Chris Bohjalian - Doble vínculo

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Mientras Laurel Estabrook practica ciclismo en una carretera solitaria, sufre el ataque de unos hombres que tratan de violarla, pero, por suerte, consigue aferrarse a su bicicleta y salvarse de milagro. Sin embargo, el choque emocional es muy fuerte y a Laurel le cuesta recuperarse, por lo que empieza entonces a trabajar en la entidad gubernamental BEDS, dedicada a buscar alojamiento a los sin techo. Cuando parece que su trabajo puede ayudarle a encauzar su vida, se produce la muerte de uno de los indigentes, Bobbie Croker.
Al limpiar las dependencias de Bobbie, aparece una caja llena de fotografías y negativos. Laurel es la encargada de restaurar las fotografías para organizar un homenaje al fallecido y Bobbie Croker resulta ser un fotógrafo lleno de talento por cuyo trabajo ella se apasiona. Pero la joven hace un descubrimiento que le hiela la sangre: entre las fotografías aparece la de una chica montada en bicicleta y que bien podría ser ella el día en que fue atacada.
Empieza entonces a investigar el pasado de Bobbie y a recrear su historia para olvidar su propia experiencia.

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Las creencias siguen provocando un deterioro funcional. Escasa interacción con los otros, tanto en el hospital como con amigos del exterior, debido evidentemente a que discutir sobre las creencias conduciría a desacuerdos y a sentimientos de invalidez. Además, no muestra disposición a centrarse en cuestiones prácticas como una futura asistencia comunitaria y la planificación del alta.

Fragmento de las notas de Kenneth Pierce,

psiquiatra a cargo,

Hospital Público de Vermont,

Waterbury, Vermont.

Capítulo 7

Una niña de once años, sentada de rodillas en el suelo del huerto de manzanos, sostenía entre sus manos una manzana roja que acababa de arrancar de la rama baja de un árbol. Le dio un mordisco y le sorprendió lo acida y jugosa que era. Vestía un elegante pichi de color verde jade y llevaba una diadema a juego. Su cabello todavía conservaba el aroma dulce y limpio de su champú de fresas.

Su hermana, de seis años, intentaba llegar hasta ella rodando colina abajo, pero en esta parte del huerto la pendiente no era muy pronunciada. Además, el suelo estaba cubierto aquí y allá por manzanas caídas. Por eso, la pequeña se veía obligada a avanzar hacia su hermana mayor impulsándose con los codos y los pies, moviéndose como una caja más que como una rueda por la pequeña ladera.

– Eso es robar, Marissa -dijo, incorporándose y señalando la manzana mordisqueada que sujetaba su hermana. En el cielo, tras ella, había filas onduladas de nubes blancas, como series de alas sobre él, por otra parte, límpido azul del firmamento. A Marissa le recordaban las persianas venecianas que tenían las ventanas del cuarto de baño del apartamento de su padre.

– ¿El qué?

– Comerse una manzana que papi no ha pagado.

Marissa suspiró y dio otro mordisco. Esta vez masticó de forma exagerada, moviendo la mandíbula como si fuera una prensa. Se fijó en que la pequeña tenía la boca sucia de azúcar, resto de la manzana de caramelo que se había comido cuando llegaron al huerto -ésa sí que la había pagado su padre-, y que su sudadera blanca tenía manchas de las manzanas podridas sobre las que había estado rodando. Se parecía a las niñas de los anuncios de detergentes de la tele.

– Tendré que chivarme -añadió la pequeña.

– Tendrías que hacer un montón de cosas -dijo Marissa, tras tragar de nuevo con manifiestas florituras dramáticas. Llevaba ya tres años actuando con adultos, en su mayoría banqueros, profesores y peluqueros de profesión, en el teatro municipal. Aspiraba a lograr más éxitos algún día: soñaba con llegar a Broadway.

– Por ejemplo -añadió-, podrías empezar por no dar volteretas en el suelo como uno de esos patéticos y sucios niñatos del parvulario; o por pensar en lavarte la cara por lo menos una vez al mes.

La pequeña, una regordeta de nombre Cindy, no parecía especialmente molesta por la regañina de su hermana. Se encogió de hombros e intentó limpiarse las manchas de caramelo de la cara con la manga, pero estaban coaguladas como la sangre. Haría falta algo más que la manga seca de una sudadera para arreglar el estropicio.

