Iain Banks - El puente

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El puente: краткое содержание, описание и аннотация

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El hombre que se despierta en el mundo extraordinario del puente sufre amnesia, y su médico parece no querer curarlo. Pero ¿eso importa?
Explorar el puente ocupa la mayor parte de sus días. Pero por la noche están sus sueños. Sueños en los que los hombres desesperados conducen carruajes sellados a través de montañas yermas rumbo a un extraño encuentro; un bárbaro analfabeto asalta una torre encantada mediante una tormenta verbal; y hombres destrozados caminan eternamente sobre puentes sin fin, atormentados por visiones de una sexualidad que los lleva a la perdición.
Yacer en cama inconsciente después de sufrir un accidente no parece muy divertido a simple vista. ¿Y si lo es? Depende de quién seas y de lo que hayas dejado atrás.
Iain Banks está considerado como uno de los escritores más innovadores de la narrativa británica actual. El puente es una novela de contrastes perturbadores, donde se funden el sueño y la fantasía, el pasado y el futuro.

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Suena el teléfono, que me resucita bruscamente de mi extraño momento. Descuelgo el auricular, pero lo único que oigo son los mismos tonos regulares de antes.

—¿Hola? ¿Hola? —digo. Nada.

Cuelgo. Vuelve a sonar y se repite la escena. Esta vez lo dejo descolgado y tapo el auricular con un cojín. Ni siquiera intento poner en marcha el televisor. Ya sé lo que veré.

Mientras me dirijo a la cama, me doy cuenta de que aún sostengo el papel arrugado. Lo tiro a la papelera.

Tres

A mi espalda, el desierto. Al frente, el mar. Uno dorado y el otro azul, dos rivales y yo en el medio. Uno se movía aprisa, estallaba en crestas y ondas, se erguía en blanco y caía para vencer al anaquel de arena, con una especie de respiración regular... El movimiento del otro era más lento, pero inexorable; las inmensas olas de arena caerían también gracias al peine invisible de la mano del viento.

Entre ambos, medio sumergida por ellos mismos, reposaba la ciudad en ruinas.

Erosionadas por la arena y el agua, apresadas como una masa indefinida entre dos ruedas de acero, las piedras de la ciudad se entregaban sumisas a los caprichos del aire.

Yo estaba solo, y caminaba bajo el calor del mediodía, como un fantasma vagando entre las ruinas. Mi sombra yacía a mis pies, hacia atrás, invisible.

Las piedras rojizas se apiñaban en desorden. La mayoría de las calles había desaparecido tiempo atrás, enterrada bajo la invasión de las arenas. Arcos derrumbados, dinteles desplomados y muros derribados luchaban contra las invencibles dunas. En la costa escarpada, crinados por las aguas, más bloques de piedra hacían romper las olas. Algo más adentrados en el mar, torres inclinadas y un fragmento de un arco emergían desde las aguas, lamidos por las olas como huesos de cuerpos de náufragos ahogados.

Sobre las puertas vacías y las ventanas cubiertas de arena, había frisos cincelados con figuras y símbolos. Estudié atentamente aquellas curiosas imágenes, apenas legibles, en un intento de descifrar sus patrones lineales. La arena arrastrada por el viento había erosionado algunos muros hasta el punto de que el grosor de la piedra era menor que la profundidad de los símbolos. El cielo azul brillaba a través de las ruinas rojizas.

Conozco este lugar, me dije a mí mismo. «Te conozco», dije a lo que quedaba de ciudad.

Una colosal estatua se alzaba a cierta distancia del conjunto de ruinas. Representaba a un hombre, de un tamaño tres o cuatro veces superior al normal, mirando en diagonal entre la línea de la costa y el centro de las calladas ruinas. Sus brazos se habían caído tiempo atrás, se notaba por los muñones, redondeados por la erosión del viento y la arena. Por la espalda y uno de los costados, tanto el cuerpo como la cabeza mostraban los efectos de las inclemencias del entorno con el paso de los años. Pero de frente, y por el otro lado, todavía podían apreciarse los detalles de la escultura; un torso desnudo, con una considerable tripa, y el pecho cubierto de cadenas, joyas y gruesos collares. La cabeza era grande, con muy poco pelo, y llevaba pendientes y tachuelas en nariz y orejas. La expresión de aquel rostro desgastado por el tiempo me pareció intraducible, lo mismo que los símbolos cincelados en las ruinas; tal vez denotaba crueldad, tal vez amargura, tal vez una indiferencia insensible frente a todo, excepto quizá frente a la arena y el viento.

