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Iain Banks: El puente

Здесь есть возможность читать онлайн «Iain Banks: El puente» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Madrid, год выпуска: 2007, ISBN: 978-84-9800-328-4, издательство: La Factoría de Ideas, категория: Современная проза / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Iain Banks El puente

El puente: краткое содержание, описание и аннотация

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El hombre que se despierta en el mundo extraordinario del puente sufre amnesia, y su médico parece no querer curarlo. Pero ¿eso importa? Explorar el puente ocupa la mayor parte de sus días. Pero por la noche están sus sueños. Sueños en los que los hombres desesperados conducen carruajes sellados a través de montañas yermas rumbo a un extraño encuentro; un bárbaro analfabeto asalta una torre encantada mediante una tormenta verbal; y hombres destrozados caminan eternamente sobre puentes sin fin, atormentados por visiones de una sexualidad que los lleva a la perdición. Yacer en cama inconsciente después de sufrir un accidente no parece muy divertido a simple vista. ¿Y si lo es? Depende de quién seas y de lo que hayas dejado atrás. Iain Banks está considerado como uno de los escritores más innovadores de la narrativa británica actual. El puente es una novela de contrastes perturbadores, donde se funden el sueño y la fantasía, el pasado y el futuro.

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Me centro en estudiar una fotografía colgada en uno de los paneles de madera de la puerta del ascensor. Es antigua, de color sepia, y muestra la construcción de tres de las secciones del puente. Están solas, inconexas entre ellas, excepto por su dentada e incompleta similitud. Tubos y vigas que sobresalen, engalanados con andamios, y pesadas grúas de vapor que se reparten por los cables oscuros de acero. Las tres secciones inacabadas casi forman un hexágono. No hay fecha a pie de foto.

Un intenso olor a pintura impregna la consulta del doctor. Dos trabajadores ataviados con mono blanco sacan una gran mesa por la puerta. La recepción está vacía, excepto por las sábanas blancas que cubren el suelo y la mesa, que los operarios han colocado en el centro de la estancia. Echo un vistazo a la consulta del doctor. También está vacía, con sábanas blancas en el suelo. El rótulo con el nombre del doctor Joyce ya no está en la puerta de cristal.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunto a los obreros. Me miran con los ojos vacíos.

De vuelta al ascensor. Me tiemblan las manos.

Por fortuna, el mostrador de recepción de la clínica continúa en su sitio. Espero mientras una pareja joven con un niño pequeño recibe indicaciones para alejarse después por un largo pasillo. Es mi turno.

—Estoy buscando la consulta del doctor Joyce —comunico a la tiesa recepcionista de detrás del mostrador—. Estaba en la habitación 3422; estuve allí ayer mismo, pero por lo visto, se ha trasladado.

—¿Es usted un paciente?

—Mi nombre es John Orr —aclaro, mientras le dejo leer los detalles en mi brazalete.

—Un momento. —Descuelga el teléfono. Me siento en un sofá que está en el centro de la recepción, rodeado de pasillos que emergen como radios de una rueda. Los más cortos llevan al exterior del puente, a través de unas cortinas finas que ondean con una suave brisa. A la recepcionista la transfieren de una persona a otra. Finalmente, cuelga el teléfono—. Señor Orr, el doctor se ha trasladado a la habitación 3704.

Saca un plano en el que me muestra el camino a la nueva consulta del doctor. Siento por un momento un eco de dolor circular en el pecho.

—El señor Brooke le manda recuerdos.

El doctor Joyce alza la mirada desde su bloc de notas, parpadeando. Ya le he contado el sueño sobre los galeones que intercambian los grupos de abordaje. Me escuchaba sin emitir comentario alguno, asentía de vez en cuando, fruncía el ceño ocasionalmente y tomaba notas. El silencio se hizo casi eterno.

—¿El señor...? —pregunta Joyce sorprendido, con su fino portaminas plateado suspendido sobre el bloc como si fuera una daga a punto de clavarse.

—El señor Brooke —le recuerdo—. Salió de Cirugía prácticamente al mismo tiempo que yo. Un ingeniero que sufría de insomnio. Usted lo estuvo tratando.

—Ah, sí —recuerda el doctor al cabo de unos segundos—. Ése. —Se inclina de nuevo sobre sus apuntes.

La nueva consulta del doctor Joyce es aún más amplia que la anterior. Está tres niveles más arriba, con más vistas y espacio. Parece que el doctor continúa avanzando. Ahora, además del recepcionista, también tiene una secretaria personal. Por desgracia, su ascenso no ha comportado la sustitución del TR. (Oh, oh, señor Orr, sin duda tiene usted un aspecto excelente. Qué alegría verlo. Permítame su abrigo. ¿Desea una taza de café? ¿Tal vez un té?)

El pequeño portaminas plateado ha regresado a su lugar, en el bolsillo frontal del doctor.

—Bien —dice, entrelazando las manos—. ¿A qué asocia este sueño, Orr?