Cuando su padre les propuso ir a pasar la tarde al huerto, Marissa pensó que los acompañaría su nueva -la más nueva que ella supiera- novia. La chica que se llamaba Laurel y que a su madre no le caía bien porque decía que era muy joven. Pero a Marissa le gustaba esta muchacha, por eso se puso triste cuando su padre les dijo que irían sólo ellos tres y que no pasarían a recoger a Laurel por su apartamento en el barrio alto, cerca de la universidad.

– Todavía tienes caramelo en la cara -dijo Marissa poco después.

Una vez más, Cindy intentó quitárselo, ahora chupándose los dedos y frotando la suciedad que enmarcaba sus labios como el maquillaje de un payaso.

– ¿Ya se ha ido? -preguntó Cindy.

– Estás mucho mejor -mintió Marissa.

De nada serviría hacer ver a su hermana que era un auténtico desastre de persona. Además, Marissa no sabía por qué esa tarde estaba tan irritable. Su hermana y ella habían pasado un fin de semana bastante agradable con su padre. El día anterior habían ido de compras a un mercadillo que organizaba una de las vecinas de su madre, y luego fueron a ver una película que, sorprendentemente, no era infantil y que les gustó mucho a todos.

Después cenaron pizza. Como era de esperar, Cindy se las arregló para meter el puño de su jersey en la comida, haciéndose una mancha que haría que mamá pusiera los ojos en blanco frustrada y dijera algo malo sobre papá cuando lo descubriera. Esa mañana, su padre les había preparado gofres para desayunar. Todavía no había hecho sus deberes, y eso la remordía un poco en lo más profundo de su mente. Pero siempre podría ponerse con las matemáticas cuando volvieran a casa de papá y hacer las lecturas en el baño después de cenar.

Se preguntaba si su mal humor de esa tarde tendría algo que ver con los planes de mamá de casarse con Eric Tourneau en noviembre. Había oído cómo sus padres hablaban por teléfono esa mañana sobre los preparativos, discutiendo sobre dónde se suponía que su hermana y ella iban a pasar los días anteriores y posteriores a la ceremonia. Por desgracia, sabía muy bien dónde iba a estar el gran día.

– ¿Te la vas a comer entera? -preguntó Cindy.

En la distancia, fácilmente a unos cincuenta metros, su padre estaba de puntillas, estirándose para alcanzar un grupo de manzanas en un árbol particularmente larguirucho. Cuando depositó un par de frutas más en la cesta de mimbre que tenía a sus pies, les echó una mirada. Marissa no estaba segura de cómo ni cuándo había llegado allí. Sabía que había estado trabajando en un árbol diferente al de su padre y que luego había pasado por otros que no tenían manzanas en las ramas bajas que quedaban a su alcance. No tenía ni idea de cómo había surgido esta distancia entre ella y su padre.

– Vale, ahora dime -le preguntó a Cindy-: ¿Qué sería peor? ¿Terminarme esta manzana, lo que significaría robar una pieza entera de fruta, o no terminarla, lo que significaría desperdiciar comida?

La pequeña se quedó reflexionando sobre el asunto, pero sólo durante un segundo. Después sonrió y dio una voltereta sobre el suelo embarrado, aplastando una manzana con la espalda y dejando una enorme mancha en la parte trasera de su sudadera. «Esta niña no tiene remedio -pensó Marissa-. No hay nada que hacer.» Sabía que, a veces, el novio de mamá pensaba que Cindy era graciosa, pero seguro que se debía a que Eric no tenía hijos y no había conocido a un niño mejor. No sabía qué se podía esperar de un crío de seis años. Además, no tenía elección. Debería gustarle Cindy a la fuerza, ya que se iba a casar con mamá.

Marissa tenía el desagradable presentimiento de que su madre y él iban a tener más hijos. Esto era un motivo más para que Eric no le cayera bien y para estar enfadada con su madre. También contribuía a que con Laurel se sintiera más a gusto. Su padre le había asegurado que Cindy y ella eran sus prioridades y que no tenía ninguna intención de salir con una mujer que quisiera tener hijos. Esto hizo que le cogiera más cariño a Laurel.

– ¿Crees que papá nos comprará otra manzana de caramelo cuando nos vayamos? -le preguntó Cindy nada más terminar de revolcarse, abriendo mucho los ojos, orgullosa de su pequeño logro gimnástico.

– A mí no me ha comprado ninguna.

– Claro -dijo Cindy-, porque tú preferías esperar a robarlas de aquí.

¡Santo Dios! Esto ya era el colmo. Era el comentario más tonto, estúpido, absolutamente ilógico e infantil que había oído. Había llegado el momento de callar a su hermana, o por lo menos de mandarla a paseo.

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