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Iain Banks: El puente

Здесь есть возможность читать онлайн «Iain Banks: El puente» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Madrid, год выпуска: 2007, ISBN: 978-84-9800-328-4, издательство: La Factoría de Ideas, категория: Современная проза / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Iain Banks El puente

El puente: краткое содержание, описание и аннотация

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El hombre que se despierta en el mundo extraordinario del puente sufre amnesia, y su médico parece no querer curarlo. Pero ¿eso importa? Explorar el puente ocupa la mayor parte de sus días. Pero por la noche están sus sueños. Sueños en los que los hombres desesperados conducen carruajes sellados a través de montañas yermas rumbo a un extraño encuentro; un bárbaro analfabeto asalta una torre encantada mediante una tormenta verbal; y hombres destrozados caminan eternamente sobre puentes sin fin, atormentados por visiones de una sexualidad que los lleva a la perdición. Yacer en cama inconsciente después de sufrir un accidente no parece muy divertido a simple vista. ¿Y si lo es? Depende de quién seas y de lo que hayas dejado atrás. Iain Banks está considerado como uno de los escritores más innovadores de la narrativa británica actual. El puente es una novela de contrastes perturbadores, donde se funden el sueño y la fantasía, el pasado y el futuro.

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Desde las ventanas de la habitación, veo un día luminoso, con el cielo muy azul. Una formación aérea sobrevuela el puente, desde la dirección donde se encuentra el Reino. Se trata de tres aviones, idénticos, de aspecto pesado y voluminoso. Son monoplanos monomotores, volando uno por encima del otro. El que se encuentra más abajo está prácticamente a mi altura, el siguiente a unos quince metros por encima, y este, a su vez, está quince metros por debajo del avión más alto. Pasan de largo, con los motores rugiendo y las hélices girando a toda velocidad, como si fueran discos de cristal brillantes. De cada una de sus colas emergen ráfagas aleatorias de humo oscuro. Las pequeñas nubes que forman se sostienen en el aire, ensartadas como un extraño código cifrado. Una larga estela de señales de humo marca el recorrido de los aviones y desaparece hacia el lado de la Ciudad, como una especie de cerco suspendido en el aire.

La situación me sorprende y me entusiasma. Desde que estoy en el puente, no había visto ni oído aviones. Ni siquiera había oído a nadie hablar de ellos, ni tampoco de barcos voladores, que los ingenieros y científicos del puente son obviamente capaces de diseñar, construir y hacer funcionar.

Los aviones no tenían tren de aterrizaje, al menos a la vista, ni flotadores. Y no parecían poder despegar desde el agua. Supongo que tendrían algún sistema retráctil de ruedas y que procedían de algún aeropuerto de tierra firme, lo cual resultaría cuando menos alentador.

Las nubes de humo se mezclan con el viento suave que sopla hacia la Ciudad. A medida que los aviones se alejan, se disipan en el gran cielo azul. El ruido de los motores va perdiendo intensidad hasta desaparecer también. Las bocanadas de humo parecen seguir un vago patrón; están agrupadas en líneas de tres, separadas entre ellas por un espacio similar. Observo el movimiento gradual de los grupos de nubes, como esperando que formen letras o números, o alguna otra forma identificable, pero a los pocos minutos, lo único que queda es una cortina tenue de aire que se dirige lentamente a la zona de la Ciudad, como una gigantesca bufanda de gasa deteriorada.

Agito la cabeza.

Ya en la puerta, recuerdo el extraño funcionamiento del televisor, pero cuando intento llamar a mantenimiento, el teléfono tampoco se encuentra operativo; transmite una serie de pitidos lentos, no del todo regulares. Es hora de irme. Aunque el mundo —el puente, en todo caso— se esté volviendo loco, un hombre no debe dejar de desayunar.

En la puerta del ascensor, reconozco a un vecino. Observa la aguja de latón que indica los pisos y golpea el suelo impacientemente con un pie. Lleva el uniforme de un directivo superior de programación de horarios. Da un respingo, asustado. La alfombra debe de haber silenciado mis pasos.

—Buenos días —lo saludo, mientras la aguja desciende lentamente. El tipo gruñe, saca su reloj de bolsillo y lo mira. Acelera los golpes con el pie—. Supongo que no ha visto los aviones, ¿no? —pregunto. Me mira con una extraña expresión.

—¿Perdón?

—Los aviones. Un grupo de aviones que ha pasado por... No hace ni diez minutos.

El hombre me mira, incrédulo. Parpadea repetidas veces mientras echa un vistazo rápido a mi muñeca. Ve el brazalete de la clínica. El ascensor llega.