—Pues, mire —respondo, intentando mosquearle—, no tengo la menor idea. No soy un experto en la materia. ¿Qué opina usted?

El doctor me mira fijamente durante unos instantes. Seguidamente, se levanta de su asiento y lanza el bloc de notas sobre el escritorio. Se acerca a la ventana y se queda allí, de pie; mira hacia fuera y niega con la cabeza.

—Le diré lo que pienso, Orr —prosigue. Se vuelve y me mira—. Creo que ambos sueños, el de hoy y el de ayer, no nos dicen nada.

—Ah —contesto. Y, tras mi convincente intervención, me aclaro la garganta, sin un ápice de alteración—. Bien, entonces, ¿qué hacemos ahora?

Los ojos azules del doctor Joyce brillan con fuerza. Abre un cajón de su escritorio y saca un gran libro con páginas plastificadas y un rotulador. Me los alarga. El libro contiene, en su mayor parte, ilustraciones incompletas y pruebas psiquiátricas de manchas de tinta.

—Vaya a la última página —me indica el doctor.

Obedientemente, paso todas las páginas hasta llegar a la última, que contiene dos dibujos.

—¿Qué tengo que hacer? —pregunto. La situación me resulta algo infantil.

—¿Ve las líneas cortas, cuatro en el dibujo superior y cinco en el inferior?

—Sí.

—Debe completarlas formando flechas que indiquen la dirección de la fuerza que las estructuras de la ilustración ejercen sobre esos puntos. —Levanta el brazo cuando abro la boca para formular una pregunta—. Es todo lo que puedo decirle. No se me permite dar pistas ni contestar a nada más.

Cojo el rotulador, completo las líneas como me ha solicitado y le alargo el libro de vuelta al doctor. Lo mira. Asiente. Pregunto:

—¿Y bien?

—Bien, ¿qué? —Saca un paño de un cajón y limpia el dibujo mientras dejo el rotulador sobre la mesa.

—¿Lo he hecho bien?

—¿Qué se entiende por «bien»? —dice con voz áspera mientras se encoge de hombros y vuelve a guardar todo el material en el cajón—. Si fuera una pregunta de examen, la habría contestado bien, de acuerdo, pero esto no es ningún examen. Se supone que debe decirnos algo sobre usted. —Anota algo en el bloc con el pequeño portaminas retráctil.

—¿Y qué es lo que nos dice sobre mí?

Vuelve a encogerse de hombros, mientras repasa atentamente sus apuntes.

—No lo sé —concluye, negando con la cabeza—. Algo debe de decir, pero no sé el qué. Aún.

Me asaltan unas ganas enormes de atizar un puñetazo a la nariz rosada del doctor Joyce.

—Ya veo —añado—. Espero hacer sido de utilidad para el progreso de la ciencia médica.

—Yo también —afirma el doctor Joyce, echando un vistazo a su reloj—. Bien, creo que es todo por hoy. En cualquier caso, pida hora para mañana, pero si no tiene ningún sueño, llame para cancelar la visita, ¿de acuerdo?

—Dios de mi vida, sí que ha ido rápido, señor Orr. ¿Qué tal? ¿Le apetece un té? —El recepcionista impecablemente aseado me ayuda a ponerme el abrigo—. Ha entrado y salido en menos que canta un gallo. ¿Prefiere una taza de café?

—No, gracias —contesto, mientras veo al señor Berkeley y a su policía esperando en la recepción. El señor Berkeley está tumbado en posición fetal, de costado, en el suelo, frente al policía sentado que apoya los pies sobre él.

—Hoy el señor Berkeley es un reposapiés —me aclara con orgullo el Terrible Recepcionista.

En las zonas de la estructura superior, aireadas y espaciosas, los techos son altos y la alfombra amplia y tupida de los pasillos desérticos desprende un olor regio y húmedo. Los paneles de madera de las paredes son de teca y caoba, y los cristales de las ventanas con marcos de aluminio (que revelan un día gris y un mar cubierto de neblina) lucen una tonalidad azulada, como la del cristal plomizo. En los huecos de las paredes oscuras, viejas estatuas de burócratas olvidados amenazan como fantasmas sombríos, y masas elevadas de banderas colgadas, como redes pesadas extendidas para secarse, se balancean al son de una brisa suave y helada que arrastra el polvo rancio a través de los pasillos altos y oscuros.

A una media hora desde la consulta del doctor, descubro un viejo ascensor frente a una ventana circular gigantesca que da al estrecho estuario, como un reloj analógico despojado de sus agujas. La puerta del ascensor está abierta, y dentro, un anciano canoso duerme sentado sobre un taburete alto. Lleva un abrigo largo de color burdeos con botones brillantes. Tiene los brazos cruzados sobre la barriga y su barbilla, con una impresionante barba, reposa sobre su pecho abotonado, mientras la cabeza plateada se mueve arriba y abajo, con el vaivén de su pesada respiración.

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