—¿Mofa? ¿Moca? —Sin apenas darme cuenta, de mi boca emanó un susurro dirigido a aquellos ojos de piedra. El gigante no respondió. Mi voz se perdió con el viento, despacio. Los nombres también desaparecen. Primero se alteran, después se reducen y al final se olvidan.

En la playa que se veía frente a la ciudad, a cierta distancia de la mirada pétrea de la estatua, vi a un hombre. Era de estatura baja, cojo y jorobado, y yacía de rodillas sobre las olas que morían en la arena, mojando sus harapos en el mar, mientras golpeaba la superficie del agua con una especie de látigo pesado, con cadenas, y reflexionaba en voz alta.

Su cabeza se hundía bajo el peso de su espalda deforme. Su cabello, largo y mugriento, se abatía enmarañado sobre las olas y, de vez en cuando, como un pelo grisáceo que irrumpía desde aquella imprecisa masa oscura, una larga hebra de saliva caía en el agua y se alejaba mar adentro.

No dejaba de levantar y dejar caer el brazo derecho, batiendo las olas con su mayal, un instrumento pesado, de escasa longitud, con una lustrosa asa de madera y una decena de cadenas de acero oxidadas. Las aguas que lo rodeaban formaban espuma y burbujas bajo su ataque firme e incesante, y se enturbiaban con los granos de arena de la orilla.

El jorobado detuvo los azotes durante un momento, se movió ligeramente hacia un lado (como un cangrejo), se limpió la boca con el puño y reanudó su actividad; mientras farfullaba sin cesar, las cadenas se levantaban, subían, caían y chocaban contra el agua. Me quedé de pie en la orilla, tras él, mirándolo durante un buen rato. Volvió a detenerse, se limpió la cara de nuevo, y dio otro paso hacia un lado. Una ráfaga de viento agitó su vestimenta andrajosa y su pelo grasiento y enredado. Mi propia ropa fue golpeada por la misma racha de aire y, posiblemente, el jorobado notó entonces mi presencia, porque no retomó su acción de inmediato. En lugar de ello, movió levemente la cabeza, como intentando localizar algún débil sonido. Me pareció que quiso enderezar su espalda retorcida, pero desistió al momento. Se volvió lentamente, mediante una sucesión de pequeños pasos laterales, como si tuviera los pies anclados a un eje. Finalmente, se detuvo cuando nos encontramos cara a cara. Elevó la cabeza muy despacio, hasta que pudo mirarme a los ojos. Entonces se levantó, con las olas aún rompiendo en sus rodillas y el mayal colgando de su mano contraída.

Apenas se le veía el rostro entre la embrollada masa de cabello que se dejaba caer hacia el agua, como si de otra cadena se tratase. Su expresión era inextricable. Esperé a que hablase, pero se quedó callado, pacientemente, hasta que al final dije:

—Perdóneme. Continúe, continúe.

No medió palabra durante un rato. Ni siquiera dio señales de haberme oído, como si una corriente de aire fluyese entre los dos. Pero entonces, contestó con una voz sorprendentemente cálida:

—Es mi trabajo, ¿sabe? Me han contratado para hacer esto.

—Ah, claro —asentí. Esperé alguna explicación adicional. De nuevo, pareció oír mis palabras bastante después de haberlas pronunciado. Al cabo de un rato, empezó a decir:

—Verá: una vez, un gran emperador...

Entonces su voz se desvaneció y guardó silencio durante unos instantes. Esperé. Después negó con la cabeza y volvió a arrastrarse en círculo hasta encontrarse de nuevo frente al azul horizonte. Le grité, pero no dio señales de haberme oído.

Empezó a pegar otra vez a las olas, a la vez que farfullaba y murmuraba de forma templada y continua.

Lo observé un rato más mientras golpeaba el mar y luego me di la vuelta y empecé a andar. Un brazalete de acero, parecido a la manilla de una esposa (cuya presencia no había notado hasta entonces), tintineaba rítmicamente en mi muñeca mientras caminaba de vuelta hacia las ruinas.

¿Realmente he soñado todo eso? La ciudad en ruinas junto al mar, el hombre con el látigo de cadenas... Por un momento, me siento confundido. ¿Acaso me acosté anoche con la intención de soñar algo para contárselo al doctor?

En la oscuridad de mi cama, grande y cálida, siento una especie de alivio. Río calmosamente, complacido conmigo mismo por haber logrado tener un sueño para poder trabajar con el doctor con plena conciencia de ello. Me levanto y le pongo un albornoz. Hace frío en el apartamento; la aurora gris resplandece suavemente a través de las grandes ventanas. Una minúscula luz parpadeante brilla a lo lejos, en el mar, tras un gran banco de nubes bajas, como si las nubes fuesen tierra firme y la boya parpadeante una señal de puerto.

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