas por los extraños aviones de la mañana (y, por un instante, mareado y tambaleante, yo también me siento turbio e indefinido, como una masa caótica y amorfa similar a la neblina que se enrosca entre la enrevesada complejidad del puente y cubre las capas de pintura antigua de sus vigas y sus radios como una transpiración de la propia estructura).

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