—Ah, sí—dice el directivo—. Los aviones, claro. —Las puertas se abren lentamente, y el hombre mira en el interior del ascensor mientras le hago una seña para que entre él primero. Consulta de nuevo su reloj, masculla una disculpa y se aleja a toda prisa por el pasillo.

Bajo solo. En un banco circular, forrado de cuero, observo la superficie ondeante de un acuario situado en una esquina, mientras el ascensor desciende por el puente. Junto a la puerta, hay un teléfono. Lo descuelgo.

El aparato de metal es pesado. De entrada, no oigo nada, pero después suenan unos pitidos que me recuerdan a los que salían del teléfono de mi apartamento. Rápidamente, los tonos cesan para dar paso a la voz de un operador algo seco.

—¿Sí? ¿Qué desea? —Siento cierto alivio al escucharlo.

—¿Cómo dice?

El ascensor aminora la velocidad al acercarse a la planta a la que me dirijo.

—Nada, no importa. —Cuelgo el aparato.

Abandono el ascensor por un soportal de una de las plataformas superiores del puente. Comienzo a caminar a paso ligero por la calle, donde las tiendas empiezan a vender el género fresco, recién llegado en los trenes de mercancías de primera hora de la mañana. Me detengo en un pequeño puesto de flores y escojo un clavel que contraste armónicamente con el reloj y la corbata. Acto seguido, me dirijo al bar Inches para tomar el desayuno.

Las paredes están recubiertas de paneles y no tienen ventanas. Están pintadas con eficaces (pero poco convincentes) imágenes de verdes tierras de pasto. El bar es un lugar tranquilo y pequeño, con techos altos y luz tenue, alfombras gruesas y porcelana fina. Me acompañan a mi mesa habitual, en la parte de atrás. Sobre ella, me espera un periódico doblado, cuyo contenido consiste de forma casi íntegra en acontecimientos relativos al puente, como la regularización de las leyes, el mantenimiento de la estructura, el tráfico, las promociones y las muertes de los miembros de su administración, las reuniones sociales, notablemente aburridas y promovidas por las mismas personas, y los arcanos y escasos eventos deportivos, que no gozan de excesiva popularidad.

Pido un plato de pescado ahumado, riñones de cordero, una tostada y un café. Antes de hojear el periódico, echo un vistazo a la pintura de la pared de enfrente. En ella se ve un prado en la ladera de una montaña, bordeado con árboles de hoja perenne y cubierto de flores de colores vivos. Al otro lado del valle, se ven tres colinas lejanas, iluminadas por los rayos del sol.

¿Acaso aquellas escenas existían en algún lugar, o únicamente en la cabeza del pintor?

Me traen el café. Nunca he visto un cafetal, ni tan siquiera un cafeto, en el puente. Y los riñones de cordero también procederán de algún sitio, pero... ¿de dónde? En el puente, se hace referencia al lado en contra de la corriente, al lado a favor de la corriente, a la Ciudad y del Reino... O sea que debe de haber tierra firme (¿qué sentido tendría si no un puente?), pero ¿a qué distancia?

Yo investigué todo lo que me fue posible, teniendo en cuenta las limitaciones de idioma y acceso que la administración del puente impone al investigador aficionado, pero, en todos los meses de trabajo, ni me aproximé a descubrir la ubicación de la Ciudad o del Reino. Sigue siendo un completo enigma.

Mi búsqueda de información, abandonada hace algún tiempo, se está hundiendo indudablemente en las capas del miasma que rezuma la estructura organizativa de las autoridades del puente. Me da la impresión de que todas mis preguntas iniciales sobre el tamaño del puente, sobre los lugares que une y otros aspectos similares habrán pasado de un departamento a otro, se habrán replanteado, precisado, borrado, parafraseado, traspapelado y retransmitido con tanta frecuencia y entre tantos despachos y oficinas, que para cuando alguien haya podido (o querido) responderlas, ya habrán perdido todo el sentido o el significado... y si, por obra de algún milagro, han sobrevivido a semejante proceso sin contaminarse lo bastante como para resultar incomprensibles, toda respuesta, por muy pragmática y concisa que sea, generará con toda certeza una mayor incomprensión en el momento en que llegue a mis manos.

El proceso de investigación me pareció tan frustrante que, por un momento, me planteé seriamente la posibilidad de esconderme en un tren e ir a buscar en persona el maldito Reino o la dichosa Ciudad. Mi brazalete, que me identifica a nivel oficial e informa a los conductores ferroviarios sobre el departamento de la clínica al que deben cargar el importe de mi billete, limita los recorridos que puedo efectuar a dos términos; una docena de secciones del puente, o lo que es lo mismo, unos veinte kilómetros en ambos sentidos. No es una distancia menospreciable, pero es una restricción al fin y al cabo.

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